Lecturas
1-Bienvenido a Holanda 2-La Historia de Lorenzo 3-Una Madre Especial 4-La etiqueta de acero 5- EL AMOR DE UNA MADRE ES CAPAZ DE MOVER MONTAÑAS. 6- UN ÁNGEL DE PASO - MI HIJA NOS ENSEÑÓ QUE LA VIDA ES PARA VIVIRLA.
1- BIENVENIDO A HOLANDA. (Por Emily Perl Kingley). (Traducción Miguel-A). Con frecuencia, me piden que describa la experiencia de criar a un niño con discapacidad: para intentar ayudar a entenderlo a las personas que no han tenido esa experiencia, a imaginar cómo es el sentimiento. Es así: Cuando usted va a tener un bebé, es como planear unas fabuloso viaje de vacaciones: a Italia. Usted compra una cantidad de guías de turismo y hace maravillosos planes. El Coliseo, el "David" de Miguel Angel, las góndolas de Venecia. Usted puede aprender algunas frases corrientes en italiano. Es todo muy excitante. Después de meses de ávida anticipación, llega finalmente el día. Usted toma el equipaje y se va.. Varias horas después, aterriza. La azafata entra y dice: "Bienvenido a Holanda." "¡¿¡HOLANDA?!?!" usted dice. "¿Qué quiere decir usted con Holanda? ¡Yo contraté un viaje a Italia! Yo suponía estar en Italia. Toda mi vida he soñado con ir a Italia". Pero hay un cambio en el plan del vuelo. Ellos han aterrizado en Holanda y allí debe usted quedarse. Lo importante es que ellos no han elegido un lugar horrible, repugnante, sucio, lleno de pestilencia, hambre y enfermedad. Sólo es un lugar diferente. Por lo que usted debe salir y comprar nuevas guías de turismo. Y debe aprender un nuevo idioma. Y usted se encontrará un nuevo grupo de personas que usted nunca se habría encontrado. Solamente es un lugar diferente. Es menos movido que Italia, menos relumbrante que Italia. Pero después de que usted haya estado allí durante algún tiempo y coja contacto con el ambiente, eche una mirada alrededor, y empezara a notar que Holanda tiene tulipanes. Holanda incluso tiene Rembrandts. Pero todos los que usted conoce están atareados y de viaje por Italia, y ellos presumirán sobre el tiempo maravilloso que allí tenían. Y por el resto de su vida, usted se dirá: "Sí, allí es donde yo suponía que iba: Eso es lo que yo había planeado". Y el dolor de eso nunca querrá irse, porque la pérdida de ese sueño es una pérdida muy significativa. Pero si usted lleva luto toda su vida por el hecho que no llegó a Italia, nunca podrá ser libre para disfrutar especialmente de las cosas sumamente encantadoras de Holanda.
3- UNA MADRE ESPECIAL. (Por Erma Bombeck). (Pegado en INTERNAF por Luis Eguiguren. De Ecuador. 3/5/1998). Algunas mujeres se convierten en madres por accidente, otras porque lo eligieron así, unas pocas por presión social, y alguna que otra por costumbre. ¿Se han preguntado alguna vez, cómo son elegidas las madres de niños especiales? Yo imagino a Dios... en las alturas seleccionando sus instrumentos para la propagación, con gran cuidado y deliberación. Finalmente, le pasa el nombre aun Ángel, sonríe... y le dice: - Dale a ella un hijo especial. El Ángel sorprendido pregunta: - ¿Por qué a ella, Señor?. Si es tan feliz. - Precisamente por eso -contesta el Señor sonriendo-. ¿Podría yo dar un hijo minusválido a una madre que no sabe sonreír?... Eso sería cruel. - ¿Pero tendría ella paciencia, Señor? -pregunta el Ángel. - Yo no quiero que ella sea demasiado paciente, porque se podría ahogar en un mar de desesperación y de auto-compasión. Una vez que el impacto y el resentimiento haya pasado, ella hará llevadera su labor. Hoy le miré: ella goza ya de independencia y auto-suficiencia: el niño que estoy dándole tiene su propio mundo y ella deberá vivir en el suyo... y eso no es fácil. - Señor, yo no sé siquiera si ella cree en ti. - No importa, lo puedo arreglar...sigo pensando que esta mujer es perfecta: tiene algo de egoísmo. - ¿Egoísmo? -pregunta el ángel estupefacto-. ¿Es acaso eso una virtud?. - Si ella no pudiera separarse ocasionalmente de su hijo, ella nunca sobrevivirá -responde sonriente Dios-. Si, aquí está la mujer que bendeciré con un hijo menos que perfecto, ella no se da cuenta todavía pero será envidiada. Ella nunca tendrá límites, hasta el mundo verbal lo verá insuficiente, porque un gesto, una mirada o una señal, serán para ella los mensajes más completos de amor. Si ella describe un árbol o un atardecer a su hijo que no puede ver, ella mirará mis creaciones como mi propia revelación. Permitiré que ella vea claramente las cosas que sólo las puedo mirar yo, la ignorancia, la crueldad y los prejuicios; permitiré que ella supere todo eso, ella nunca estará sola, yo estaré a su lado cada minuto de sus días, porque estará haciendo mi trabajo y tan acertadamente como si ella estuviera aquí a mi lado.
Debía llegar el primero a la puerta de mi clase. El patio era enorme y había campos de regadío de coles y lechugas. Un sendero comandado por dos hileras de árboles fuertes y dispares, plátanos y perales, daba paso al campo liso que se perdía entre remolinos de aire del viento huracanado, habitual en mi ciudad. Durante los descansos o cuando algún maestro o profesor había pillado las fiebres pedagógicas o simplemente estaba enfermo, jugábamos al fútbol o al baloncesto. A esas horas, ver el colegio desde una nube, sería como patear un hormiguero: algarada fastuosa de cientos de críos inquietos, de aquí para allá. El recreo terminó con las ilusiones de ese día primaveral. Había metido un punterazo que fue gol. Ganamos por un tanto mío, lo cual no era frecuente y los demás me llenaron de sonrisas. Me llené de sudor y barro porque mi cuerpo, delgado y torpe, absorbía toda la tierra, toda. Estaba enormemente contento y fui tan respetado, que me tomé el lujo de bromear y juguetear con mis compañeros en medio de la rectitud del colegio religioso. El corredor era de una opulencia pretérita: mandaba un mosaico que rodeaba a un claustro antiguo. Cada aula se trataba de una capilla de ese monasterio repleto de ira reprimida, ajena a la vitalidad de un niño de once años y de mil niños contentos de sus gritos y cánticos. Me dediqué a tirar las orejas de todos los que me encontraba en mi loca carrera. Todos entrábamos en fila india y éramos vigilados, como los refugiados judíos de la segunda guerra. Cierto compañero grande y de pocos amigos, se molestó con mi gracieta y me persiguió por el corredor hermoso. Yo era muy rápido y transformé los mosaicos en líneas. Me dirigía a mi clase salvadora, un recinto con el amo pedagógico de inglés aguardando los verbos irregulares. Pero alguien cerró la puerta del aula justo cuando veloz la quería atravesar. El caso fue que la cerradura de acero inoxidable golpeó con mi frente o viceversa. La cerradura quedó inutilizada y el sonido paralizó a todos. Mis compañeros me miraban asustados y eso que no me dolía tanto. El "Sir" o el profesor de inglés corrió hacia mí y me gritó. Me toqué la frente y comprobé horrorizado que sangraba a borbotones. Me puse perdida la camiseta blanca y dejé un sendero de gotas de sangre ya que me fui con el "Sir" y con el "Viti", profesor de lengua plasta, hacia el botiquín. Me limpiaron la cara y me dijeron que presionara la herida con un algodón. La mercromina, las vendas, los polvos de cicatrizar y el agua oxigenada estaban agotadas, así que me iban a llevar a curarme a la clínica del seguro escolar. El "Viti", mediante ademanes exagerados fue a llamar a la clínica. Me acompañó mi hermano mayor que estudiaba en ese mismo colegio. Entramos en un edificio modernista, decimonónico y opulento: parecía la casa de Sherlock Holmes. El olor era de naftalina, la madera era de caoba y la luz tenue parecía de gas. Miré absorto unas vitrinas llenas de piedras, algunas de ellas grandes como puños; resultaban ser cálculos renales que el médico que daba nombre a la clínica extrajo quirúrgicamente. La monja enfermera (o viceversa), nos condujo a la sala de espera. Al cabo de media hora, volvió y nos dijo que el médico no estaba porque tenía la gripe.
Fuimos al hospital de la Seguridad Social y me curaron. Allí, me hicieron desnudar siendo que estaba lleno de tierra y muerto de vergüenza, pues tenía un agujero en mi calcetín de poliéster negro. Me colocaron cientos de cables y todo se llenó de aparatos en mis inmediaciones. Luego, fui sometido a otro tipo de torturas: me hicieron ponerme de pie con los pies juntos y los ojos cerrados, me obligaron a caminar y a correr desnudo, me obligaron a tocarme la nariz con la punta de los dedos muchas veces, varios individuos con batas blancas golpearon mi cuerpo entero con martillos de goma... El rostro del médico demacrado delataba su impotencia ante algo que no entendía nadie. Estábamos agotados y una enfermera menuda me ayudó a vestirme. Ya de madrugada, mi madre apareció; pude escuchar claramente el diagnóstico fatal: - Tiene un tumor no se qué... Me dijeron que me iban a operar, abrirme la tapa de los sesos y extraerme una de esas piedras, imaginé yo. Al día siguiente volvieron a hacerme fotos y a ponerme rulos en el pelo y cables. No me operaron porque se equivocaron lastimosamente; el golpe no había tenido que ver con eso extraño que padecía en forma de torpeza y falta de equilibrio que no eran normales, decían los médicos. Todos se asustaron y empecé a sentir un enigma que se extendió hasta que a los dieciocho años me dijeron que tenía una ataxia de Friedreich. Al volver a clase, vi una cerradura rota en la puerta y así, intuí la lucha que empezaba por una etiqueta. Esta historia es verídica y tuvo lugar en la Primavera de 1975.
EL AMOR DE UNA MADRE ES CAPAZ DE MOVER MONTAÑAS. Por Josep Reaves. (Revista Selecciones del Readers Digest, julio/1998). (Copiada por Miguel-A.). La luz de una solitaria lámpara fluorescente parpadeaba en la sala de beneficencia del Hospital General de Filipinas, proyectando un tétrico juego de sombras en el rostro de César Mata. - Mamá, me voy a morir -susurró el niño. - No, Tetal, te vas a poner bien -repuso su madre, Erma, y le acarició la frente. Ella y su marido, César, habían gastado todo lo que tenían a fin de conseguir ayuda médica para su hijo, quien padecía una enfermedad incurable que estaba acabando con él. César, de casi nueve años, pesaba apenas 13,5 kilos y medía 97 centímetros. Los médicos no le auguraban más que unos cuantos años de vida, pero habían aconsejado a sus padres llevarle a Estados Unidos, donde podrían atenderlo mejor. El problema era difícil, pues los Mata no disponían de medios para trasladarle allí. Así pues, mientras su hijo se quedaba dormido esa calurosa noche de junio de 1983, en Manila, Erma tuvo una idea: le escribiría al presidente Ronald Reagan, de quien le habían dicho que era un hombre bueno. Sin duda él podrá ayudarnos pensó. Sólo una profunda desesperación podía llevar a esta madre campesina a pensar en semejante solución, pero Erma no era una mujer que se diera por vencida fácilmente. Señales de alarma: A diferencia de su hermano mayor, Don, el pequeño César siempre había sido bajo de estatura para su edad. Su abultado vientre no guardaba proporción con sus delgados brazos y piernas, y a veces tenía dificultades para orinar. No obstante, jamás se quejaba: al igual que su madre, era sereno y tenaz. Entonces, poco después de cumplir cuatro años, en 1978, empezó a mostrar una palidez extrema. - Tienen que llevarlo de inmediato a un hospital de Manila -le dijo un médico a la señora Mata. Esa noche, cuando le dio la noticia a su marido, Erma se echó a llorar. No tenían más que ocho pesos (menos de 150 pesetas) y vivían a unos 340 kilómetros al sudeste de la capital. Aunque casi todos sus familiares eran tan pobres como ellos, la abuela de Erma les dio un lechón para que lo vendieran, y una tía los ayudó con unos pesos que había ahorrado. Luego un tío llevó a César y a sus padres a Manila en un camión prestado. Los médicos del Hospital General de Filipinas descubrieron que el niño padecía talasemia, una grave anemia hereditaria debida a un trastorno en la producción de hemoglobina. Erma no entendió ninguno de estos tecnicismos, pero sí lo que aquéllos dijeron en seguida: - Lo único que podemos hacer por su hijo es transfundirle sangre cada vez que su concentración de hemoglobina disminuya demasiado y su vida peligre -le dijeron. Le advirtieron además que habría complicaciones. Debido a la frecuencia de las transfusiones, el hierro, elemento esencial para la formación de hemoglobina, se acumularía en el organismo de César, lo que retardaría su crecimiento y a la larga le dañaría el corazón, el hígado y el sistema endocrino. En esa época, los enfermos de talasemia rara vez vivían más de 20 años. Podría ser mi hijo: Para Erma, quien provenía de una familia de 12 hermanos, ser pobre no era una excusa para no actuar. De niña fue una buena estudiante, y desde entonces había desarrollado un tesón que la hacía luchar incansablemente por tener una vida mejor. La enfermedad de César iba a ser su prueba de fuego. Durante varios años, y a intervalos de entre 6 y 12 semanas, ella y su hijo hicieron el largo viaje de ida y vuelta a Manila para que él recibiera las vitales transfusiones. Erma tuvo que tragarse el orgullo y pedir que le regalaran billetes de tren y de autobús. Con súplicas a un secretario del palacio presidencial consiguió una tarjeta que le permitía solicitar pruebas de laboratorio gratuitas para César en los hospitales del gobierno. Erma tocó puertas e hizo cola muchas veces hasta que un redactor del diario The Manila Bulletin, conmovido al enterarse de su historia, escribió en un artículo publicado el 15 de junio de 1979: "César ni siquiera sabe que la muerte acecha cada vez más cerca, y al parecer no por mucho tiempo podrá seguir escapando de ella". Podría ser mi hijo, pensó Cheche Lázaro, una celebridad de la televisión, cuando vio la foto del niño en el periódico. A partir de entonces empezó a visitarle en el hospital. Le llevaba regalos y ayudaba a su madre con los gastos. El señor Mata, quien no había podido hallar un buen trabajo, se enteró de que una empresa de Arabia Saudí estaba contratando mecánicos. Erma le suplicó que aceptara el empleo. Al principio él rehusó hacerlo, pero después de varios días de discutir y de hacerle comprender que sólo así podría ayudar a su familia, accedió y en 1981 salió del país. Carta a Reagan: Dos años después, la enfermedad de César se agravó. Debido a una hiperfunción, su bazo estaba eliminando más glóbulos rojos de lo normal. Los médicos del Hospital General consideraron la posibilidad de extirpárselo, pero desistieron porque el niño estaba demasiado débil. Fue en ese instante cuando Erma, al ver a su hijo postrado en cama, decidió enviar una carta a la Casa Blanca a fin de que allí conocieran el triste pasado de su hijo, su incierto futuro y la desesperación de la familia. "Por favor, ayuden a mi hijo a vivir más tiempo", escribió. Además de dirigir saludos al presidente, adjuntó una foto de César y su expediente médico, y remitió la carta a Nancy Reagan. El sistema de seguimiento de correspondencia de la Casa Blanca mandó la carta al Instituto Nacional de Salud (INS) con la petición de que dieran una "respuesta directa". Seis semanas después, Erma recibió una alentadora carta del doctor Claude Lenfant, director del Instituto Nacional de Cardiología, Neumología y Hematología, del INS, en la cual la comunicó que sus colegas estaban realizando investigaciones sobre la talasemia. Aunque el tratamiento con un fármaco llamado Desferal no curaba el trastorno ni eliminaba la necesidad de las transfusiones, podía reducir la concentración de hierro en la sangre y prevenir así el consecuente daño a órganos vitales, lo que por lo general causaba la muerte del enfermo. Sin embargo, el doctor Lenfant también la puso al tanto de la cruda realidad: el tratamiento costaba unas 600.000 pesetas al año y los pacientes tenían que acudir una vez al año al INS en Maryland, para que les practicaran análisis de sangre y biopsias. La señora Mata se propuso encontrar la manera de llevar a su hijo a Estados Unidos. Palabras de aliento: A finales de 1993, diez años después de haberle escrito a Reagan, Erma recibió una carta del doctor Arthur Nienhuis, uno de los más eminentes expertos en talasemia del mundo, quien, cuando trabajaba en el INS, le había escrito a menudo para mantenerla al tanto de los estudios más recientes. Le habían nombrado director del Hospital de Investigaciones Pediátricas Saint Jude, en Memphis Tennessee), que podría atender gratuitamente al muchacho y proporcionarle alojamiento en la ciudad, así como transporte aéreo dentro del país. Erma sólo tenía que llevar a su hijo a cualquier ciudad de los Estados Unidos y el hospital se encargaría del resto. La señora Mata recurrió con renovadas esperanzas a Cheche Lázaro, quien le consiguió billetes de avión gratuitos. En el verano de 1994, madre e hijo por fin llegaron a los Estados Unidos. César, que entonces tenía casi 20 años y medía poco más de 1,20 metros, no cabía en sí de alegría cuando entró en el hospital acompañado de su madre. Después de someterse a una serie de pruebas, se trasladó de nuevo a Los Ángeles a comenzar el tratamiento. Los médicos le extirparon el bazo y la vesícula biliar a fin de disminuir la pérdida de glóbulos rojos y hacer las transfusiones con menos frecuencia. El doctor Robinson Baron, presidente de la Sociedad Médica Filipina del Sur de California, realizó la operación sin cobrar honorarios. Unos residentes filipinos, impresionados por el valor del muchacho y el amor de su madre, les ofrecieron ayuda y mantuvieron informados de la recuperación de César a los asistentes de los Reagan. Cierto día Erma recibió notificación por teléfono de que el ex presidente y su esposa querían reunirse con ella, su hijo y el doctor Baron. - ¡Vamos a conocer al presidente Reagan! -exclamó con alborozo-. ¡No puedo creerlo!. El encuentro se realizó en la oficina de Reagan en California, quien les dio la bienvenida en la puerta. Embargada de emoción, Erma recordó aquella noche, hacía ya tantos años, en que pensó en pedirle ayuda a ese influyente hombre. Poco después César fue trasladado nuevamente al Hospital Saint Jude, donde le sometieron a una rigurosa terapia para eliminar de su organismo el peligroso hierro sobrante que había acumulado tras muchos años de transfusiones. Un equipo de endocrinólogos le prescribió una dieta especial para aliviarle de los trastornos hormonales que padecía. En la actualidad César mide 1,55 metros de estatura, 30 centímetros más que cuando empezó el tratamiento. Él mismo se administra casi todos sus medicamentos en casa, en Filipinas, y no ha necesitado ninguna transfusión desde que le extirparon el bazo, en 1994. Asiste a una universidad en Legazpi, capital provincial situada a pocos kilómetros de donde vive. "Me gustaría estudiar la enfermedad que sufro", dice César, quien quiere ser investigador médico. "Así podría agradecerlo a todos los que me han ayudado". La primera vez que él y su madre fueron al Hospital Saint Jude, las enfermeras les regalaron unas sudaderas que tenían impreso su lema oficial: "Nunca te rindas". Y éstas son justamente las palabras que han impulsado a Erma Mata toda su vida.
6- UN ÁNGEL DE PASO - MI HIJA NOS ENSEÑÓ QUE LA VIDA ES PARA VIVIRLA. Por Jean Cleaver copiado de la revista Readers Digest, agosto de 1998, por Miguel-A.).Sarah vino al mundo en junio de 1985. Cuando el médico me la puso en el vientre, Brian y yo lloramos de alegría. La vida nos había sonreído: Brian ganaba un buen sueldo en su trabajo de contable y pensábamos construir una nueva casa. Teníamos ya dos hermosos hijos varones -Brad, de tres años, y Michael, de año y medio-, y por fin nos nacía la niña que tanto deseábamos. Pero no tardamos en advertir que algo andaba mal. Sarah siempre tenía hambre, y yo me veía obligada a darle de comer cada media hora. A los cinco meses empecé a darle alimento sólido, y ella lo devoraba, pero era evidente que no lo digería bien. Según el médico familiar, iba aumentando de peso a buen ritmo, pero su estatura se encontraba un tres por ciento más baja para su edad, señal de que no estaba creciendo como debía. La pediatra le hizo pruebas para determinar si padecía cretinismo o síndrome de Turner, males que se caracterizan por un desarrollo lento, pero los resultados fueron negativos. Una mañana, a los pocos meses, besé a Sarah en la cabeza y noté un sabor a sal. Cuando la llevé al examen médico del primer año de edad, se lo dije a la pediatra. - ¡Ah! -exclamó ésta, y añadió que el sudor excesivamente salado es síntoma de fibrosis quística. Nos envió sin tardanza al hospital para que le hicieran la prueba para su diagnóstico. Más tarde, con el estómago revuelto, llamé por teléfono a la doctora para que me diera el resultado, y ella pronunció las palabras que nos cambiaron la vida de manera irrevocable: - Su hija tiene fibrosis quística. Cuando colgué, me quedé mirando a mi pequeña, que gateaba en la alfombra con sus brazos y piernas regordetes. Los ojos azules le brillaban y tenía las mejillas sonrosadas. ¿Cuánto tiempo la tendremos con nosotros?, me pregunté, y me eché a llorar. Por lo que había leído, sabía que la fibrosis quística es una enfermedad terminal, y que la mayoría de los enfermos no llegan a la edad adulta. Las secreciones del páncreas son demasiado viscosas e impiden a las enzimas digestivas de esta glándula llegar a su destino. Un moco espeso obstruye los bronquios, los pulmones sufren constantes infecciones y las glándulas sudoríparas producen cuatro veces la cantidad normal de sal. Brian y yo telefoneamos a la Asociación de Fibrosis Quística, y fue un consuelo enterarnos de que buena parte de lo que yo había leído era obsoleto. Un representante nos dijo que el diagnóstico oportuno y los tratamientos modernos habían elevado la expectativa de vida de la mayoría de los enfermos a más de 20 años. Además, los investigadores constantemente mejoran los tratamientos y buscan la cura de la enfermedad. Estas noticias nos infundieron un poco de esperanza. Lo que no nos dijeron es que la atención de un enfermo de fibrosis quística es sumamente pesada. A Sarah había que darle todas las mañanas antibióticos y vitaminas para prevenir las infecciones pulmonares, así como enzimas en polvo para mejorar la digestión. Para despejarle las vías respiratorias le dábamos a inhalar Ventolin dos veces al día, y a cada inhalación seguía media hora de fisioterapia para que expulsara las flemas. Yo me ocupaba de la fisioterapia: le golpeaba el pecho, la espalda y los costados, y luego le metía en la garganta un palito para obligarla a toser. Ella no dejaba de retorcerse ni de gritar hasta que terminaba el procedimiento. Brian y yo no teníamos tiempo para la autocompasión. Él a menudo trabajaba hasta altas horas de la noche, y yo estudiaba física varias horas para poder dar clase una vez que los niños entraran en el colegio. Por hacer malabarismos para cumplir nuestras obligaciones, empezamos a descuidar nuestra relación. Cuando estábamos recién casados solíamos hablar de las cosas que nos preocupaban, pero en aquellos días rehuíamos el asunto a toda costa. Rara vez pasábamos un rato a solas, y hasta dejamos de celebrar nuestro aniversario. Cuando la niña empezó a ir al colegio, el tratamiento parecía estar dando resultados. Su estatura se encontraba ya dentro del 50 por ciento más alto para su edad. En nuestras visitas trimestrales a la clínica de fibrosis quística, medían su función pulmonar, que en esa época era del 130 por ciento, muy superior a la media. Sarah se hizo famosa en el barrio por juguetona y traviesa. Cuando salía a montar en bicicleta con sus hermanos, se ponía a cantar a voz en grito "You Are My Sunshine" ("Eres mi sol") para avergonzarles. También le encantaba construir ciudades con cajas de cartón en el cuarto de estar. Sus profesores a menudo elogiaban su inteligencia, y la colocaron en una clase de niños destacados. También era compasiva. Una tarde estaba muy molesta porque algunas de sus compañeras habían ofendido a una niña. Me llevé una sorpresa al oírla decir que sentía lástima de las niñas que se habían comportado así. - Sus padres no les han enseñado lo que es correcto -agregó. Un día en que le hacía yo la fisioterapia, me miró a los ojos y me dijo: - Mamá, Dios debe de odiarme. - ¿Por qué, mi vida? - Porque me hizo con fibrosis quística. Me quedé consternada. Yo misma había luchado muchas veces con ese pensamiento, pero suponía que Sarah era demasiado pequeña para que le pasara por la cabeza. De pronto me sentí enfurecida de que el destino pudiera ser tan cruel. ¿Por qué una inocente de cinco años tiene que llevar la carga de semejantes ideas?, pensé. Conteniendo las emociones, intenté darle una respuesta a la vez consoladora y realista. - Dios nos da cosas buenas y malas -le dije-. Brad tiene pecas, y yo, el pelo rojo; algunas personas están ciegas, y otras, paralíticas. Lo malo que a ti te ha tocado es la fibrosis quística, pero es también lo que te hace especial. Afortunadamente aceptó mis palabras. - Prefiero tener fibrosis quística a no poder caminar-dijo. Había alguien con quien Sarah tenía constantes diferencias: su hermano Michael, que estaba resentido de que ella se llevara la máxima atención de la familia. La molestaba a menudo, y ella respondía con palabras virulentas. En cierta ocasión, él salió de una habitación dando un portazo y gritando: - ¡Ojalá estuviera enfermo! Poco después de que la niña cumpliera siete años la llevé a la clínica para la revisión de costumbre. Su función pulmonar había disminuido al 110 por ciento. - Tiene una leve infección en los pulmones -explicó el doctor Lou Landau, neumólogo, y le prescribió antibióticos. Al ver que no mejoraba mucho, Landau mandó analizar el esputo para identificar el agente infeccioso. Resultó ser una rara bacteria resistente a los antibióticos (Pseudomonas cepacia), pero el sistema inmunitario de la niña fue lo bastante fuerte como para acabar con ella. A principios de 1994, Sarah fue dama de honor en la boda de una prima. Al verla desfilar por el pasillo de la iglesia se me hizo un nudo en la garganta. Llevaba un vestido de satén blanco adornado con un cinturón verde jade, el pelo recogido en un moño trenzado, y un poco de maquillaje. Por un momento me la figuré vestida de novia. Mereces una vida larga y feliz, pensé. Su función pulmonar siguió mermando, y en febrero de 1995 ya estaba por debajo del 95 por ciento. Antes infatigable, Sarah empezó a jadear cuando patinaba o jugaba al baloncesto. Aun así, me hice el propósito de ser optimista. Me dije que, si me seguía ocupando religiosamente de darle el tratamiento, se pondría bien. A través del contacto que tenía por Internet con las familias de otros enfermos, sabía que había mil casos peores que el nuestro. A principios de junio, a Michael se le cumplió el deseo de enfermar: le operaron de apendicitis. Le bastó una noche en el hospital para comprender que no es ninguna diversión. Ése fue el comienzo del proceso por el que tuvo que pasar para entender el sufrimiento de su hermana. Una vez restablecido, dejó de molestarla y se volvió más cariñoso. Sarah estaba decidida a ser normal. En agosto, cuando su función pulmonar estaba al 75 por ciento, insistió en participar en una carrera en el festival de atletismo de su colegio. Me llevé un susto espantoso al verla desmayarse a la mitad del recorrido. La levanté, la llevé a la sombra de un árbol y le di Ventolin. Sarah y yo estábamos juntas casi todo el tiempo. La fisioterapia y la medicación nos llevaban ya cuatro horas al día, y también dábamos largas caminatas para fortalecerle los pulmones. Su compañía no me cansaba nunca. Me encantaba el olor de su pelo y su sentido del humor. Con ella charlaba más a gusto que con la mayoría de los adultos, y no tenía problema en declinar invitaciones a almorzar por quedarme con ella. Había llegado a ser mi mejor amiga. Una tarde de finales de enero de 1996, cuando subíamos una cuesta, Sarah se detuvo a la mitad. Tenía la cara enrojecida y resoplaba más que de costumbre. - Estoy muy cansada-dijo. Para poder llevarla a casa la hice subirse a mi espalda. Días después, en la clínica, nos dijeron que su función pulmonar había disminuido al 30 por ciento y que había que hospitalizarla otra vez. Al volver a casa se sentó en la mesa de la cocina y se echó a llorar. Habían pasado apenas dos días del nuevo curso escolar, y por primera vez se sentía distinta de sus compañeros. A la hora del recreo, el cansancio la obligaba a quedarse sentada en la biblioteca. - Mamá -me dijo-, yo sólo quiero estar sana. La abracé y me obligué a sonreír. - Ya verás cómo pronto te alivias- le aseguré, pero en mi interior estaba deshecha. Cuando se fue a acostar, Brian y yo nos quedamos viendo la televisión en silencio. Los dos estábamos desesperadamente necesitados de consuelo, pero nos habíamos separado tanto, que ya no sabíamos pedírnoslo ni dárnoslo. Abatida y desdichada, me fui a acostar sola. Sarah ingresó en el hospital el 2 de febrero, aquejada de una infección pulmonar. Empezaron a administrarle los antibióticos de costumbre, así como oxígeno para ayudarla a respirar. Como los tubos de venoclisis se tapaban, los médicos le colocaron un catéter permanente debajo de la piel del costado derecho. En la misma operación le drenaron los pulmones y determinaron así la causa de la infección. - Es Pseudomonas cepacia -nos dijo el profesor Landau. Había recaído en la misma infección de hacía tres años. Como al cabo de seis semanas de tratamiento no mejoraba, Landau nos explicó que su estado era grave. Tenía fiebre alta, indicio de que la infección se había extendido a la sangre. Por increíble que parezca, ella seguía con el ánimo incólume. Se paseaba a todo correr en patinete por los pasillos, acompañada de su osito de peluche, que iba en un cesto. Una tarde, Brian y yo íbamos a reunirnos con los médicos cuando, por impulso, le cogí del brazo. - Te quiero mucho -le dije-. Eres un marido y un padre maravilloso. Hacía años que no le. hablaba con tanta franqueza, y la emoción hizo que se nos arrasaran los ojos y nos abrazáramos. Fue el principio de un nuevo entendimiento. Acordamos darnos apoyo y no volver a ocultar nuestros sentimientos. El 25 de marzo hubo que aumentarle el volumen de oxígeno a Sarah. Esa misma tarde me dijo - Mamá, hace siglos que no nos damos un abrazo. Con cuidado de que no se soltaran los tubos intravenosos, alcé a mi niña, de 30 kilos, me la coloqué en el regazo, apoyando su cabeza en mi pecho, y me puse a mecerla como si fuera un bebé. Tenía el presentimiento de que ése era uno de nuestros últimos abrazos, y cerré los párpados con fuerza para que no me viera llorar. En el curso de cinco días, la función pulmonar de Sarah fue disminuyendo hasta llegar a menos del 27 por ciento. Respiraba cada vez con más dificultad y casi no dormía. Brian y yo intentábamos conservar la esperanza, pero aquella madrugada en que fue a llamarme a la residencia, comprendimos que ya no le quedaba mucho tiempo. En lugar de chispa, en sus ojos había miedo y dolor. La angustia me agobiaba. Era mi deber cuidarla y protegerla de todo mal; pero no había podido contra su enfermedad, y sentía que le había fallado. - Lo más que podemos hacer ahora es paliar su sufrimiento -nos dijo Landau. Para ello le iban a administrar morfina. El narcótico le produciría la ilusión de que podía respirar bien y suprimiría el reflejo de la tos. Brian y yo sabíamos lo que realmente quería decir. El final estaba cerca. Cuando la droga surtió efecto, nos recostamos a su lado y durante un día y medio, en los ratos en que salía de su sopor, la abrazábamos y le alisábamos el pelo. En una ocasión despertó y me vio llorando. - ¿Por qué estás triste? -me preguntó-. Yo me siento de maravilla. Le dijimos que iba a tener los pulmones sanos otra vez y podría montar en bicicleta. Luego nos pusimos a cantar su canción preferida, y ella se nos unió con voz débil: - Eres mi sol, / mi único sol. / Me haces feliz / cuando el cielo está gris. / Nunca sabrás, mi amor, / cuánto te quiero. / Por favor, no me quites mi sol. El 2 de abril, alrededor de la una de la tarde, su respiración se hizo todavía más lenta. Brian y Brad la tenían cogida de las manos, mientras que yo consolaba a Michael. - Mi cielo, está bien que descanses -le dijo mi marido. Sarah murió a las 2:45 de la tarde. Miré hacia arriba a través de las lágrimas y me despedí de ella. En los días siguientes, el periódico publicó más de 40 notas de condolencia de amigos, parientes y el personal del hospital. Una de ellas decía que Sarah era un ángel que el cielo nos había prestado. Han pasado ya dos años desde que se fue nuestro ángel, y a veces sentimos todavía que no nos recobraremos jamás. Aún evito ir a las tiendas donde le compraba la ropa, y los ojos se me arrasan cuando veo a sus amigas. Las dos últimas Navidades no aguanté que nos quedáramos en casa, así que salimos. El recuerdo de mi niña cantando villancicos y haciendo adornos para el árbol me era insoportable. Algo que nos hace la pena más llevadera es la certeza de que nos enseñó una mejor manera de vivir. Hoy nos parecen triviales esas cosas que antes nos obsesionaban, como ahorrar dinero o aprobar los exámenes. Aprendimos que nada importa más que cultivar las relaciones, en especial con la familia. Meses después de su muerte, en una ceremonia religiosa, me invadió un sentimiento de profunda paz, y la convicción de saber que mi Sarah estaba libre de todo dolor. Sé feliz mi sol, le dije en mis adentros, y respira sin ningún miedo.
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