Psicoanálisis o psicoterapias de
tiempo limitado, una opción perversa
Oscar Sotolano
RESUMEN
El texto parte de ubicar el contexto histórico de producción en que se desarrolló el psicoanálisis algunas discusiones clásicas sobre psicoanálisis o psicoterapias y el problema del encuadre y el tiempo. En el contexto actual, plantea como acuciante intentar responder a esta pregunta: ¿qué hacer cuando el que instituye el encuadre no es el saber y entender de un analista sino la estricta normativa de un sistema de salud que se rige por un criterio de lucro o, por lo menos, de recorte de gastos?
Lo
plantea desde las experiencia en Buenos Aires y de la observación
de las tendencias en políticas en salud, para las cuales, las
discusiones sobre el tiempo, la frecuencia, los modos de entender
el diagnóstico y la clínica según los parámetros del DSM4, no
son definidos por los obstáculos o éxitos que la propia práctica
pueda encontrar en la aplicación de un método, sino a las
exigencias de empresarios, y los terapeutas se irán lenta e
imperceptiblemente asimilando a las condiciones impuestas
considerándolas naturales. Esta cuestión: la de dar por lógicamente
natural lo que es una imposición social, es otro eje que el
texto pretende poner en debate
Plantea
que muchas discusiones actuales sobre clínica y técnica no son
otra cosa que racionalizaciones (no razones) que intentan
permitirnos sobrevivir como terapeutas en las condiciones de la lógica
del costo-beneficio.
Ubicándose
en las complejidad de la constitución del aparato psíquico
destaca como
un despropósito
suponer que en un tiempo predeterminado y siempre
breve se puedan recomponer las vías representacionales que han
culminado en tal o cual destino sintomático o caracterológico
Partiendo del carácter atemporal del inconsciente objeta la posibilidad de imponerle por decreto los ritmos de los procesos secundarios. En ese contexto ubica el tema del número de sesiones.
Plantea
que el voluntarismo sugestivo es uno de los modos en que los
terapeutas a veces respondemos a encuadres que nos encierran en
una paradoja con formas clásicamente renegatorias.
Postula
que desde un punto de vista, casi descriptivo, todo análisis es
una sucesión y un entrecruzamiento de terapias de objetivos
limitados que se recontratan implícitamente de sesión en sesión.
Lo central es que esa decisión provenga de la marcha misma del
proceso. Base sobre la que sostiene que optar entre una u otra es,
en las actuales condiciones, impropio, y su consecuencia son una
serie de reacciones y actitudes terapéuticas que más que
contratransferenciales habría que llamar antitransferenciales.
Psicoanálisis o psicoterapias de tiempo limitado, una opción
perversa
Oscar
Sotolano
La
invención del psicoanálisis, fundada en el descubrimiento y
exploración del inconsciente, se produjo en un momento de auge
de la profesión liberal. Esta contextualización de carácter
sociológico puede pecar de obvia, pero me resulta imprescindible
para tratar de ir desarrollando lo que sigue.
En
efecto, el psicoanálisis es hijo de una época donde el
capitalismo en ascenso todavía brindaba un espacio a las prácticas
médicas libres. Los médicos, como los viejos artesanos de la
sociedad preindustrial, constituían sus corporaciones. Allí
discutían ciencia y, por supuesto, también poder, aunque éste
se restringiera a un prestigio que se asociaba mucho con la
participación en las Universidades y Academias en calidad de
"Profesor". Pero a pesar de los intereses de pequeña
política o inocentes vanidades que pudieran desplegarse en sus cónclaves,
la ciencia tenía un espacio de confrontación entre pares
relativamente autónomos que se sostenía en la también relativa
independencia de su trabajo. El psicoanálisis se desarrolló en
ese clima. Fue en su seno que se constituyó en una práctica
social en la que confluyeron médicos y no médicos instaurando
un espacio propio de intercambio.
La
terapia analítica, ese acuerdo mutuo e independiente entre dos
sujetos que se comprometen a cumplir un "contrato" que
no está respaldado por otra cosa que el peso de la palabra
propia, supone sujetos autónomos que se hacen cargo de sí
mismos. Sujetos que en tanto libres de una contractualidad
formalizada externa deberán lidiar con los avatares de su sujeción
inconsciente. Esta práctica, este contrato entre partes, sólo
se hace factible en el interior de una red social que libera a
los sujetos de ataduras excesivamente restrictivas. Quizás por
ello es que su primer desarrollo se produjo en el seno de la
burguesía vienesa primero, y alemana, inglesa o norteamericana
después. Y es como consecuencia de este mismo hecho que algunos
psicoanalistas hoy en día objetan la viabilidad del psicoanálisis
cuando son los sistemas sociales de salud los que se hacen cargo
de sus costos, respaldándose en aquella mención de Freud cuando
comentaba que si bien dedicaba algunas horas a atender gratis a
pacientes, era frecuente que encontrase resistencias generadas
por esa misma práctica -lo que supone creer que en los países
en los que la salud es cubierta por el Estado, los beneficiarios
no la pagan a través de los descuentos que sufren sus salarios-.
El
contrato analítico, que supone la aceptación de un encuadre
donde se desplegará la libre asociación del paciente sobre el
fondo de la atención libremente flotante del analista, exige esa
autonomía relativa que permite a un ser humano decidir si quiere
o puede confiar en otro desconocido. No en vano, cuál es el
verdadero alcance de un psicoanálisis con niños o con psicóticos
ha sido puesto en caución por algunos analistas que opinan que
en tanto alguien es traído por otro, aunque pueda beneficiarse
con una psicoterapia, no será, en sentido estricto, un sujeto en
análisis.[1]
Es
en ese contexto contractual (no me parece pertinente aquí
desarrollar las distintas ideas que sobre el encuadre existen)
que el descubrimiento analítico se fue desplegando, pasando de
una época -por momentos idealizada- de 5 o hasta seis sesiones
semanales a una realidad actual donde los procesos terapéuticos
transcurren en espacios de una vez por semana y en tiempos
acotados, que muchos nos ofrecen como ideales.
Amparándose
en el legítimo deseo de llegar a beneficiar a la mayor cantidad
de gente posible, su práctica se fue adaptando a las condiciones
reales de los pacientes (es decir, se fue resignando a una economía
cada vez más precaria). En el seno de esta modificación se
fueron produciendo las ya clásicas aunque no por ello saldadas
discusiones acerca de las diferencias entre psicoanálisis y
psicoterapia, donde mientras una nos enceguecía con sus
destellos dorados, la otra nos menoscababa con su mediocridad
cobriza. Desde la terapias activas de Ferenczi, en adelante, este
anhelo funcionó como representación meta.
Hoy,
algunas de aquellas discusiones fueron resueltas por la
experiencia: análisis de más de una década, a un promedio de 4
o 5 veces por semana, con analistas incuestionables, no han
garantizado siempre por ello mejores destinos mentales que otros
resignados a tratamientos más breves y menos asiduos. Y aunque
las comparaciones sean imposibles desde el punto de vista de los
resultados porque suponen cotejar sujetos diferentes, no por ello
nos eximen de la obligación de no optar entre los extremos que
encarnan: un encuadrismo canónico, en un polo, y un "todo
vale" pragmático en el otro. La productividad de un análisis
no está subordinada a encuadres estipulados por reglamento, ni
puede dejarse librada a un libre albedrío ecléctico o emocional.
Es
que si el objeto del psicoanálisis es el inconsciente, su práctica
compromete a sujetos sociales singulares caracterizados por
funcionamientos mentales específicos donde conviven conflictos
de distinto nivel: conscientes, preconscientes e inconscientes o
relativos al Yo, Ello y Superyó con sus correspondientes o
eventuales clivajes horizontales y verticales definidos según
parámetros que tendrán en la transferencia su modulador
principal. En este sentido, la decisión de un análisis debería
ser definida de acuerdo a los niveles de conflicto en juego, y
cuando digo decisión de un análisis me refiero no sólo a si se
indica psicoanálisis u otra cosa, sino también en qué momentos
de un proceso terapéutico se puede hacer psicoanálisis y en
cuales no. Hoy me parece -a muchos nos parece- que uno no hace
siempre psicoanálisis; escuchar a un paciente incluye también
escuchar cuando no está dispuesto o no puede analizarse, esto es
parte del proceso del análisis mismo. Ahora bien, este tema, que
aquí apenas esbozo, si bien debe ser tenido en cuenta para lo
que sigue, no pretende ser su eje.
En
efecto, hay pacientes que pueden estar dispuestos a experiencias
breves o al menos no querer remover sus conflictos más allá de
ciertos límites y esto es muy atendible. Pero el problema al que
quiero referirme aquí es otro, a mi parecer mucho más acuciante:
¿qué hacer cuando el que instituye el encuadre no es el
saber y entender de un analista sino la estricta normativa de un
sistema de salud que se rige por un criterio de lucro o, por lo
menos, de recorte de gastos?
Planteo
esto porque, al menos en Buenos Aires es así, y viendo las
condiciones mundiales de imposición de políticas en salud no es
difícil deducir que en toda Latinoamérica debe ser más o menos
igual, las discusiones sobre el tiempo, la frecuencia, los modos
de entender el diagnóstico y la clínica según los parámetros
del DSM4, no son definidos por los obstáculos o éxitos que la
propia práctica pueda encontrar en la aplicación de un método,
lo que obliga a la rediscusión y confrontación permanente de
sus instrumentos teóricos y técnicos, sino a las exigencias de
empresarios advenidos prestadores de salud, cuyo único criterio
ético está sostenido por los balances de rentabilidad anual.
Esta
cuestión involucra toda la salud en general (tanto la pública
como la privada), pero en el campo de lo psi. toma dimensiones de
escándalo. A nadie se le ocurriría (por lo menos todavía no -ignoramos
qué nueva perversidad nos puede estar esperando a la vuelta de
la esquina-) exigirle a un cirujano que opere en una hora y que
en el caso de no terminar en ese lapso haga salir al paciente del
quirófano con el intestino entre las manos, o a una señora que
no logra dar a luz en un tiempo prefijado que convenza a su cría
de que posponga su decisión de venir al mundo hasta un momento
con menor concentración de parturientas. Nadie (¿nadie?)
propondría esto. Sin embargo, en el esquema de prestaciones en
salud mental cada vez más monopolizada por instituciones de
distintas características, resulta habitual que los conflictos
psíquicos de alguien tengan predefinido el tiempo necesario de
atención. Que se trate de una psicosis, una neurosis obsesiva,
una depresión de tipo reactivo, una neurosis traumática, una
crisis de angustia o un hoy tan de moda ataque de pánico, entrará
en el rasero de las 20 o 30 sesiones con posible extensión a
otras 10, previo informes profesionales que justifiquen -según
la óptica de los especialistas en microeconomía- tamaño
despilfarro de recursos. Pues si no se pudo hacer nada en el
tiempo asignado rondará la sospecha de que algo debe haber sido
mal hecho y el terapeuta que querría pensar como analista teme
quedarse sin trabajo, con lo cual lenta e imperceptiblemente se
va asimilando a las condiciones impuestas considerándolas
naturales. Esta cuestión: la de dar por lógicamente natural
lo que es una imposición social, es el centro de lo que
quiero poner en debate.
En
efecto, me parece que hoy por hoy muchas discusiones
aparentemente teóricas sobre clínica y técnica no son otra
cosa que racionalizaciones (no razones) que intentan permitirnos
sobrevivir como terapeutas en las condiciones de la lógica del
costo-beneficio. El informe de Banco Mundial, Informe sobre el
Desarrollo Mundial 1993. Invertir en salud, un texto que
combina una retórica humanista plagada de preocupación por los
pobres con propuestas que no sería exagerado llamar genocidas,
es una clara manifestación de esta lógica. En la página 10,
cuando plantea la importancia de jerarquizar lo que llama
servicios esenciales, afirma "Muchos servicios de salud
tienen niveles tan bajos en función de los costos que los
gobiernos tendrán que considerar la posibilidad de su exclusión
de los servicios clínicos esenciales. En los países de
ingreso bajo cabría citar entre los servicios a excluir los
siguientes: la cirugía cardíaca, el tratamiento (distinto
del alivio del dolor) de los cánceres de estómago, hígado y
pulmón, de alta legalidad; las quimioterapia costosas en casos
de infección con el VIH, y los cuidados intensivos de niños muy
prematuros. Es difícil justicar el uso de fondos públicos
para esos tratamientos médicos cuando al mismo tiempo hay
servicios mucho más eficaces en función de los costos que
benefician sobre todo a los pobres y están insuficientemente
financiados"[2] Parece que sí pueden
haber quienes imaginen personas saliendo del quirófano con sus
intestinos entre las manos, y que, además, nos explicarán que
no hay nada más ventajoso que un intestino expuesto.
Este
es, hoy por hoy, el contexto histórico-económico social de
producción de nuestra incipiente ciencia. Ya no es más el del
profesional liberal, el de un sistema que en su momento de
ascenso albergaba el bien social como una meta -aunque ignorase
la contradicción antagónica entre el privilegio del lucro
privado y el bien público- sino el de un trabajador intelectual
asalariado, contratado por un consorcio de salud privado, estatal
o mixto, cuyo juramento hipocrático se consumará, en los hechos
y aunque lo ignore, ante la asamblea anual de accionistas; en una
época donde los sujetos han pasado a ser consumidores o escoria.
Creo
que todos los profesionales que trabajan en estas condiciones
pueden reconocerse soportando los múltiples conflictos que esta
situación genera. Y los que todavía gozamos de los
beneficios de una práctica liberal cada vez más marginal difícilmente
podamos desconocer estos hechos salvo a condición de la
utilización de mecanismos decididamente renegatorios. Aún así,
recalcarlo me parece imprescindible, sobre todo si queremos
pensar algunas de sus consecuencias.
En
efecto, el aparato psíquico -uso la denominación de evocaciones
mecanicistas que Freud acuñó- se construye en un largo proceso
signado por inscripciones, trascripciones, represiones primarias
y secundarias, identificaciones multiples que afectan simultáneamente
a distintas instancias en procesos temporales no lineales que se
rigen por una temporalidad retroactiva -"Si la muerte de X.
va a ser traumática o no te lo contesto dentro de unos años",
afirmaba un personaje de un film francés. El aparato psíquico
se construye en el interior de un magma que desde Freud se puede
reconocer como sexual -siempre que no se confunda sexual con
genital- y del cual emergerán las múltiples posibilidades
libinales de un sujeto -desde las marcadas por una astenia mortífera,
pasando por las formas de una sexualidad maníaca y vacía, hasta
las más creativas y gozosas. Ese tejido complejo de relaciones
metabolizadas de modo múltiple y variado que en afán de ser
científicos y formular leyes universales incluimos bajo la
denominación de Complejo de Edipo es un cuerpo vivo que si bien
define sus características en los primeros años de vida se
caracteriza por su constante trabajo de autoproducción, en el
cual se combinan de modo conflictivo -y aún no delimitado con
claridad- lo repetitivo con lo neogenético.
Es
en el interior de estos multi y sobredeterminados -es decir
complejos- procesos, que se constituye, a lo largo de la
cotidianeidad de la existencia, la vida psíquica humana, tanto
la llamada normal como la patológica. En este sentido resulta un
despropósito o una malintencionada mentira suponer que en un
tiempo predeterminado y siempre breve se puedan recomponer
las vías representacionales que han culminado en tal o cual
destino sintomático o caracterológico. No me refiero a un análisis
"completo" -si es que tal cosa pueda existir- sino,
más modestamente, a destrabar algunos de los nudos pulsionales
de nuestros pacientes. Si algo ha demostrado el psicoanálisis es
el carácter atemporal del inconsciente y la pretensión de
imponerle por decreto los ritmos de la temporalidad de los
sistemas secundarios tiene una dimensión de sinsentido. Puede
ocurrir que alguien nos consulte en situaciones de acotamiento
temporal -viajes, migraciones, intervenciones quirúrgicas, etc.-
pero en esos casos la temporalidad externa funcionará como parte
constituyente de los conflictos y no como agregado fruto de una
mala práxis vestida de técnica moderna. Como decía hace años
una paciente internada en una sala del Neuropsiquiátrico para
mujeres de la Ciudad de Buenos Aires, confirmando esa sentencia
que dice que ser loco no implica ser estúpido: "Desde Freud
se sabe que los locos necesitamos tranquilidad, entonces, ¡¿porqué
nos tienen que despertar todos los días a las seis y media de la
mañana, a los gritos, haciendo escándalo, como si nos
estuviesen por atacar los indios?!. Temprano, a los gritos y al
pedo... porque acá dentro no tenemos nada que hacer en todo el día."-
La mala práxis de los hospicios tiene hoy su versión maquillada
en los consultorios "privados" de las prepagas: su
tiempo para ser escuchado termina en un par de meses, se les
informa en un colorido impreso de papel lustroso[3]. Y los
terapeutas nos vemos obligados a construir el apriori de que eso
es posible.... si no, estaríamos confesando que nuestro trabajo
puede ser una ficción. Y me pregunto. ¿cuántas veces será
esto desgraciadamente cierto?
Así es, no todo paciente consulta porque quiere analizarse, más bien consulta porque quiere curarse o aliviarse de un padecimiento que lo aqueja, a veces el análisis se presentará como una alternativa posible, otras habrá que crear condiciones mínimas de trabajo; en unas esperará una solución mágica, y en otras arrojará sobre nosotros su escepticismo macerado y denso; confiará, desconfiará, nos dirá que viene porque lo mandan o porque si no su mujer se divorcia o porque se siente culpable de cuanto ocurre en el mundo. Los motivos de consultan son tan variados como personas hay, y que algunas manifestaciones sean agrupables en series de síntomas o conductas con nombre de enfermedad no disminuye en nada esa singularidad que hace de cada sujeto ése en especial y no otro. La exploración de ese mundo de matices exige tiempos que podrán ser más o menos largos, más o menos cortos, pero jamás determinados de antemano. Como ocurre tantas veces en la consulta adolescente, podremos objetar que sea el paciente asignado quien necesite ayuda, a veces tomaremos como más sintomáticas las preocupaciones de los padres que las normales "anormalidades" de los hijos, podremos acordar un tiempo de trabajo que sirva de prueba para paciente y terapeuta, podremos indicar un análisis en toda la línea, o derivar a otro profesional u otro ámbito terapéutico. Lo que resulta un sinsentido es pretender que esto se haga en tiempos estandarizados para auditorías contables.
Decir
esto, no es ninguna novedad, sin embargo sorprende la naturalidad
con que los terapeutas lo tomamos, al igual que tantas otras
cosas. Por ejemplo: el número de sesiones. Se ha hecho tan
natural trabajar una vez por semana que muchos ni se plantean la
posibilidad de hacerlo más seguido, al punto que en el
imaginario colectivo de los pacientes se ha transformado en un
indicador de gravedad: ¡Si el Dr. me dice que tengo que venir
tres veces por semana debe pensar que estoy muy mal!. Ni qué
decir de cuatro o cinco que puede ser tomado como el anuncio de
un diagnóstico terminal. La cantidad de sesiones nunca tuvo que
ver con la gravedad sino con la posibilidad de crear un espacio
continuo donde las posibilidades regresivas que la asociación
libre fomenta pudieran desplegarse y así elaborarse. Es
indudable que no puede ser un criterio para decir que hay o no análisis,
pero lo que también es indudable es que hay una diferencia
cualitativa entre muchas o pocas, que en algunos casos hasta podrá
estar en contradicción con que el paciente se trate de una
manera y no de otra.
Los
criterios de algunas de las llamadas terapias de tiempo limitado
imponen una lógica de pensamiento donde lo singular: habrá
pacientes que será bueno que vengan unas cuantas veces y nada más,
se ha transformado en ley general: todos deben hacerlo así.
Las
condiciones económicas iniciaron este proceso. Pagar un análisis
de muchas sesiones semanales sólo era posible para sectores
acomodados. Pero ahora, lo que era un límite social se ha
transformado en una indicación que pretende exhibir progreso. ¿Acaso
si un analista indica varias sesiones por semana no es tildado
con el sospechoso epíteto de ortodoxo? Y esta falacia ignora el
hecho indiscutible de que si un paciente no puede venir varias
veces por semana no es por ninguna conquista sino por una real pérdida,
la que el empeoramiento general de sus niveles de vida provoca.
Si bien este proceso viene de lejos, si nos atenemos a los últimos
10 años en la Argentina, los primeros interesados en suscribir
esa lógica son los sistemas de salud, para los cuales lo mejor
es lo menos costoso; lo que los autoriza a eximirse de toda
responsabilidad en sostener tratamientos más intensos.
La
lógica se ha hecho tan omniabarcativa que hasta en las consultas
privadas se ha perdido el hábito de indicar la mayor cantidad de
sesiones posibles. Hecha la aclaración de lo que consideramos
lo mejor, podremos luego conversar lo posible, nunca convertir lo
posible en lo mejor.
Desde
esa posición se terminan eludiendo los conflictos y hasta
construyendo una metapsicología que exalte las ventajas de lo
breve. Insisto en que en general sabemos de estas dificultades
pero me preocupa la resignación con que lo tomamos: naturalizar
lo que es una consecuencia de la desigualdad social es una de las
formas en que ésta impone su legalidad letal.
Y
entonces, retomo, ¿muchos tratamientos no correrán el riesgo de
tornarse una ficción? Creo que sí. Creo que el voluntarismo
sugestivo es uno de los modos en que los terapeutas a veces
respondemos a encuadres que nos encierran en una paradoja: si
atendemos al paciente de acuerdo a los cánones que nos exigen,
sentimos que lo mal atendemos, y si nos rebelamos, el paciente se
quedará sin atención.... y nosotros, sin trabajo. Ante lo cual,
la renegación se activa bajo la formula clásica que
desarrollara Octave Mannoni: sé que no lo puedo ayudar pero aún
así lo voy a hacer[4]. Al voluntarismo bien
intencionado le puede seguir, como segunda fase, el voluntarismo
teórico: hay que dar razones metapsicológicas que justifiquen
lo que hacemos.
En
mi opinión el desafío es otro: hay que intentar dar las razones
metapsicológicas que explican por qué hay cosas que no se
pueden hacer. La ruptura del corsé de la paradoja, compromete
dos vías: una, eminentemente política, implica el
reconocimiento de nuestra ya indiscutible condición de trabajadores
intelectuales (remarco trabajadores, no intelectuales) y de los
efectos, consecuencias y compromisos que ello supone; la segunda,
más ligada a nuestro trabajo específico, plantea el rescate
riguroso de los elementos teóricos y experienciales que le dan
sentido al psicoanálisis en tanto método que encierra en el
mismo proceso de investigación su potencia curativa.
Los
pacientes mejoran porque van descubriendo en una experiencia viva
(es decir que compromete lo afectivo de modo privilegiado) los
distintos conflictos y modos transaccionales de resolverlos. La
perlaboración es su centro. No es que el paciente sepa porque el
analista le dijo, se trata de que el paciente vaya sabiendo en
tanto el analista lo ayuda a darse cuenta. En un proceso en el
que no se trata de que el analista ayude a descubrir algo que ya
sabe de antemano, sino que él también descubra con su paciente.
Proceso en el que la sorpresa compartida del
descubrimiento tiene su motor y que se produce no por un
repentino insight cercano a una "iluminación"
sino por el meticuloso trabajo de rescate de la dimensión
profunda y densa de la palabra propia, incluso, y en especial, la
menos destacada.
Esto
se irá haciendo sobre distintas cuestiones y ejes que tendrán
su fuente de luz, su foco, en el interior del propio paciente,
sobre un escenario donde conviven como en el teatro medieval,
distintas escenas. El muchas veces llamado foco no debería ser
otra cosa que la dirección en que las asociaciones del paciente
en transferencia (es decir escuchado por un terapeuta singular)
van orientando, en el trabajo analítico mismo, diversas catexis
de atención.
En
este sentido, el proceso podrá ser detenido en alguna de ellas,
dar por terminada la obra en una escena sin prolongarse en otra,
y así asemejarse a una terapia de objetivo limitado, siempre y
cuando ese objetivo no esté condicionado de antemano sino, lo
repito, determinado por movimientos que sólo reconoceremos de
modo retroactivo en la dinámica transferencial que el proceso
mismo impone.
Desde
ese punto de vista, casi descriptivo, todo análisis es una
sucesión y un entrecruzamiento de terapias de objetivos
limitados que se recontratan implícitamente de sesión en sesión.
Lo central es que esa decisión provenga de la marcha misma del
proceso y no desde una pauta administrativa o de una pseudoteoría
que sirve para darle autoridad a aquella.
Lo
no negociable de un análisis[5] o una terapia analítica
-a los fines de este texto me resultan indistintos los términos
que usemos- es que cumpla con dos requisitos: la regla
fundamental, es decir la de libre asociación, y la de
abstinencia, es decir la que obliga al analista a rehusarse a las
satisfacciones pulsionales directas o subrogadas y a sostener la
propia atención flotante como instrumento de conección empática
con el paciente, lo demás deberá ser puesto en juego en función
de cada situación. Es por estas razones que el forzar la elección
entre psicoanálisis o psicoterapia de objetivo limitados me
parece una falsa opción, el tema es si las opciones terapéuticas
están definidas desde adentro o desde afuera de los procesos.
A
esta altura del desarrollo me enfrento a una objeción de peso:
Si ésta es la situación ¿qué hacer? Porque el panorama que
relato tiene visos de callejón sin salida. Si la paradoja que
formulé antes nos obliga a dar una falsa respuesta, ¿cuáles
son las alternativas? ¿ ellas existen?
No
lo sé. Si bien quiero pensar que sí, por el momento, las que
hallo son pobres.
Hay
cuestiones que difícilmente se resuelvan mientras la salud sea
una mercancía más que se negocia en el libre mercado, sobre
todo cuando la tendencia se exhibe cada vez más siniestra. Basta
si no pensar en la discusión sobre la propiedad privada de la
información genética que plantean las multinacionales de ese
rubro.
Esta
es una cuestión política en la que estamos atrapados, nos guste
o no, y exigirá, por lo menos, que abandonemos de una vez por
todas la ilusión "cientificista" en la posibilidad de
una producción científica independiente de las relaciones
sociales.
En
lo específico de nuestro quehacer, creo que el primer paso es el
reconocimiento de la escala del problema sin tratar de atenuarlo
con placebos teóricos.
Es
indudable que los terapeutas cargamos hoy en día con esta tensión
y tenemos que hacer conscientes y soportar sus efectos en el
trabajo cotidiano: sentimientos legítimos de culpa, insatisfacción,
astenia por impotencia, riesgos de salidas omnipotentes,
identificación con el agresor, pueden ser algunas de las formas
que tiñan nuestra escucha, en una posición donde nuestra
perspectiva tendrá poco que ver con lo que usualmente se
entiende por contratransferencia, aquella que involucra los
fantasmas de nuestros pacientes. Ellos encontrarán muchas veces
a terapeutas que se vuelven intolerantes porque no tienen tiempo
para ser tolerantes. El furor curandis, la ansiedad por
interpretar, la oferta sugestiva de alternativas signadas por el
superyó o el ideal del yo del analista, funcionan al modo de
burdos remedos de una elaboración genuina. Y muchas veces los
terapeutas (impotentizados) terminamos dando señales de irritación
hacia los pacientes cuando estos no se "curan" en los
tiempos previstos. Si en cualquier análisis la atribución a las
resistencias de los pacientes es, cuando no toleramos nuestros límites
o los del método, un riesgo mayor de resistencia por parte de
los terapeutas, ni qué decir de la prevalencia de esta reacción
en aquellos casos en los que, al estar el proceso viciado de
antemano, los fracasos se ciernen inminentes. Más que hablar de
contratransferencia habrá que hablar de antitransferencia.
Meiji,
un humorista argentino, además médico, creó un personaje
paradigmático en el campo de la caricatura médica: el Dr.
Cureta. Con esa capacidad de síntesis que tiene el humor, en un
reducido cuadrito, Meiji lleva lo que vengo diciendo al paroxismo,
no para satirizar a quienes se preocupan honestamente por sus
pacientes sino a los que delinquen contra ellos: En él se ve a
un paciente tirado en una cama en estado penoso; junto a él, se
lo ve al Dr. Cureta que, mientras blande pilones de facturas, lo
increpa enojado: "Sepa señor que he iniciado acciones
legales por daños y perjuicios contra usted. No puede ser que
después de todo lo que yo he invertido en su cura usted no tenga
la mínima consideración de mejorar siquiera un poco!"
Este
personaje es un inescrupuloso. Pero cualquier terapeuta honesto y
bien intencionado puede terminar acusándose o acusando a su
paciente ignorando a esos inescrupulosos que imponen las
condiciones. Aunque esta afirmación tenga la propiedad de ser
tan de Perogrullo que uno siente pudor de enunciarla, no puedo
abstenerme de hacerla: la condición de algún cambio posible es
la conciencia del cómo y el porqué suceden las cosas. En este
sentido, este texto intenta tan sólo ser una aproximación al
problema.
Si
un terapeuta se debate entre indicar 1, 2, 3 o las que fuere
sesiones a un paciente, y si contrata por un mes, dos o un tiempo
indefinido, sería técnica y éticamente recomendable que lo
hiciese desde un criterio diagnóstico para el cual los parámetros
farmacológicos del DSM 4 resultan siempre insuficientes, será
necesario que lo haga desde cuáles son en su opinión las
mejores estrategias para ayudarlo y no desde una reglamentación
que dispone que se lo piense a partir de un presupuesto que
garantice tasas de ganancia positivas hasta la obscenidad. El
mismo informe del Banco Mundial antes citado dice que el 90 % del
gasto en salud en el mundo se produce en los países centrales (
y de este porcentaje, el 41% en EEUU, lo que implica 1500 dólares
al año por habitante), el otro 10% se distribuye en el resto del
planeta (que invierte entonces 41 dólares por habitante al año)[6]
Tras brindar estos datos, el informe no propone ninguna forma
siquiera atenuada de redistribución entre naciones grandes y
pequeñas, sino, por el contrario, sugiere producir
redistribuciones internas en los países pobres para que más
dinero de ese escasísimo presupuesto se destine en leche para
los neonatos, lo que además de barato redunda espectacularmente
en las estadísticas de descenso de la mortalidad infantil, y
retirárselo a esas prestaciones básicas de alto costo y baja
incidencia estadística como las cirugías, los tratamientos
oncológicos, los tratamientos de prematuros, o algún otro
"lujo" de ricos. En todo caso el que tenga dinero que
lo pague y el que no, que en paz descanse. Que el derecho a la
salud es un derecho universal sólo se recuerda en los discursos
de ocasión.
Ni
qué pensar qué jerarquía pueden tener en estos planes las prácticas
no farmacológicas en salud mental. Para mensurar el cinismo
racionalizado como eficacia que domina la época, basta pensar en
los millones que los laboratorios gastan en publicitar productos
idénticos donde sólo varía el packaging, el nombre de
fantasía y algún excipiente, en gratificar médicos
y farmacias para que los prescriban, y en hacer lobby para
imponer su ley de patentes o frenar cualquier intento de que se
oficialicen vademecums con monodrogas que puedan ser fabricados
en cada país. Nuestros países contabilizan presidentes
derrocados o asesinados en el intento.
Como
es inevitable, es en este contexto que se inscribe también la
discusión entre el uso de psico y farmacoterapias. Es indudable
que los descubrimientos en el campo de los neurotrasmisores y en
drogas eficaces para tratar el padecimiento humano han sido
beneficiosos en muchas situaciones. Pero la pertinencia de su uso
se inscribe en la misma problemática: la clínica debe definir
su utilización desde parámetros que nunca podrán limitarse a
un agrupamiento de síntomas o conductas más o menos repetitivas.
Los parámetros no deberían ser, aunque lo son, los que se
autorizan en viajes a Punta del Este, Brasil o el Caribe que
gratifican la cantidad de prescripciones, ni -esto es lo más
usual- los que se subordinan a un pensamiento reduccionista de
vocabulario biológico, que hoy retorna de la mano del nuevo
orden económico mundial globalizado: se trata de hallar el gen
de la homosexualidad, de recuperar las añejas teorías de la época
de Broca que pretendían correlacionar el tamaño del cerebro con
la inteligencia, se busca hallar diferencias genéticas que
justifiquen las diferencias sociales y raciales, se postula una
teología científica que rescata el creacionismo y que es una
contradicción en sí misma, y se sigue pretendiendo explicar lo
complejo de la subjetividad humana desde sus componentes físico
químicos elementales sin tener en cuenta, como lo formula el
paleontólogo norteamericano Stephen Jay Gould, que la
subjetividad humana es impensable sin sus componentes moleculares
elementales, pero también es impensable e ingenuo pensarlo desde
ellos[7]. Reflexionando sobre la evolución, dice: " La
vida exhibe una estructura que obedece a los principios físicos.
No vivimos en medio de un caos de circunstancia histórica no
afectada por nada accesible al 'método científico'. Sospecho
que el origen de la vida en la Tierra fue prácticamente
inevitable, dada la composición química de los océanos y las
atmósferas primitivas y los principios físicos de los sistemas
autoorganizativos. [...] Pero estos fenómenos, por ricos y
extensos que sean, se encuentran demasiado lejos de los detalles
que nos interesan acerca de la historia de la vida. Las
leyes invariables de la naturaleza fijan firmemente las formas y
funciones generales de los organismos; establecen canales por los
que el diseño orgánico tiene que evolucionar. ¡Pero los
canales son tan amplios en relación a los detalles que nos
fascinan!". Y se pregunta: "¿Por qué los mamíferos
evolucionaron entre los vertebrados? ¿Por qué los primates se
aficionaron a los árboles?¿Por qué la minúscula ramita que
produjo al Homo sapiens surgió y sobrevivió en Africa". Y
se responde: " Cuando centramos nuestra atención en el
nivel de detalle que regula la mayoría de cuestiones comunes
sobre la historia de la vida, la contingencia domina y la
predecibilidad de la forma general retrocede hasta un segundo término
irrelevante".[8] Pensemos lo
pertinente de estas ideas cuando el objeto en cuestión es ése
tan complejo llamado sujeto humano para quien la contingencia
define a diario su devenir, y qué banal puede resultar pretender
explicar sus padeceres desde la óptica restringida de su
composición microscópica.
En
otro artículo Gould dice: "Los físicos, siguiendo el
estereotipo de la ciencia como empresa previsible y determinista,
a menudo han planteado que si los humanos surgieron sobre la
tierra, debemos inferir (dado que las causas llevan
inevitablemente a los efectos), que en cualquier planeta que
iniciara su historia con unas condiciones físicas y químicas
similares a aquellas que se dieron en la Tierra primigenia deberían
surgir criaturas inteligentes de forma humanoide [...] Pero los
estilos de la ciencia son tan diversos como sus temas. El
determinismo clásico y la predecibilidad completa pueden
prevalecer en el caso de objetos macroscópicos simples sometidos
a unas pocas leyes de movimiento (las bolas que ruedan por planos
inclinados en los experimentos de física de la escuela superior)
pero los objetos históricos complejos no se prestan a tan fácil
tratamiento"[9]. ¿Y no es acaso el
psiquismo humano unos de los objetos históricos más complejos?
Me
parece esencial no perder de vista esta cuestión pues, tan a la
defensiva en nuestras condiciones de trabajo y de supervivencia
material, terminamos desacreditando el poderoso instrumento que
la teoría psicoanalítica ha demostrado ser para entender la
constitución del aparato psíquico.
No
se trata de idealizarla como si fuera un cuerpo teórico
consumado y transformar aquellos lugares en que Freud plantó
jalones e interrogantes para seguir investigando - que son muchos
e involucran casi todos los elementos centrales de la teoría- en
puntos definitivos de llegada para repetirlos como si fuéramos
los dueños de un saber sin mácula. La apuesta debería ser
tomar esos puntos de interrogación para seguir investigando, aún
cuando los resultados sean contradictorios con las formulaciones
fundamentales.
Pero
este trabajo exige partir de un método -la asociación libre-
que fructifica en el interior de un espacio inusual -el encuadre
regido por la abstinencia y la atención flotante- que deberá
ser modulado de acuerdo a la peculiaridad de los conflictos que
pueden dominar a un ser humano en general, y en particular cuando
consulta. Sin el método, el psicoanálisis se torna pura
especulación.
Si
a esto le sumamos los ridículos honorarios que pagan los
sistemas de salud a sus prestadores, la dictadura intimidatoria
de una burocracia paranoica que cada día hace más difícil la
práctica de los agentes de salud de cualquier especialidad -y en
consecuencia la calidad de la atención de los pacientes-, nos
encontramos con que la investigación estará signada por una
ideología basada en una eficiencia virtual que impedirá que los
analistas discutamos nuestros fracasos, no sólo por cuestiones
propias e inmemoriales que competen los pequeños narcisismos de
todos nosotros o las luchas de pseudo política entre escuelas,
sino también por el miedo de quedar afuera de un sistema que, de
hecho, propende a eliminarnos, y en cuyo interior, y de esta
forma paradójica y autodestructiva, las prácticas psicoterapéuticas
sostienen la ilusión de poder sobrevivir.
El
sujeto consumidor que exige el libre mercado exige también
sujetos acríticos que ignoren los determinantes alienantes (en
tanto constituidos en relación al semejante) que moldean eso que
genéricamente se llama personalidad.
Cuando
no se pueda hacer otra cosa, creo que, tal vez, al menos por
ahora, una alternativa sería incluir los límites de nuestro
trabajo posible en las condiciones explícitas que fijemos con el
paciente. Ocultarlas asumiendo como viable lo que no lo es,
implica promover ilusiones en los pacientes que arrastrarán en
su caída -en mi opinión esto ya está ocurriendo- al
instrumento mismo. Para los pacientes, y así para la comunidad
toda, no será tal o cual psicoterapia o tal o cual psicoanálisis
el que fracasará, sino la psicoterapia o el psicoanálisis en
tanto alternativa para abordar los conflictos psíquicos humanos
la que lo hará. Con la consiguiente exaltación de técnicas que
no pueden ofrecer otra opción que la de trabajar en la producción
de "amebas 'felices'" que la época exalta a diario a
través de la usina mediática de la alegría ensordecedora y el
ruido narcotizante, y que podrá ser obtenida de acuerdo a los
miligramos diarios consumidos del último producto que la
industria farmacológica imponga.
No
pretendo defender el psicoanálisis como si se tratara de una
panacea. Todavía es demasiado lo que no sabemos, y nuestro
instrumento se muestra muchas veces incapaz de atenuar, siquiera
en parte, conflictos que se forjaron a lo largo de una vida. Pero
los muchos éxitos que todos comprobamos en nuestra práctica nos
muestran un instrumento poderoso, siempre que tengamos la
humildad y la fuerza de defenderlo en el terreno más difícil:
siendo los más severos cuestionadores de sus límites.
Esta
tarea nos obliga a dimensionar en toda su magnitud las
condiciones perversas que nos imponen falsas opciones, arrastrándonos
sutilmente a reivindicaciones dogmáticas puramente defensivas, o
a un escepticismo desencantado de cuño tanático.
A
principios del siglo xix, Ned Lud, impulsó un movimiento de
resistencia ante la industrialización, basado en la ruptura de
las máquinas. Se lo conoció como ludismo. Me preocupa que hoy,
sin saberlo, y salvando las distancias, hagamos un movimiento análogo,
rompiendo nuestra herramienta de trabajo. Pues si aquel pretendía
darle forma activa, aunque voluntarista, a una forma de
resistencia, el ludismo intelectual completamente
inconsciente que de hecho ejercemos, rompe nuestra máquina
conceptual y nos ubica en la posición de sujetos identificados
con los modos de maltrato que las políticas en salud aplican,
favoreciendo implícitamente una estructura de cosificación de
los sujetos, a quienes se promueve imaginariamente libres para
que circulen sin restricciones como mercancía, pero que en los
hechos se encuentran más sojuzgados que nunca por un destino tanático.
Este ludismo intelectual nuestro de cada día, comparte con aquel
la impotencia que demuestra, pero se diferencia en que si romper
las máquinas era un modo de canalizar las primeras protestas
obreras en el momento de expansión de la revolución industrial,
éste nuestro de hoy expresa los movimientos entrópicos de
autoagresión en un momento brutalmente regresivo del capitalismo
monopólico.[10] En efecto, cuando los
psicoanalistas oscilamos entre posiciones de altanería dogmática
o de repliegue vergonzante, ponemos en acto algunas de las formas
más autodestructivas de una práctica impregnada de perplejidad
que no halla respuestas creativas a las paradojas que se le
imponen.
La
época actual es otra que aquella en que el psicoanálisis
floreció, sin embargo, lo importante, en mi opinión, es
intentar cercar los nuevos problemas que se generan, no en un afán
pseudodialéctico optimista de encontrar un punto de superación
progresista de las contradicciones que padecemos,
sino de delimitar aquellas contradicciones superables de aquellas
antagónicas, que permitan que el psicoanálisis muestre su
vitalidad sin sacrificar sus principios, salvo cuando estos se
mostraran errados para la exploración de nuestro objeto específico,
es decir: el inconsciente. En este camino hacer modificaciones
pragmáticas del método para adaptarse a las condiciones de la
época, sin emprender una profunda crítica de estas condiciones
y una exploración de nuestro propio posicionamiento en ella, me
parece la mejor manera de extender un certificado de defunción
por partida doble: para el psicoanálisis y su vocación
psicoterapéutica, y para nosotros mismos, en tanto sus
practicantes.
Oscar
Sotolano
Agosto de 1999
Título: Psicoanálisis o psicoterapias
de tiempo limitado: una opción perversa.
Autor:
Lic. Oscar Sotolano
Institución
a la que pertenece: Escuela Argentina de Psicoterapia para
graduados
Domicilio
profesional: Billinghurst 2409, piso 14, depto. A. Capital
Federal. Rep.
Argentina.
Teléfono:
4801-5643
E-mail: sotolano@arnet.com.ar
NOTAS
[1]La posición que uno adopte ante la cuestión no invalida la legitimidad del planteo.
[2] Las bastardillas son mías.
3 La misma lógica se impone en los sistemas públicos jaqueados por las listas de espera y los bajos presupuestos.
[4] Octave Mannoni, "Ya lo sé, pero aún así", en La otra escena. Claves de lo imaginario. Amorrortu.editores. Buenos Aires. 1973.
[5] Tomo aquí una feliz expresión de Daniel Waisbrot en su trabajo Lo no negociable: polémica terminable e interminable, e ideas de Rodolfo Espinosa, en su texto Sobre psicoterapias. (trabajos inéditos)
[6]Informe sobre el Desarrollo mundial 1993. Invertir en salud. Banco Mundial. Washington, D.C. pág.4
[7] Stephen Jay Gould, "Justamente en medio", en La sonrisa del flamenco. Ed. Hermann Blume. Madrid. 1987. pág.409.
[8] Stephen Jay Gould, "La visión de Walcott y la naturaleza de la historia", en La vida maravillosa. Ed. Drakontos. Barcelona. 1995. [ Las bastardillas son mías]
[9] Stephen Jay Gould "El SETI y la sabiduría de Casey Stengel", en La sonrisa del flamenco. Ed. Hermann Blume. Madrid. 1987. pag.432.
[10]Ver : Oscar Sotolano, "Psicoanálisis y salud pública", en La Oreja, Nª12, año vi, invierno 1996. Facultad de Psicología. F.A.E. Santiago Pampillón. Rosario.
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