Psicoanálisis o psicoterapias de tiempo limitado, una opción perversa

                                         Oscar Sotolano

 

RESUMEN

 

 

El texto parte de ubicar el contexto histórico de producción en que se desarrolló el psicoanálisis algunas discusiones clásicas sobre psicoanálisis o psicoterapias y el problema del encuadre y el tiempo. En el contexto actual, plantea como acuciante intentar responder a esta pregunta: ¿qué hacer cuando el que instituye el encuadre no es el saber y entender de un analista sino la estricta normativa de un sistema de salud que se rige por un criterio de lucro o, por lo menos, de recorte de gastos?

Lo plantea desde las experiencia en Buenos Aires y de la observación de las tendencias en políticas en salud, para las cuales, las discusiones sobre el tiempo, la frecuencia, los modos de entender el diagnóstico y la clínica según los parámetros del DSM4, no son definidos por los obstáculos o éxitos que la propia práctica pueda encontrar en la aplicación de un método, sino a las exigencias de empresarios, y los terapeutas se irán lenta e imperceptiblemente asimilando a las condiciones impuestas considerándolas naturales. Esta cuestión: la de dar por lógicamente natural lo que es una imposición social, es otro eje que el texto pretende poner en debate

Plantea que muchas discusiones actuales sobre clínica y técnica no son otra cosa que racionalizaciones (no razones) que intentan permitirnos sobrevivir como terapeutas en las condiciones de la lógica del costo-beneficio.

Ubicándose en las complejidad de la constitución del aparato psíquico destaca como

un despropósito suponer que en un tiempo predeterminado y siempre breve se puedan recomponer las vías representacionales que han culminado en tal o cual destino sintomático o caracterológico

Partiendo del carácter atemporal del inconsciente objeta la posibilidad de imponerle por decreto los ritmos de los procesos secundarios. En ese contexto ubica el tema del número de sesiones.

Plantea que el voluntarismo sugestivo es uno de los modos en que los terapeutas a veces respondemos a encuadres que nos encierran en una paradoja con formas clásicamente renegatorias.

Postula que desde un punto de vista, casi descriptivo, todo análisis es una sucesión y un entrecruzamiento de terapias de objetivos limitados que se recontratan implícitamente de sesión en sesión. Lo central es que esa decisión provenga de la marcha misma del proceso. Base sobre la que sostiene que optar entre una u otra es, en las actuales condiciones, impropio, y su consecuencia son una serie de reacciones  y actitudes terapéuticas que más que contratransferenciales habría que llamar antitransferenciales.

 

 

 

 

              Psicoanálisis o psicoterapias de tiempo limitado, una opción perversa

 

                                                                                                  Oscar Sotolano

 

 

La invención del psicoanálisis, fundada en el descubrimiento y exploración del inconsciente, se produjo en un momento de auge de la profesión liberal. Esta contextualización de carácter sociológico puede pecar de obvia, pero me resulta imprescindible para tratar de ir desarrollando lo que sigue.

En efecto, el psicoanálisis es hijo de una época donde el capitalismo en ascenso todavía brindaba un espacio a las prácticas médicas libres. Los médicos, como los viejos artesanos de la sociedad preindustrial, constituían sus corporaciones. Allí discutían ciencia y, por supuesto, también poder, aunque éste se restringiera a un prestigio que se asociaba mucho con la participación en las Universidades y Academias en calidad de "Profesor". Pero a pesar de los intereses de pequeña política o inocentes vanidades que pudieran desplegarse en sus cónclaves, la ciencia tenía un espacio de confrontación entre pares relativamente autónomos que se sostenía en la también relativa independencia de su trabajo. El psicoanálisis se desarrolló en ese clima. Fue en su seno que se constituyó en una práctica social en la que confluyeron médicos y no médicos instaurando un espacio propio de intercambio.

La terapia analítica, ese acuerdo mutuo e independiente entre dos sujetos que se comprometen a cumplir un "contrato" que no está respaldado por otra cosa que el peso de la palabra propia, supone sujetos autónomos que se hacen cargo de sí mismos. Sujetos que en tanto libres de una contractualidad formalizada externa deberán lidiar con los avatares de su sujeción inconsciente. Esta práctica, este contrato entre partes, sólo se hace factible en el interior de una red social que libera a los sujetos de ataduras excesivamente restrictivas. Quizás por ello es que su primer desarrollo se produjo en el seno de la burguesía vienesa primero, y alemana, inglesa o norteamericana después. Y es como consecuencia de este mismo hecho que algunos psicoanalistas hoy en día objetan la viabilidad del psicoanálisis cuando son los sistemas sociales de salud los que se hacen cargo de sus costos, respaldándose en aquella mención de Freud cuando comentaba que si bien dedicaba algunas horas a atender gratis a pacientes, era frecuente que encontrase resistencias generadas por esa misma práctica -lo que supone creer que en los países en los que la salud es cubierta por el Estado, los beneficiarios no la pagan a través de los descuentos que sufren sus salarios-.

El contrato analítico, que supone la aceptación de un encuadre donde se desplegará la libre asociación del paciente sobre el fondo de la atención libremente flotante del analista, exige esa autonomía relativa que permite a un ser humano decidir si quiere o puede confiar en otro desconocido. No en vano, cuál es el verdadero alcance de un psicoanálisis con niños o con psicóticos ha sido puesto en caución por algunos analistas que opinan que en tanto alguien es traído por otro, aunque pueda beneficiarse con una psicoterapia, no será, en sentido estricto, un sujeto en análisis.[1]

Es en ese contexto contractual (no me parece pertinente aquí desarrollar las distintas ideas que sobre el encuadre existen) que el descubrimiento analítico se fue desplegando, pasando de una época -por momentos idealizada- de 5 o hasta seis sesiones semanales a una realidad actual donde los procesos terapéuticos transcurren en espacios de una vez por semana y en tiempos acotados, que muchos nos ofrecen como ideales.

Amparándose en el legítimo deseo de llegar a beneficiar a la mayor cantidad de gente posible, su práctica se fue adaptando a las condiciones reales de los pacientes (es decir, se fue resignando a una economía cada vez más precaria). En el seno de esta modificación se fueron produciendo las ya clásicas aunque no por ello saldadas discusiones acerca de las diferencias entre psicoanálisis y psicoterapia, donde mientras una nos enceguecía con sus destellos dorados, la otra nos menoscababa con su mediocridad cobriza. Desde la terapias activas de Ferenczi, en adelante, este anhelo funcionó como representación meta.

Hoy, algunas de aquellas discusiones fueron resueltas por la experiencia: análisis de más de una década, a un promedio de 4 o 5 veces por semana, con analistas incuestionables, no han garantizado siempre por ello mejores destinos mentales que otros resignados a tratamientos más breves y menos asiduos. Y aunque las comparaciones sean imposibles desde el punto de vista de los resultados porque suponen cotejar sujetos diferentes, no por ello nos eximen de la obligación de no optar entre los extremos que encarnan: un encuadrismo canónico, en un polo, y un "todo vale" pragmático en el otro. La productividad de un análisis no está subordinada a encuadres estipulados por reglamento, ni puede dejarse librada a un libre albedrío ecléctico o emocional.

Es que si el objeto del psicoanálisis es el inconsciente, su práctica compromete a sujetos sociales singulares caracterizados por funcionamientos mentales específicos donde conviven conflictos de distinto nivel: conscientes, preconscientes e inconscientes o relativos al Yo, Ello y Superyó con sus correspondientes o eventuales clivajes horizontales y verticales definidos según parámetros que tendrán en la transferencia su modulador principal. En este sentido, la decisión de un análisis debería ser definida de acuerdo a los niveles de conflicto en juego, y cuando digo decisión de un análisis me refiero no sólo a si se indica psicoanálisis u otra cosa, sino también en qué momentos de un proceso terapéutico se puede hacer psicoanálisis y en cuales no. Hoy me parece -a muchos nos parece- que uno no hace siempre psicoanálisis; escuchar a un paciente incluye también escuchar cuando no está dispuesto o no puede analizarse, esto es parte del proceso del análisis mismo. Ahora bien, este tema, que aquí apenas esbozo, si bien debe ser tenido en cuenta para lo que sigue, no pretende ser su eje.

En efecto, hay pacientes que pueden estar dispuestos a experiencias breves o al menos no querer remover sus conflictos más allá de ciertos límites y esto es muy atendible. Pero el problema al que quiero referirme aquí es otro, a mi parecer mucho más acuciante: ¿qué hacer cuando el que instituye el encuadre no es el saber y entender de un analista sino la estricta normativa de un sistema de salud que se rige por un criterio de lucro o, por lo menos, de recorte de gastos?

Planteo esto porque, al menos en Buenos Aires es así, y viendo las condiciones mundiales de imposición de políticas en salud no es difícil deducir que en toda Latinoamérica debe ser más o menos igual, las discusiones sobre el tiempo, la frecuencia, los modos de entender el diagnóstico y la clínica según los parámetros del DSM4, no son definidos por los obstáculos o éxitos que la propia práctica pueda encontrar en la aplicación de un método, lo que obliga a la rediscusión y confrontación permanente de sus instrumentos teóricos y técnicos, sino a las exigencias de empresarios advenidos prestadores de salud, cuyo único criterio ético está sostenido por los balances de rentabilidad anual.

Esta cuestión involucra toda la salud en general (tanto la pública como la privada), pero en el campo de lo psi. toma dimensiones de escándalo. A nadie se le ocurriría (por lo menos todavía no -ignoramos qué nueva perversidad nos puede estar esperando a la vuelta de la esquina-) exigirle a un cirujano que opere en una hora y que en el caso de no terminar en ese lapso haga salir al paciente del quirófano con el intestino entre las manos, o a una señora que no logra dar a luz en un tiempo prefijado que convenza a su cría de que posponga su decisión de venir al mundo hasta un momento con menor concentración de parturientas. Nadie (¿nadie?) propondría esto. Sin embargo, en el esquema de prestaciones en salud mental cada vez más monopolizada por instituciones de distintas características, resulta habitual que los conflictos psíquicos de alguien tengan predefinido el tiempo necesario de atención. Que se trate de una psicosis, una neurosis obsesiva, una depresión de tipo reactivo, una neurosis traumática, una crisis de angustia o un hoy tan de moda ataque de pánico, entrará en el rasero de las 20 o 30 sesiones con posible extensión a otras 10, previo informes profesionales que justifiquen -según la óptica de los especialistas en microeconomía- tamaño despilfarro de recursos. Pues si no se pudo hacer nada en el tiempo asignado rondará la sospecha de que algo debe haber sido mal hecho y el terapeuta que querría pensar como analista teme quedarse sin trabajo, con lo cual lenta e imperceptiblemente se va asimilando a las condiciones impuestas considerándolas naturales. Esta cuestión: la de dar por lógicamente natural lo que es una imposición social, es el centro de lo que quiero poner en debate.

En efecto, me parece que hoy por hoy muchas discusiones aparentemente teóricas sobre clínica y técnica no son otra cosa que racionalizaciones (no razones) que intentan permitirnos sobrevivir como terapeutas en las condiciones de la lógica del costo-beneficio. El informe de Banco Mundial, Informe sobre el Desarrollo Mundial 1993. Invertir en salud, un texto que combina una retórica humanista plagada de preocupación por los pobres con propuestas que no sería exagerado llamar genocidas, es una clara manifestación de esta lógica. En la página 10, cuando plantea la importancia de jerarquizar lo que llama servicios esenciales, afirma "Muchos servicios de salud tienen niveles tan bajos en función de los costos que los gobiernos tendrán que considerar la posibilidad de su exclusión de los servicios clínicos esenciales. En los países de ingreso bajo cabría citar entre los servicios a excluir los siguientes: la cirugía cardíaca, el tratamiento (distinto del alivio del dolor) de los cánceres de estómago, hígado y pulmón, de alta legalidad; las quimioterapia costosas en casos de infección con el VIH, y los cuidados intensivos de niños muy prematuros. Es difícil justicar el uso de fondos públicos para esos tratamientos médicos cuando al mismo tiempo hay servicios mucho más eficaces en función de los costos que benefician sobre todo a los pobres y están insuficientemente financiados"[2] Parece que sí pueden haber quienes imaginen personas saliendo del quirófano con sus intestinos entre las manos, y que, además, nos explicarán que no hay nada más ventajoso que un intestino expuesto.

Este es, hoy por hoy, el contexto histórico-económico social de producción de nuestra incipiente ciencia. Ya no es más el del profesional liberal, el de un sistema que en su momento de ascenso albergaba el bien social como una meta -aunque ignorase la contradicción antagónica entre el privilegio del lucro privado y el bien público- sino el de un trabajador intelectual asalariado, contratado por un consorcio de salud privado, estatal o mixto, cuyo juramento hipocrático se consumará, en los hechos y aunque lo ignore, ante la asamblea anual de accionistas; en una época donde los sujetos han pasado a ser consumidores o escoria.

Creo que todos los profesionales que trabajan en estas condiciones pueden reconocerse soportando los múltiples conflictos que esta situación genera. Y los que todavía  gozamos de los beneficios de una práctica liberal cada vez más marginal difícilmente podamos desconocer estos hechos salvo a condición de la utilización de mecanismos decididamente renegatorios. Aún así, recalcarlo me parece imprescindible, sobre todo si queremos pensar algunas de sus consecuencias.

En efecto, el aparato psíquico -uso la denominación de evocaciones mecanicistas que Freud acuñó- se construye en un largo proceso signado por inscripciones, trascripciones, represiones primarias y secundarias, identificaciones multiples que afectan simultáneamente a distintas instancias en procesos temporales no lineales que se rigen por una temporalidad retroactiva -"Si la muerte de X. va a ser traumática o no te lo contesto dentro de unos años", afirmaba un personaje de un film francés. El aparato psíquico se construye en el interior de un magma que desde Freud se puede reconocer como sexual -siempre que no se confunda sexual con genital- y del cual emergerán las múltiples posibilidades libinales de un sujeto -desde las marcadas por una astenia mortífera, pasando por las formas de una sexualidad maníaca y vacía, hasta las más creativas y gozosas. Ese tejido complejo de relaciones metabolizadas de modo múltiple y variado que en afán de ser científicos y formular leyes universales incluimos bajo la denominación de Complejo de Edipo es un cuerpo vivo que si bien define sus características en los primeros años de vida se caracteriza por su constante trabajo de autoproducción, en el cual se combinan de modo conflictivo -y aún no delimitado con claridad- lo repetitivo con lo neogenético.

Es en el interior de estos multi y sobredeterminados -es decir complejos- procesos, que se constituye, a lo largo de la cotidianeidad de la existencia, la vida psíquica humana, tanto la llamada normal como la patológica. En este sentido resulta un despropósito o una malintencionada mentira suponer que en un tiempo predeterminado y siempre breve se puedan recomponer las vías representacionales que han culminado en tal o cual destino sintomático o caracterológico. No me refiero a un análisis "completo" -si es que tal cosa pueda existir-  sino, más modestamente, a destrabar algunos de los nudos pulsionales de nuestros pacientes. Si algo ha demostrado el psicoanálisis es el carácter atemporal del inconsciente y la pretensión de imponerle por decreto los ritmos de la temporalidad de los sistemas secundarios tiene una dimensión de sinsentido. Puede ocurrir que alguien nos consulte en situaciones de acotamiento temporal -viajes, migraciones, intervenciones quirúrgicas, etc.- pero en esos casos la temporalidad externa funcionará como parte constituyente de los conflictos y no como agregado fruto de una mala práxis vestida de técnica moderna. Como decía hace años una paciente internada en una sala del Neuropsiquiátrico para mujeres de la Ciudad de Buenos Aires, confirmando esa sentencia que dice que ser loco no implica ser estúpido: "Desde Freud se sabe que los locos necesitamos tranquilidad, entonces, ¡¿porqué nos tienen que despertar todos los días a las seis y media de la mañana, a los gritos, haciendo escándalo, como si nos estuviesen por atacar los indios?!. Temprano, a los gritos y al pedo... porque acá dentro no tenemos nada que hacer en todo el día."- La mala práxis de los hospicios tiene hoy su versión maquillada en los consultorios "privados" de las prepagas: su tiempo para ser escuchado termina en un par de meses, se les informa en un colorido impreso de papel lustroso[3]. Y los terapeutas nos vemos obligados a construir el apriori de que eso es posible.... si no, estaríamos confesando que nuestro trabajo puede ser una ficción. Y me pregunto. ¿cuántas veces será esto desgraciadamente cierto?

Así es, no todo paciente consulta porque quiere analizarse, más bien consulta porque quiere curarse o aliviarse de un padecimiento que lo aqueja, a veces el análisis se presentará como una alternativa posible, otras habrá que crear condiciones mínimas de trabajo; en unas esperará una solución mágica, y en otras arrojará sobre nosotros su escepticismo macerado y denso; confiará, desconfiará, nos dirá que viene porque lo mandan o porque si no su mujer se divorcia o porque se siente culpable de cuanto ocurre en el mundo. Los motivos de consultan son tan variados como personas hay, y que algunas manifestaciones sean agrupables en series de síntomas o conductas con nombre de enfermedad no disminuye en nada esa singularidad que hace de cada sujeto ése en especial y no otro. La exploración de ese mundo de matices exige tiempos que podrán ser más o menos largos, más o menos cortos, pero jamás determinados de antemano. Como ocurre tantas veces en la consulta adolescente, podremos objetar que sea el paciente asignado quien necesite ayuda, a veces tomaremos como más sintomáticas las preocupaciones de los padres que las normales "anormalidades" de los hijos, podremos acordar un tiempo de trabajo que sirva de prueba  para paciente y terapeuta, podremos indicar un análisis en toda la línea, o derivar a otro profesional u otro ámbito terapéutico. Lo que resulta un sinsentido es pretender que esto se haga en tiempos estandarizados para auditorías contables.

Decir esto, no es ninguna novedad, sin embargo sorprende la naturalidad con que los terapeutas lo tomamos, al igual que tantas otras cosas. Por ejemplo: el número de sesiones. Se ha hecho tan natural trabajar una vez por semana que muchos ni se plantean la posibilidad de hacerlo más seguido, al punto que en el imaginario colectivo de los pacientes se ha transformado en un indicador de gravedad: ¡Si el Dr. me dice que tengo que venir tres veces por semana debe pensar que estoy muy mal!. Ni qué decir de cuatro o cinco que puede ser tomado como el anuncio de un diagnóstico terminal. La cantidad de sesiones nunca tuvo que ver con la gravedad sino con la posibilidad de crear un espacio continuo donde las posibilidades regresivas que la asociación libre fomenta pudieran desplegarse y así elaborarse. Es indudable que no puede ser un criterio para decir que hay o no análisis, pero lo que también es indudable es que hay una diferencia cualitativa entre muchas o pocas, que en algunos casos hasta podrá estar en contradicción con que el paciente se trate de una manera y no de otra.

Los criterios de algunas de las llamadas terapias de tiempo limitado imponen una lógica de pensamiento donde lo singular: habrá pacientes que será bueno que vengan unas cuantas veces y nada más, se ha transformado en ley general: todos deben hacerlo así.

Las condiciones económicas iniciaron este proceso. Pagar un análisis de muchas sesiones semanales sólo era posible para sectores acomodados. Pero ahora, lo que era un límite social se ha transformado en una indicación que pretende exhibir progreso. ¿Acaso si un analista indica varias sesiones por semana no es tildado con el sospechoso epíteto de ortodoxo? Y esta falacia ignora el hecho indiscutible de que si un paciente no puede venir varias veces por semana no es por ninguna conquista sino por una real pérdida, la que el empeoramiento general de sus niveles de vida provoca. Si bien este proceso viene de lejos, si nos atenemos a los últimos 10 años en la Argentina, los primeros interesados en suscribir esa lógica son los sistemas de salud, para los cuales lo mejor es lo menos costoso; lo que los autoriza a eximirse de toda responsabilidad en sostener tratamientos más intensos.

La lógica se ha hecho tan omniabarcativa que hasta en las consultas privadas se ha perdido el hábito de indicar la mayor cantidad de sesiones posibles. Hecha la aclaración de lo que consideramos lo mejor, podremos luego conversar lo posible, nunca convertir lo posible en lo mejor.

Desde esa posición se terminan eludiendo los conflictos y hasta construyendo una metapsicología que exalte las ventajas de lo breve. Insisto en que en general sabemos de estas dificultades pero me preocupa la resignación con que lo tomamos: naturalizar lo que es una consecuencia de la desigualdad social es una de las formas en que ésta impone su legalidad letal.

Y entonces, retomo, ¿muchos tratamientos no correrán el riesgo de tornarse una ficción? Creo que sí. Creo que el voluntarismo sugestivo es uno de los modos en que los terapeutas a veces respondemos a encuadres que nos encierran en una paradoja: si atendemos al paciente de acuerdo a los cánones que nos exigen, sentimos que lo mal atendemos, y si nos rebelamos, el paciente se quedará sin atención.... y nosotros, sin trabajo. Ante lo cual, la renegación se activa bajo la formula clásica que desarrollara Octave Mannoni: sé que no lo puedo ayudar pero aún así lo voy a hacer[4]. Al voluntarismo bien intencionado le puede seguir, como segunda fase, el voluntarismo teórico: hay que dar razones metapsicológicas que justifiquen lo que hacemos.

En mi opinión el desafío es otro: hay que intentar dar las razones metapsicológicas que explican por qué hay cosas que no se pueden hacer. La ruptura del corsé de la paradoja, compromete dos vías: una, eminentemente política, implica el reconocimiento de nuestra ya indiscutible condición de trabajadores intelectuales (remarco trabajadores, no intelectuales) y de los efectos, consecuencias y compromisos que ello supone; la segunda, más ligada a nuestro trabajo específico, plantea el rescate riguroso de los elementos teóricos y experienciales que le dan sentido al psicoanálisis en tanto método que encierra en el mismo proceso de investigación su potencia curativa.

Los pacientes mejoran porque van descubriendo en una experiencia viva (es decir que compromete lo afectivo de modo privilegiado) los distintos conflictos y modos transaccionales de resolverlos. La perlaboración es su centro. No es que el paciente sepa porque el analista le dijo, se trata de que el paciente vaya sabiendo en tanto el analista lo ayuda a darse cuenta. En un proceso en el que no se trata de que el analista ayude a descubrir algo que ya sabe de antemano, sino que él también descubra con su paciente. Proceso en el que la sorpresa compartida del descubrimiento tiene su motor y que se produce no por un repentino insight cercano a una "iluminación" sino por el meticuloso trabajo de rescate de la dimensión profunda y densa de la palabra propia, incluso, y en especial, la menos destacada.

Esto se irá haciendo sobre distintas cuestiones y ejes que tendrán su fuente de luz, su foco, en el interior del propio paciente, sobre un escenario donde conviven como en el teatro medieval, distintas escenas. El muchas veces llamado foco no debería ser otra cosa que la dirección en que las asociaciones del paciente en transferencia (es decir escuchado por un terapeuta singular) van orientando, en el trabajo analítico mismo, diversas catexis de atención.

En este sentido, el proceso podrá ser detenido en alguna de ellas, dar por terminada la obra en una escena sin prolongarse en otra, y así asemejarse a una terapia de objetivo limitado, siempre y cuando ese objetivo no esté condicionado de antemano sino, lo repito, determinado por movimientos que sólo reconoceremos de modo retroactivo en la dinámica transferencial que el proceso mismo impone.

Desde ese punto de vista, casi descriptivo, todo análisis es una sucesión y un entrecruzamiento de terapias de objetivos limitados que se recontratan implícitamente de sesión en sesión. Lo central es que esa decisión provenga de la marcha misma del proceso y no desde una pauta administrativa o de una pseudoteoría que sirve para darle autoridad a aquella.

Lo no negociable de un análisis[5] o una terapia analítica -a los fines de este texto me resultan indistintos los términos que usemos- es que cumpla con dos requisitos: la regla fundamental, es decir la de libre asociación, y la de abstinencia, es decir la que obliga al analista a rehusarse a las satisfacciones pulsionales directas o subrogadas y a sostener la propia atención flotante como instrumento de conección empática con el paciente, lo demás deberá ser puesto en juego en función de cada situación. Es por estas razones que el forzar la elección entre psicoanálisis o psicoterapia de objetivo limitados me parece una falsa opción, el tema es si las opciones terapéuticas están definidas desde adentro o desde afuera de los procesos.

A esta altura del desarrollo me enfrento a una objeción de peso: Si ésta es la situación ¿qué hacer? Porque el panorama que relato tiene visos de callejón sin salida. Si la paradoja que formulé antes nos obliga a dar una falsa respuesta, ¿cuáles son las alternativas? ¿ ellas existen?

No lo sé. Si bien quiero pensar que sí, por el momento, las que hallo son pobres.

Hay cuestiones que difícilmente se resuelvan mientras la salud sea una mercancía más que se negocia en el libre mercado, sobre todo cuando la tendencia se exhibe cada vez más siniestra. Basta si no pensar en la discusión sobre la propiedad privada de la información genética que plantean las multinacionales de ese rubro.

Esta es una cuestión política en la que estamos atrapados, nos guste o no, y exigirá, por lo menos, que abandonemos de una vez por todas la ilusión "cientificista" en la posibilidad de una producción científica independiente de las relaciones sociales.

En lo específico de nuestro quehacer, creo que el primer paso es el reconocimiento de la escala del problema sin tratar de atenuarlo con placebos teóricos.

Es indudable que los terapeutas cargamos hoy en día con esta tensión y tenemos que hacer conscientes y soportar sus efectos en el trabajo cotidiano: sentimientos legítimos de culpa, insatisfacción, astenia por impotencia, riesgos de salidas omnipotentes, identificación con el agresor, pueden ser algunas de las formas que tiñan nuestra escucha, en una posición donde nuestra perspectiva tendrá poco que ver con lo que usualmente se entiende por contratransferencia, aquella que involucra los fantasmas de nuestros pacientes. Ellos encontrarán muchas veces a terapeutas que se vuelven intolerantes porque no tienen tiempo para ser tolerantes. El furor curandis, la ansiedad por interpretar, la oferta sugestiva de alternativas signadas por el superyó o el ideal del yo del analista, funcionan al modo de burdos remedos de una elaboración genuina. Y muchas veces los terapeutas (impotentizados) terminamos dando señales de irritación hacia los pacientes cuando estos no se "curan" en los tiempos previstos. Si en cualquier análisis la atribución a las resistencias de los pacientes es, cuando no toleramos nuestros límites o los del método, un riesgo mayor de resistencia por parte de los terapeutas, ni qué decir de la prevalencia de esta reacción en aquellos casos en los que, al estar el proceso viciado de antemano, los fracasos se ciernen inminentes. Más que hablar de contratransferencia habrá que hablar de antitransferencia.

Meiji, un humorista argentino, además médico, creó un personaje paradigmático en el campo de la caricatura médica: el Dr. Cureta. Con esa capacidad de síntesis que tiene el humor, en un reducido cuadrito, Meiji lleva lo que vengo diciendo al paroxismo, no para satirizar a quienes se preocupan honestamente por sus pacientes sino a los que delinquen contra ellos: En él se ve a un paciente tirado en una cama en estado penoso; junto a él, se lo ve al Dr. Cureta que, mientras blande pilones de facturas, lo increpa enojado: "Sepa señor que he iniciado acciones legales por daños y perjuicios contra usted. No puede ser que después de todo lo que yo he invertido en su cura usted no tenga la mínima consideración de mejorar siquiera un poco!"

Este personaje es un inescrupuloso. Pero cualquier terapeuta honesto y bien intencionado puede terminar acusándose o acusando a su paciente ignorando a esos inescrupulosos que imponen las condiciones. Aunque esta afirmación tenga la propiedad de ser tan de Perogrullo que uno siente pudor de enunciarla, no puedo abstenerme de hacerla: la condición de algún cambio posible es la conciencia del cómo y el porqué suceden las cosas. En este sentido, este texto intenta tan sólo ser una aproximación al problema.

Si un terapeuta se debate entre indicar 1, 2, 3 o las que fuere sesiones a un paciente, y si contrata por un mes, dos o un tiempo indefinido, sería técnica y éticamente recomendable que lo hiciese desde un criterio diagnóstico para el cual los parámetros farmacológicos del DSM 4 resultan siempre insuficientes, será necesario que lo haga desde cuáles son en su opinión las mejores estrategias para ayudarlo y no desde una reglamentación que dispone que se lo piense a partir de un presupuesto que garantice tasas de ganancia positivas hasta la obscenidad. El mismo informe del Banco Mundial antes citado dice que el 90 % del gasto en salud en el mundo se produce en los países centrales ( y de este porcentaje, el 41% en EEUU, lo que implica 1500 dólares al año por habitante), el otro 10% se distribuye en el resto del planeta (que invierte entonces 41 dólares por habitante al año)[6] Tras brindar estos datos, el informe no propone ninguna forma siquiera atenuada de redistribución entre naciones grandes y pequeñas, sino, por el contrario, sugiere producir redistribuciones internas en los países pobres para que más dinero de ese escasísimo presupuesto se destine en leche para los neonatos, lo que además de barato redunda espectacularmente en las estadísticas de descenso de la mortalidad infantil, y retirárselo a esas prestaciones básicas de alto costo y baja incidencia estadística como las cirugías, los tratamientos oncológicos, los tratamientos de prematuros, o algún otro "lujo" de ricos. En todo caso el que tenga dinero que lo pague y el que no, que en paz descanse. Que el derecho a la salud es un derecho universal sólo se recuerda en los discursos de ocasión.

Ni qué pensar qué jerarquía pueden tener en estos planes las prácticas no farmacológicas en salud mental. Para mensurar el cinismo racionalizado como eficacia que domina la época, basta pensar en los millones que los laboratorios gastan en publicitar productos idénticos donde sólo varía el packaging, el nombre de fantasía y algún excipiente, en “gratificar” médicos y farmacias para que los prescriban, y en hacer lobby para  imponer su ley de patentes o frenar cualquier intento de que se oficialicen vademecums con monodrogas que puedan ser fabricados en cada país. Nuestros países contabilizan presidentes derrocados o asesinados en el intento.

Como es inevitable, es en este contexto que se inscribe también la discusión entre el uso de psico y farmacoterapias. Es indudable que los descubrimientos en el campo de los neurotrasmisores y en drogas eficaces para tratar el padecimiento humano han sido beneficiosos en muchas situaciones. Pero la pertinencia de su uso se inscribe en la misma problemática: la clínica debe definir su utilización desde parámetros que nunca podrán limitarse a un agrupamiento de síntomas o conductas más o menos repetitivas. Los parámetros no deberían ser, aunque lo son, los que se autorizan en viajes a Punta del Este, Brasil o el Caribe que gratifican la cantidad de prescripciones, ni -esto es lo más usual- los que se subordinan a un pensamiento reduccionista de vocabulario biológico, que hoy retorna de la mano del nuevo orden económico mundial globalizado: se trata de hallar el gen de la homosexualidad, de recuperar las añejas teorías de la época de Broca que pretendían correlacionar el tamaño del cerebro con la inteligencia, se busca hallar diferencias genéticas que justifiquen las diferencias sociales y raciales, se postula una teología científica que rescata el creacionismo y que es una contradicción en sí misma, y se sigue pretendiendo explicar lo complejo de la subjetividad humana desde sus componentes físico químicos elementales sin tener en cuenta, como lo formula el paleontólogo norteamericano Stephen Jay Gould,  que la subjetividad humana es impensable sin sus componentes moleculares elementales, pero también es impensable e ingenuo pensarlo desde ellos[7]. Reflexionando sobre la evolución, dice: " La vida exhibe una estructura que obedece a los principios físicos. No vivimos en medio de un caos de circunstancia histórica no afectada por nada accesible al 'método científico'. Sospecho que el origen de la vida en la Tierra fue prácticamente inevitable, dada la composición química de los océanos y las atmósferas primitivas y los principios físicos de los sistemas autoorganizativos. [...] Pero estos fenómenos, por ricos y extensos que sean, se encuentran demasiado lejos de los detalles que nos interesan acerca de la historia de la vida.  Las leyes invariables de la naturaleza fijan firmemente las formas y funciones generales de los organismos; establecen canales por los que el diseño orgánico tiene que evolucionar. ¡Pero los canales son tan amplios en relación a los detalles que nos fascinan!". Y se pregunta: "¿Por qué los mamíferos evolucionaron entre los vertebrados? ¿Por qué los primates se aficionaron a los árboles?¿Por qué la minúscula ramita que produjo al Homo sapiens surgió y sobrevivió en Africa". Y se responde: " Cuando centramos nuestra atención en el nivel de detalle que regula la mayoría de cuestiones comunes sobre la historia de la vida, la contingencia domina y la predecibilidad de la forma general retrocede hasta un segundo término irrelevante".[8] Pensemos lo pertinente de estas ideas cuando el objeto en cuestión es ése tan complejo llamado sujeto humano para quien la contingencia define a diario su devenir, y qué banal puede resultar pretender explicar sus padeceres desde la óptica restringida de su composición microscópica.

En otro artículo Gould dice: "Los físicos, siguiendo el estereotipo de la ciencia como empresa previsible y determinista, a menudo han planteado que si los humanos surgieron sobre la tierra, debemos inferir (dado que las causas llevan inevitablemente a los efectos), que en cualquier planeta que iniciara su historia con unas condiciones físicas y químicas similares a aquellas que se dieron en la Tierra primigenia deberían surgir criaturas inteligentes de forma humanoide [...] Pero los estilos de la ciencia son tan diversos como sus temas. El determinismo clásico y la predecibilidad completa pueden prevalecer en el caso de objetos macroscópicos simples sometidos a unas pocas leyes de movimiento (las bolas que ruedan por planos inclinados en los experimentos de física de la escuela superior) pero los objetos históricos complejos no se prestan a tan fácil tratamiento"[9]. ¿Y no es acaso el psiquismo humano unos de los objetos históricos más complejos?

Me parece esencial no perder de vista esta cuestión pues, tan a la defensiva en nuestras condiciones de trabajo y de supervivencia material, terminamos desacreditando el poderoso instrumento que la teoría psicoanalítica ha demostrado ser para entender la constitución del aparato psíquico.

No se trata de idealizarla como si fuera un cuerpo teórico consumado y transformar aquellos lugares en que Freud plantó jalones e interrogantes para seguir investigando - que son muchos e involucran casi todos los elementos centrales de la teoría- en puntos definitivos de llegada para repetirlos como si fuéramos los dueños de un saber sin mácula. La apuesta debería ser tomar esos puntos de interrogación para seguir investigando, aún cuando los resultados sean contradictorios con las formulaciones fundamentales.

Pero este trabajo exige partir de un método -la asociación libre- que fructifica en el interior de un espacio inusual -el encuadre regido por la abstinencia y la atención flotante- que deberá ser modulado de acuerdo a la peculiaridad de los conflictos que pueden dominar a un ser humano en general, y en particular cuando consulta. Sin el método, el psicoanálisis se torna pura especulación.

Si a esto le sumamos los ridículos honorarios que pagan los sistemas de salud a sus prestadores, la dictadura intimidatoria de una burocracia paranoica que cada día hace más difícil la práctica de los agentes de salud de cualquier especialidad -y en consecuencia la calidad de la atención de los pacientes-, nos encontramos con que la investigación estará signada por una ideología basada en una eficiencia virtual que impedirá que los analistas discutamos nuestros fracasos, no sólo por cuestiones propias e inmemoriales que competen los pequeños narcisismos de todos nosotros o las luchas de pseudo política entre escuelas, sino también por el miedo de quedar afuera de un sistema que, de hecho, propende a eliminarnos, y en cuyo interior, y de esta forma paradójica y autodestructiva, las prácticas psicoterapéuticas  sostienen la ilusión de poder sobrevivir.

El sujeto consumidor que exige el libre mercado exige también sujetos acríticos que ignoren los determinantes alienantes (en tanto constituidos en relación al semejante) que moldean eso que genéricamente se llama personalidad.

Cuando no se pueda hacer otra cosa, creo que, tal vez, al menos por ahora, una alternativa sería incluir los límites de nuestro trabajo posible en las condiciones explícitas que fijemos con el paciente. Ocultarlas asumiendo como viable lo que no lo es, implica promover ilusiones en los pacientes que arrastrarán en su caída -en mi opinión esto ya está ocurriendo- al instrumento mismo. Para los pacientes, y así para la comunidad toda, no será tal o cual psicoterapia o tal o cual psicoanálisis el que fracasará, sino la psicoterapia o el psicoanálisis en tanto alternativa para abordar los conflictos psíquicos humanos la que lo hará. Con la consiguiente exaltación de técnicas que no pueden ofrecer otra opción que la de trabajar en la producción de "amebas 'felices'" que la época exalta a diario a través de la usina mediática de la alegría ensordecedora y el ruido narcotizante, y que podrá ser obtenida de acuerdo a los miligramos diarios consumidos del último producto que la industria farmacológica imponga.

No pretendo defender el psicoanálisis como si se tratara de una panacea. Todavía es demasiado lo que no sabemos, y nuestro instrumento se muestra muchas veces incapaz de atenuar, siquiera en parte, conflictos que se forjaron a lo largo de una vida. Pero los muchos éxitos que todos comprobamos en nuestra práctica nos muestran un instrumento poderoso, siempre que tengamos la humildad y la fuerza de defenderlo en el terreno más difícil: siendo los más severos cuestionadores de sus límites.

Esta tarea nos obliga a dimensionar en toda su magnitud las condiciones perversas que nos imponen falsas opciones, arrastrándonos sutilmente a reivindicaciones dogmáticas puramente defensivas, o a un escepticismo desencantado de cuño tanático.  

A principios del siglo xix, Ned Lud, impulsó un movimiento de resistencia ante la industrialización, basado en la ruptura de las máquinas. Se lo conoció como ludismo. Me preocupa que hoy, sin saberlo, y salvando las distancias, hagamos un movimiento análogo, rompiendo nuestra herramienta de trabajo. Pues si aquel pretendía darle forma activa, aunque voluntarista, a una forma de resistencia, el ludismo intelectual completamente inconsciente que de hecho ejercemos, rompe nuestra “máquina” conceptual y nos ubica en la posición de sujetos identificados con los modos de maltrato que las políticas en salud aplican, favoreciendo implícitamente una estructura de cosificación de los sujetos, a quienes se promueve imaginariamente libres para que circulen sin restricciones como mercancía, pero que en los hechos se encuentran más sojuzgados que nunca por un destino tanático. Este ludismo intelectual nuestro de cada día, comparte con aquel la impotencia que demuestra, pero se diferencia en que si romper las máquinas era un modo de canalizar las primeras protestas obreras en el momento de expansión de la revolución industrial, éste nuestro de hoy expresa los movimientos entrópicos de autoagresión en un momento brutalmente regresivo del capitalismo monopólico.[10] En efecto, cuando los psicoanalistas oscilamos entre posiciones de altanería dogmática o de repliegue vergonzante, ponemos en acto algunas de las formas más autodestructivas de una práctica impregnada de perplejidad que no halla respuestas creativas a las paradojas que se le imponen.

La época actual es otra que aquella en que el psicoanálisis floreció, sin embargo, lo importante, en mi opinión, es intentar cercar los nuevos problemas que se generan, no en un afán pseudodialéctico optimista de encontrar un punto de superación “progresista” de las contradicciones que padecemos, sino de delimitar aquellas contradicciones superables de aquellas antagónicas, que permitan que el psicoanálisis muestre su vitalidad sin sacrificar sus principios, salvo cuando estos se mostraran errados para la exploración de nuestro objeto específico, es decir: el inconsciente. En este camino hacer modificaciones pragmáticas del método para adaptarse a las condiciones de la época, sin emprender una profunda crítica de estas condiciones y una exploración de nuestro propio posicionamiento en ella, me parece la mejor manera de extender un certificado de defunción por partida doble: para el psicoanálisis y su vocación psicoterapéutica, y para nosotros mismos, en tanto sus practicantes.

                                                                  Oscar Sotolano

                                                                  Agosto de 1999

 

 

Título: Psicoanálisis o psicoterapias de tiempo limitado: una opción perversa.

Autor: Lic. Oscar Sotolano

Institución a la que pertenece: Escuela Argentina de Psicoterapia para graduados

Domicilio profesional: Billinghurst 2409, piso 14, depto. A. Capital Federal. Rep.     

 Argentina.

Teléfono: 4801-5643

E-mail: sotolano@arnet.com.ar

 

NOTAS


[1]La posición que uno adopte ante la cuestión no invalida la legitimidad del planteo.

[2] Las bastardillas son mías.

3 La misma lógica se impone en los sistemas públicos jaqueados por las listas de espera y los bajos presupuestos.

[4] Octave Mannoni, "Ya lo sé, pero aún así", en La otra escena. Claves de lo imaginario. Amorrortu.editores. Buenos Aires. 1973.

[5] Tomo aquí una feliz expresión de Daniel Waisbrot en su  trabajo Lo no negociable: polémica terminable e interminable, e ideas de Rodolfo Espinosa, en su texto Sobre psicoterapias. (trabajos inéditos)

[6]Informe sobre el Desarrollo mundial 1993. Invertir en salud. Banco Mundial. Washington, D.C. pág.4

[7] Stephen Jay Gould, "Justamente en medio", en La sonrisa del flamenco. Ed. Hermann Blume. Madrid. 1987. pág.409.

[8] Stephen Jay Gould, "La visión de Walcott y la naturaleza de la historia", en La vida maravillosa. Ed. Drakontos. Barcelona. 1995. [ Las bastardillas son mías]

[9] Stephen Jay Gould "El SETI y la sabiduría de Casey Stengel", en La sonrisa del flamenco. Ed.   Hermann Blume. Madrid. 1987. pag.432.

[10]Ver : Oscar Sotolano, "Psicoanálisis y salud pública", en La Oreja, Nª12, año vi, invierno 1996. Facultad de Psicología. F.A.E. Santiago Pampillón. Rosario.


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