EN TORNO AL HOMBRE

JOSÉ RAMÓN AYLLÓN

Muestra del texto:

Primer epígrafe del capítulo I: EN EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

La equivocación de Alicia

Alicia estaba sentada a la orilla del río. Era una tarde calurosa y aburrida, pero de pronto sucedió algo inesperado: apareció un conejo blanco con ojos rosados. Vestía chaleco y llevaba prisa. Mientras consultaba su reloj de bolsillo iba diciendo: "¡Dios mío, qué tarde voy a llegar!".

Hay algo en lo que todos los grandes científicos se parecen a Alicia. No es normal que los conejos hablen, y ahí empezó la insólita aventura de la niña que siguió al conejo, se coló por su madriguera y entró en el país de las maravillas. Los conejos no hablan, pero el de Alicia hablaba; tampoco parece que las piedras puedan hablar, pero los científicos, igual que Alicia, observan lo contrario. Galileo aseguraba que el Universo es un gran libro, abierto ante nuestros ojos, escrito en el lenguaje de las matemáticas y de la geometría; y que si dominamos ese lenguaje tendremos acceso a un mundo mucho más sorprendente que el descrito por Lewis Carroll.

De la mano de Coopérnico, Kepler, Brahe, Bruno, Galileo, Newton y hombres como ellos que se aplicaron a un infatigable trabajo de observación y cálculo, se nos ha hecho patente que el Universo es un gigantesco país de las maravillas. La madriguera por la que penetraron en este nuevo país fue el objetivo del telescopio, y ayudados por el lenguaje de los números empezaron a explorar lo desconocido y a registrar descubrimientos asombrosos:

Que la Luna se mueve alrededor de la Tierra a la velocidad de una bala de cañón (1 km/s); y que sigue a la Tierra en sus 365 días de órbita solar a una velocidad de 30 km/s, es decir: ambas recorren más de dos millones y medio de kilómetros diarios. También hemos llegado a saber que el sol, con todo su cortejo de planetas, camina incesantemente a la velocidad de 20 km/s, sin apartarse lo más mínimo de su ruta: una inmensa órbita elíptica alrededor de la constelación Sagitario, que repite cada 150 millones de años.

Sabemos también que nuestra galaxia, la Vía Láctea, tiene forma de disco, y que la luz tardaría cien mil años en atravesar su diámetro. La galaxia más cercana es Andrómeda, a dos millones de años luz. Con estos datos nos podemos hacer una idea de cómo debe ser un Universo en el que ya hemos descubierto 50.000 millones de galaxias semejantes a la Vía Láctea, cada una con cuatrocientos mil millones de estrellas semejantes al Sol, con sus respectivos y obedientes satélites.

Pero aquí no termina todo: sólo hemos dado cuatro datos insignificantes. Lo que hace aumentar nuestro asombro es descubrir que estas cifras inverosímiles son similares a las que rigen el mundo microfísico, donde los electrones se mueven a velocidades que darían la vuelta a la Tierra en pocos segundos, o los protones que podría recoger una simple cuchara pesarían 24 millones de kilos; o donde las moléculas de una piedra cualquiera se mueven a 1.000 kms/h.

La Biología, a su vez, tiene mucho que decir en este terreno de lo increíble. Para darnos cuenta de la velocidad con que se forman y ensamblan las células de un mamífero en los meses de gestación, bastaría señalar lo que duraría esa gestación si se formara y acoplara una célula cada segundo: varios millones de años.

Cuando el biólogo se sienta a comer y toma una sopa de letras, su boca nunca se traga un texto coherente. Es impensable que la cuchara pueda topar con un lugar de La Mancha, o con que Gallia est omnis divisa in partes tres, y mucho menos con las biografías de Cervantes o de Julio César. Y si se cocinase una sopa enorme para alimentar a todo un pueblo, aún sería más impensable que aparecieran íntegras las andanzas de Don Quijote o del general romano.

Sin embargo, el mismo biólogo sabe que el insecto más insignificante es una sopa de células en número incomparablemente mayor al de las suculentas letras. Y que esas células componen un "texto" de una coherencia máxima, que se repite con exactitud en cada uno de los millones de individuos de esa especie.

Si aplicamos la metáfora de la sopa al conjunto de cuerpos celestes que integran el cosmos, volvemos a encontrar a escala macrofísica el mismo orden que observamos a nivel microfísico. Un orden para el que resultan insuficientes nuestros adjetivos, pues está, como señaló Einstein, más allá de la capacidad de nuestra imaginación.

El propio Einstein se percató -como todos los grandes científicos- de la paradoja que supone la inteligentísima configuración de un Universo compuesto por multitud de seres no inteligentes: "Yo considero la comprensibilidad del mundo como un milagro o un eterno misterio, porque a priori debería esperarse un mundo caótico, que no pudiera en modo alguno ser comprendido por el pensamiento". El famoso físico añadirá también que "éste es el principal punto débil de los positivistas y de los ateos profesionales".

Si Lewis Carroll hubiera sido un gran científico, habría reconocido que el auténtico país de las maravillas es el mundo real, mucho más rico e inverosímil que cualquier otro mundo imaginado. También Colón estuvo en América sin sospechar que aquello era América; la equivocación de Alicia fue del mismo estilo.


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