No 2608

 

Miércoles, 17 de febrero de 1999

 

 

Ensayo del presidente Ikeda

 

RECUERDOS DE MIS ENCUENTROS CON

DESTACADAS PERSONALIDADES DEL MUNDO

 

--Parte III--

 

Kocheril Raman Narayanan, presidente de la India

 

Parece que tengo una misteriosa afinidad con el presidente Kocheril Raman Narayanan, de la India. Cuando, en febrero de 1979, estuve en Nueva Delhi y visité la Universidad Jawaharlal Nehru, quien me dio la bienvenida fue el señor Narayanan, por entonces vicerrector de la prestigiosa institución.

Me dijo, con una sonrisa afectuosa: "Por favor, sea profesor por un día". "¡No, no! Quisiera ser alumno por un día", contesté. Y se echó a reír sin protocolos. Pude ver que era un hombre de gran calidez y apertura mental.

Cuatro jóvenes que estudiaban idioma japonés en su universidad cantaron, con muy buena pronunciación, dos tonadas japonesas muy populares: "Sakura Sakura" (Capullos de cerezo) y "Haru ga Kita" (Ha llegado la primavera). El público acompasaba la música batiendo palmas... Presenté una "moción urgente" al plantel docente, para que dieran a las jóvenes la calificación más alta en idioma japonés. ¿Qué dirían? El vicerrector Narayanan y los compañeros de las chicas aplaudieron con entusiasmo.

Un estudiante levantó la mano y dijo que tenía una pregunta para mí. Para mi sorpresa, me dijo que estaba preparando su doctorado, y que el tema de su tesis era... ¡la Soka Gakkai! El señor Narayanan comentó, divertido, que me estaban estudiando, y me pidió que colaborase con el estudiante.

La personalidad y la gentileza del señor Narayanan me impactaron enseguida; la misma impresión me causó su inteligencia despierta y ágil. Hacía poco tiempo que ejercía el cargo; en realidad, hasta entonces había sido diplomático de carrera, y embajador de la India en países como Tailandia, Turquía y la China. Poco después de casarse, a comienzos de su trayectoria diplomática, también llegó a cumplir servicio en la embajada india en Tokio.

"Para hacer honor a la verdad", mencionó la segunda vez que nos reunimos, en diciembre de 1995, "mi hija mayor nació en Tokio". Habían pasado dieciséis años desde nuestro primer encuentro, en la Universidad Jawaharlal Nehru. Poco antes, me había llegado un mensaje de él: "Voy a viajar al Japón, y quisiera verlo". Así que nos reunimos en Tokio. En ese momento, el señor Narayanan era vicepresidente de la India.

Me contó una anécdota sobre el primer ministro Jawaharlal Nehru: "Mi hija tenía ocho anos. Había ganado el primer premio en un concurso de poesía, y se lo iba a entregar nada menos que el primer ministro Nehru. Pero en ese mismo momento supe que me iban a transferir al extranjero, y como mi hija debía viajar conmigo, iba a perderse la entrega del premio.

"Visitamos al Primer Ministro en su residencia, justo antes de marcharnos. Nehru dijo que había visto el poema y se dirigió a mi hija: '¡Muy bueno, muy bueno! ¡Ya lo leí en la revista!". Había muchos estudiantes en su casa, ese día, e invitó a mi hija a que se acercara a su lado y recitara el poema para que lo escucharan los demás. Y de esa forma, la niña pudo tener su ceremonia privada...".

El señor Narayanan me dijo: "Lo que más me impresionó del Primer Ministro fue su humanismo".

Hay personas que lideran por medio de la fuerza, y otros que conducen a través del humanidad. El primer ministro Nehru, discípulo directo del Mahatma Gandhi, conocía el corazón humano en todas sus sutilezas.

El presidente Narayanan dice ser "un hombre que surgió del llano de la sociedad, que creció entre el polvo y el calor de esta tierra sagrada". Nació en 1921, en una pequeña aldea, en el estado meridional de Kerala. Provenía de la clase más discriminada y desgraciada, sometida durante siglos al peor trato y a la opresión más inhumana.

Era el cuarto de siete hijos. Su familia conoció el hambre y la indigencia; en su casa ni siquiera había donde bañarse. Sin embargo, todos los días recorría siete kilómetros de ida y vuelta, para ir a la escuela. Durante la temporada lluviosa, el barro le llegaba a los tobillos. En esas largas caminatas, lo que hacía era leer. Como no podía comprar libros, devoraba y resumía por escrito cuanto material impreso cayera en sus manos.

Los hermanos mayores del señor Narayanan se dieron cuenta de que el niño se desvivía por estudiar, así que abandonaron sus estudios para darle a él la oportunidad de seguir en la escuela. Pero ni siquiera así la familia podía pagar la matrícula escolar. A modo de castigo, al niño lo hacían salir del aula y quedarse de pie, pero el joven no pensaba dejar que esto lo intimidara. Hacía un esfuerzo supremo por aguzar el oído y escuchar las clases que el maestro dictaba adentro del aula. Hoy, sonríe y dice que fue "un buen entrenamiento". Un diplomático tiene que aprender a soportar muchos desaires sin perder el aplomo, así que, para él, tener que escuchar la clase de pie frente a los ojos observadores de los demás compañeros fue un ejercicio útil.

Es una persona de gran fortaleza interior. No pierde la sonrisa ni cuando revela momentos muy amargos del pasado.

Aparentemente, es muy raro que hable de su infancia, pero en lo profundo de su pecho, siempre arde con fuerza volcánica su indignación por los explotados y los menos privilegiados. Después de nuestro encuentro, en Tokio, participó en un simposio internacional en Hiroshima, donde comunicó sus sentimientos con toda franqueza. "Lo que más necesita la humanidad", declaró, "es un corazón solidario hacia el sufrimiento de los demás. Necesitamos preocuparnos por lo que sucede a otros como si se tratara de nosotros mismos. Tenemos que pensar: 'Esta tragedia, esto tan cruel que le está sucediendo a la gente en este lugar, podría haberme pasado a mí'. Hace falta una educación que fomente en el pueblo sentimientos solidarios y conciencia de comunidad". En su discurso, también mencionó la ambición de Gandhi: "Borrar hasta la última lágrima de los últimos ojos". Todos los líderes, recalca, deben considerar el dolor de los demás como su propio dolor. Y cuando lo escucho hablar así, recuerdo la determinación de mi propio maestro, Josei Toda, "borrar el sufrimiento de la faz de la Tierra".

El Mahatma Gandhi condenaba el sistema que rotulaba a determinado grupo de gente como la "casta de los intocables". Decía que esa estructura social era una creación diabólica. Amaba a las personas que sufrían en el escalón más bajo de la pirámide social, a quienes prefería llamar Harijan o "niños de Dios". Gandhi decía que aunque no tenía ningún deseo especial de renacer, si así fuera elegiría volver a la vida como un intocable, para compartir el dolor, la tristeza y los insultos que esta gente debe soportar.

El joven Narayanan pudo seguir estudiando gracias a la ayuda que le extendió el programa de Becas Harijan, creado por Gandhi. Trabajó y trabajó, hasta graduarse con las calificaciones más altas de la universidad. Aunque su desempeño académico fue excelente, no le fue nada fácil avanzar en su carrera, probablemente a causa de su casta.

Se marchó de su pueblo para dedicarse al periodismo. Una de las alegrías más grandes que le dejó esta etapa de su vida fue la oportunidad de entrevistar a Gandhi. Al llegar al sitio donde se encontraba Gandhi, temblaba de nervios y de excitación. Y había llegado en el momento más inoportuno, pues Gandhi estaba almorzando, en compañía de las autoridades más importantes de la India. Pero como si la mala suerte se hubiera ensañado con él, justo ese día, Gandhi observaba una jornada religiosa de silencio. Sin embargo, Gandhi respondió con gusto las preguntas del novato periodista... en un papel, por escrito.

Cuando el señor Narayanan hubo terminado la entrevista y se disponía a marcharse, uno de los participantes lo detuvo. Gandhi había solicitado que le sirvieran de comer antes de marcharse. La gentileza de Gandhi era sobrecogedora... Seguramente se habría sentido incomodo de estar comiendo mientras ese joven hambriento y delgado le hacía el reportaje. Esa amabilidad, esa consideración hacia los demás, impactó a ese joven de veinticuatro años más que todas las respuestas reflexivas que Gandhi había ofrecido a cada pregunta. Habrán sido tantas y tantas las indignidades soportadas por él durante la infancia, que quizá por eso era tan sensible a los sentimientos ajenos. Y por eso, nunca pudo olvidar el corazón de Gandhi.

¿Quién hubiera dicho ese día que, medio siglo después, ese jovencito sería el presidente de la India? En julio de 1997, quincuagesimo aniversario de la independencia india, asumió el mando como décimo presidente de su país. Una vez, Gandhi había transmitido su deseo de que el presidente de la India independiente surgiera entre las clases más oprimidas y discriminadas. Por fin, ese sueño se hacía realidad. Desde el punto de vista de los conocimientos, la personalidad y la experiencia, no había elección mejor. Por eso, el señor Narayanan obtuvo el noventa y cinco por ciento de los votos.

Tres meses después de asumir el mando, lo visité en su despacho presidencial de Nueva Delhi. "Gracias por venir", me dijo. Allí estaba, saludándome con el mismo don de gentes, con la misma calidez y amabilidad, y acercándose de prisa a estrecharme la mano.

Trabajará al frente del país hasta el 2002. Le comuniqué mi convicción de que en el siglo XXI, por su tremenda riqueza espiritual, la India desempeñará un papel cada vez más importante en los asuntos internacionales. Creo, dije, que desde esa amplia perspectiva veremos el surgimiento de un triunvirato de países decisivos: los Estados Unidos, la China y la India. Cuando el mundo estuvo dominado por dos potencias --la Unión Soviética y los Estados Unidos--, el resultado fue la "guerra fría". Cuando existen dos centros de poder, inevitablemente se polariza la oposición. Pero estamos entrando en una era en que el poder se repartirá en tres ejes, y esto llevará al mundo hacia la estabilidad y la armonía.

Para fundamentar mi opinión, me referí a la antigua novela histórica china Romance de los Tres Reinos, y el doctor Narayanan manifestó que conocía muy bien la obra. Con una sonrisa, agregó: "Estoy de acuerdo con su visión, presidente Ikeda".

Lo elogié por la profundidad de sus discursos. Y tuvo la deferencia de responder: "La verdad es que tomo prestadas ideas de sus discursos"...

"Aunque se trate de una broma, le agradezco mucho su reconocimiento".

"¡No, de veras!", insistió. Y en ese momento volvieron a mi mente las horas que habíamos compartido hacía tantos años, en la Universidad Jawaharlal Nehru.

Cada vez que me reúno con el Presidente indio, nuestra conversación termina refiriéndose a los jóvenes. Muy probablemente por el tremendo aliento y el apoyo que recibió de Gandhi y de Nehru durante su juventud, siempre está preocupado por la educación y el desarrollo de los sucesores. En su primer discurso presidencial, dijo que era inevitable que los jovenes indios sintieran "indiferencia" y "cinismo" frente a la corrupción de los políticos nacionales. Instó a todos a reflexionar, pues si éste era el ejemplo que el país iba a darles a los jóvenes, entonces el futuro de la India corría serio peligro.

En ese mismo discurso, volvió a recordar el ferviente deseo del Mahatma Gandhi, "borrar hasta la última lágrima de los últimos ojos". Para el presidente Narayanan, líder es el que está dispuesto a dar la vida en bien de los pobres, de los oprimidos y de los explotados.

 

(Publicado el 12 de abril de 1998 en el Seikyo Shimbun, diario de la Soka Gakkai.)

 

No 2581

 

Lunes, 11 de enero de 1999

 

 

Ensayo del presidente Ikeda

 

 

RECUERDO DE MIS ENCUENTROS CON

DESTACADAS PERSONALIDADES DEL MUNDO

 

--Parte III--

 

Thiago de Mello, poeta brasileño y custodio del Amazonas

 

Se puede confiar en las personas que luchan contra la opresión. Respeto a los que cumplen las promesas que han hecho al pueblo, aun en condiciones de persecución y de encarcelamiento.

Un hombre así fue el que vino a verme un día, y trajo consigo la brisa verde del Amazonas. "Le pido que no piense en mí como en un gran literato", expresó. "Soy hijo de la selva. Soy hijo del río, del viento". Y en sus palabras fluía la cadencia rítmica de la corriente caudalosa. "Los hijos del Amazonas podemos oír el mensaje del viento. Sabemos descifrar el rumor del viento entre las copas de los árboles. Sabemos entender el idioma de las aves".

Amedeu Thiago de Mello, custodio del Amazonas, es poeta, y ser poeta es poseer el corazón de un niño inocente, libre de las marcas del mundo. Ser poeta es ser un hombre que ha luchado año tras año contra esa contaminación del espíritu que llamamos civilización moderna.

"Recuerdo mi infancia... Crecí en un pueblo pobre, cerca del tramo medio del Amazonas. De noche, el cielo reventaba de estrellas; de una punta a la otra, era una manta pareja y tachonada de estrellas. El cielo nocturno se reflejaba perfectamente en las aguas de azabache del Amazonas. Estrellas en el cielo y en el río... Una noche, se juntó en el aire una multitud de luciérnagas, millones de luciérnagas que parecieron unir la noche y las aguas. Me quedé pasmado, mudo de emoción". El pequeño se embriagaba con la mágica visión de ese puente de luz que parecía tenderse entre el cielo y la tierra.

Hoy, a los setenta y dos años, el mismo hombre sigue luchando en su pueblo natal de Barreirinha, en Brasil, para defender "el hogar de la vida", el poderoso Amazonas. Sus armas: la pluma y la voz. Pero, además, sigue educando a los jóvenes y trabajando por el pueblo a través de sus conocimientos de Medicina.

Dice el señor Thiago de Mello: "Los pueblos indígenas del Amazonas tal vez no puedan deletrear la palabra utopía, pero es entre ellos donde vamos a encontrar una sociedad de bello amor fraternal y democrático. Viven en intachable armonía con la naturaleza; son amigos del Sol y siguen la conversación de las estrellas".

La tragedia más dolorosa que afligió a los orgullosos indios de América Latina fue la llegada del europeo, quinientos años atrás. Quizá la única forma de definir justamente las persecuciones que los conquistadores abatieron sobre aquellos sea aludir a un "holocausto del Nuevo Mundo". Los invasores europeos trataron a estos "pueblos incivilizados" de la manera más cruel; el pobre indio fue objeto de matanzas sangrientas, saqueos, explotación y hasta de una política de extinción sistemática. Quien se oponía a este reino del terror era silenciado con la muerte o doblegado a fuerza de tormentos. Los invasores extranjeros, a fuerza de mentira sobre mentira, fueron usurpando las tierras indígenas, robando su oro, enganando al indio, reduciéndolo a la labor forzada. En nombre de su dios, le impusieron obediencia a la autoridad del hombre blanco, mientras las culturas indígenas eran destruidas y proscritas, mientras el alma de su pueblo era invadida y surcada por cicatrices indelebles.

Pero esto no es algo que haya pasado hace cientos de años. También en los tiempos modernos se ha visto con frecuencia esta conducta despreciable, en razas que dan en llamarse "civilizadas". Aventureros inescrupulosos, lanzados a explotar el caucho del Amazonas, dieron a los indígenas ropas infectadas con enfermedades a las cuales no tenían inmunidad, y así causaron su aniquilación. En algunas regiones, el trabajo forzado que se les impuso a los indios fue tan despiadado, que se calcula que siete personas morían de agotamiento, por cada tonelada de caucho obtenido.

¿Quiénes son los civilizados? ¿Quiénes, los bárbaros? La codicia de los "bárbaros" ilustrados sigue saqueando y destruyendo nuestro mundo natural hasta el día de hoy.

El poeta pregunta: "¿Realmente han ganado algo estos 'conquistadores'? ¿Puede decirse que sean vencedores los que robaron a un pueblo todo lo que éste tenía? Y aunque hayan ganado en su batalla ciega por conquistar a la Naturaleza, ¿es esta una victoria digna de contar? ¿Acaso no han hecho recaer sobre sí mismos la más horrenda de todas las derrotas?".

Sí, somos hijos de la Naturaleza, nacidos en ella y de ella. La destrucción natural es la destrucción de la raíz que alimenta la existencia humana; también consume y destruye la raíz fértil, el humanismo, de sus perpetradores.

El señor Thiago de Mello consagró su vida entera a luchar contra la devastación. De niño, solía oficiar de lazarillo a su abuelo ciego; en sus paseos, el pequeño quería saber: "¿Por qué esta gente es tan pobre, si trabaja tanto?". Por entonces, había terratenientes ricos, que amasaban tremendas fortunas a costa de imponer órdenes despóticas y soberbias a los demás. "¿Cómo pueden tratar tan mal a la gente?", preguntaba el niño. El abuelo le contaba historias de injusticia social, y el tierno poeta no podía sofocar el estallido de su legítima ira.

Estudió Medicina, y su contacto con los pacientes pobres y desposeídos le enseñó más aún sobre la cruel realidad de su vida. No podía quedarse callado; amaba demasiado a la gente para reprimir su conmoción. "El que cree en el amor debe decidir qué camino adoptar. ¿Escogerá la senda del bien o hará silencio y será cómplice de la injusticia?". Escribía elocuentes poemas para denunciar la inequidad social. Encabezaba huelgas que terminaban en la cárcel. Pero se negaba a darse por vencido. Su decisión era luchar, y entonces luchaba con todas sus fuerzas.

Su madre siempre le decía: "Haz lo que debas, mientras sirva para ayudar a los demás".

El continente latinoamericano se vio arrasado por la tempestad de los regímenes militares. Brasil no fue excepción. En 1964, cuando el señor Thiago de Mello tenía treinta y ocho años, el país sufrió un golpe de estado. Los bárbaros que usurparon el poder enviaron a la cárcel al poeta de los derechos humanos y prohibieron sus libros.

Pero en la pared de su celda, el poeta halló un verso: "Viene la noche mas yo canto, porque, sin falta, el alba ha de llegar". Pertenecía a uno de sus poemas; alguien lo había garabateado sobre el muro. Alguien había encontrado en sus palabras coraje para sobrellevar la sombra negra del presidio. Las conspiraciones de la autoridad no servían para acallar su clamor de justicia. ¡Para un poeta dedicado a la justicia, qué honor más grande podría haber!

Las palabras del señor Thiago de Mello no eran meros ejercicios retóricos; ¡no! la suya era una voz nacida en el oleaje tibio del amor hacia la humanidad, una voz nacida en los vientos rugientes de la oración: la oración del hombre que no puede separarse de la naturaleza. Creo que si el Amazonas pudiera hablar, la suya sería la voz del señor Thiago de Mello. Si los millones de pueblos indígenas masacrados pudieran tomar la pluma, escribirían como lo hace él.

El poeta brasileño vivió muchos años en el exilio; su destierro lo llevó incluso a Chile. Su amigo, el ex presidente chileno Salvador Allende, le dio la bienvenida, aunque él mismo luego sería acribillado en un golpe de estado. Por su amistad con el mandatario asesinado, el señor Thiago de Mello estuvo a un tris de caer bajo las balas de un soldado chileno rebelde. Mientras el caño del fusil le apuntaba, sentía fluir por sus venas no sólo miedo, sino furia incontenible. "¿Es que las fuerzas del mal van a sofocar la justicia? ¿Es que ya no se puede tener esperanza?". En ese momento, su fuerza vital se agitó dentro de sí para responderle: "¡No! ¡Debes vivir! ¡Ésta no es tu hora de morir! Sobrevive. ¡Ponte a actuar y devuelve una vez más la esperanza a tu pueblo!".

Su exilio lo llevó a Alemania, Francia y Portugal, y luego regresó a su madre patria, y a su aldea natal en el Amazonas. Volvió al inmenso mar del bosque tropical, al pueblo de las luciérnagas. Volvió a sus épocas de juventud.

Habían pasado décadas desde la última vez... El poderoso río Amazonas le hablaba nuevamente y le contaba la destrucción pavorosa que había padecido en los meses y años de su ausencia.

La región amazónica es muy importante: estabiliza el clima del planeta entero. Destruir el Amazonas es como destruir nuestro propio hogar.

Ah, humanidad, ¿acaso tu codicia no tiene fin? ¿Cuánto tiempo más seguirás retribuyendo a la beneficencia del gran bosque de la vida con tu explotación destructiva?

Alcé mi propia voz junto a la del poeta: "¡Escuchemos, ay, escuchemos la voz iracunda de la Tierra! ¡Sintamos respeto, respeto hacia el puro espíritu del pueblo!". El respeto es el primer paso hacia el conocimiento. Las personas hablan de proteger al ambiente, de proteger a los pueblos indígenas, pero lo que realmente hace falta es profunda humildad, para aprender las leyes de la Naturaleza, estudiar la sabiduría de los pueblos que, durante siglos, han vivido en armonía con su ambiente.

Cuando, en Kansai, el señor Thiago de Mello habló en las Escuelas Soka de Segunda Enseñanza, dijo a los estudiantes: "Hoy, en nuestro mundo hay ochocientos millones de niños y adultos jaqueados por el hambre. Cientos de millones que no saben leer. Quiero que cada uno de ustedes sepa lo afortunado que es.

"Tener buena fortuna significa poseer una responsabilidad frente a los demás. El propósito de sus estudios no sólo es recibir un título, encontrar un buen trabajo y vivir cómodamente. No tienen que ser egoístas de pensar así. Tengo algo que pedirles a cada uno de ustedes: por favor, lleguen a ser adultos nobles y correctos, y trabajen en su comunidad como ciudadanos ejemplares del mundo. Asegúrense de que en el siglo XXI ni un solo niño deba pasar la noche en vela por culpa del hambre. Asegúrense de que a ningún adulto se le niegue la luz de la sabiduría tan sólo porque no sepa leer. Quiero que todos ustedes hagan un esfuerzo por servir a la humanidad.

"Estoy seguro de que si lo hacen, nadie será tan feliz como el presidente Ikeda, fundador de estas escuelas. Esa es la razón por la cual ha resistido todos los desafíos y dificultades que pretendieron tumbarlo hasta el día de hoy".

He aquí un hombre que comprende mis pensamientos; aquí y ahora, deseo manifestar mi inmensa gratitud por su profunda comprensión.

El poeta me dijo: "¿Qué futuro le aguarda al mundo? Para mí, lo crucial es que cada individuo lleve a cabo la misión que tiene en la vida. Ésta es la clave para salvar al mundo". Casi parecía estar hablando para sus adentros... Era la voz de un hombre determinado a ver el amanecer de un siglo en que se respete la dignidad de todas las formas de vida.

 

(Publicado el 25 de octubre de 1998 en el Seikyo Shimbun, diario de la Soka Gakkai.)

 

 

No 2583

 

Martes, 12 de enero de 1999

 

Ensayo del presidente Ikeda

 

 

AMIGOS INOLVIDABLES DEL MUNDO

 

Dra. Margarita Vorobyova-Desyatovskaya, miembro del Instituto de Estudios Orientales de la Academia Rusa de Ciencias

 

"Mi esposo falleció tan joven... Tenía sólo veintiocho años." Cuando falleció el doctor Vladimir Sv'ataslavovitch Vorobyov-Desyatovsky, filólogo de gran futuro, dejó a una joven viuda, Margarita, y a un pequeño hijo varón, Nicholas.

"Me casé mientras aún estudiaba en la Universidad de Leningrado. El área de interés intelectual de mi esposo era muy amplia. Se volcó no sólo al estudio de las lenguas indoeuropeas, sino también a la investigación de manuscritos antiguos del Asia Central. Su entusiasmo era contagioso, y quizá por eso yo fui su primera y más diligente alumna", relata la doctora Vorobyova-Desyatovskaya. Cuando falleció su amado esposo, no cabía en su dolor, pero decidió continuar su trabajo, como investigadora de la filial Leningrado (hoy San Petersburgo) del Instituto de Estudios Orientales, dependiente de la Academia Rusa de Ciencias. "Determiné que cumpliría su sueño, el estudio de los manuscritos de Asia Central de los que solía hablarme con ojos chispeantes de entusiasmo", cuenta.

Pero no le fue nada fácil.

Asia Central es una región donde proliferaron numerosos idiomas, un sitio donde, con el transcurso de los siglos, muchos pueblos nacieron y se hundieron en el ocaso. El número de idiomas que un investigador debe dominar ya es todo un escollo. A veces, una palabra o forma aparece una sola vez en un solo documento. Abundan los modismos y las expresiones en dialectos locales. Muchos de los documentos están escritos en caligrafía cursiva. Y cuando, al fin, se logra decifrar el significado de un fragmento, surge otra cuestión: si se trata de una escritura budista o hinduista.

De la mayoría de los textos antiguos de la región sobreviven sólo fragmentos; traducirlos, pues, resulta extremadamente difícil. No sólo hace falta dominio de los idiomas, sino también un amplio conocimiento de la historia y de muchos otros temas. Es una labor que pone a prueba la determinación y la paciencia infinita de cualquiera.

Pero cuando uno logra trepar esta oscura y escarpada senda de montaña, sembrada de obstáculos interminables, y finalmente ve la luz del día, lo único que se siente es una alegría indescriptible, un orgullo por la labor realizada. "No puede haber dicha más grande", dice la doctora Vorobyova-Desyatovskaya, "que cuando uno sabe que ha hecho una contribución a la historia del conocimiento, por modesta que haya sido".

Se dedicó a sus estudios con paciencia y decisión inquebrantables. Leningrado queda cubierta por el hielo y la nieve en pleno invierno. Mientras estudiaba en su habitación aterida por el frío, arrojando el aliento sobre las manos inertes para reanimarlas, siempre sentía la dulce presencia de su fallecido esposo que velaba por ella. Juntos, iniciaron un periplo por la antigua Ruta de la Seda.

Pero este trayecto, sembrado de riscos afilados, áridas estepas, desiertos y oasis distantes, no es fácil ni acogedor. Precisamente por eso, las personas que han vivido a lo largo de esta ruta siempre buscaron la sabiduría con tanto fervor. Cada vez que se creaba alguna nueva invención o que surgían artes tecnicas, ese conocimiento beneficioso circulaba libremente. La luz viaja, pero también lo hace la sabiduría. Con semejante energía atravesaron este camino inventos como la seda y el hierro, el papel y el vidrio, hasta las regiones más remotas del globo.

El Budismo, joya de la sabiduría suprema, también se difundió de persona a persona, entre mercaderes y nómadas, labriegos y artesanos, soldados y diplomáticos, y artistas. Las muy diversas caravanas que recorrían la Ruta de la Seda en toda su extensión fueron construyendo una auténtica autopista de sabiduría; y la razón por la cual este itinerario sigue fascinándonos hasta el día de hoy es porque nos cuenta la historia del hombre en pos de la iluminación, de la luz que lleva a una vida mejor.

 

Los miembros del Instituto de Estudios Orientales han dedicado la vida a proteger y transmitir esta luz. Los predecesores de la doctora Vorobyova-Desyatovskaya la resguardaron casi con desesperación, como quien envuelve la luz vulnerable de una bujía de las sañas del viento. Durante los novecientos días de sitio que las fuerzas nazis impusieron sobre la ciudad de Leningrado, durante la Segunda Guerra Mundial, los miembros del Instituto hicieron cuanto estuvo a su alcance para proteger estos manuscritos, redactados de puño y letra por los hombres de la Antigüedad. El despiadado ataque a la ciudad prosiguió durante meses y años; las calles y viviendas soportaron una lluvia de bombas incendiarias y esquirlas. Sus habitantes, el frío y el hambre más crudos. Así y todo, sin lámpara que alumbrara en la oscuridad, ateridos, muertos de hambre, los académicos protegieron sus tesoros de la barbarie. Pudieron haberlos quemado para obtener algo de calor con que salvar su vida, pero no lo hicieron. Muchos de los investigadores cubrieron los manuscritos con su cuerpo, mientras morían de frío y de desnutrición. Sólo dos integrantes del Instituto sobrevivieron a la guerra.

Hombres y mujeres así fueron los que defendieron la luz de la civilización humana. Este esfuerzo indescriptible continuó después de la guerra. Antes de que se conocieran los sistemas de seguridad que existen hoy, la doctora Vorobyova-Desyatovskaya y sus colegas se turnaban haciendo guardia toda la noche, para cuidar sus tesoros.

Cuando la conocí, le dije, en un impulso: "Usted estudió el Budismo, en especial el Sutra del Loto, durante todos estos años, aquí en Rusia, un país que tiene poca relación con la tradición budista. Durante cuarenta años, se dedicó a estudiar, sin buscar la fama, la riqueza o el prestigio social. Usted es una verdadera intelectual, y su vida irradia auténtica nobleza".

Su hijo también ha seguido sus pasos en la búsqueda del conocimiento: es doctor en Química. Él y su esposa viven cerca de ella, así que la doctora Vorobyova-Desyatovskaya puede ver crecer a su amada nieta, lo cual la llena de satisfacción.

El día en que nos conocimos, 16 de febrero de 1996, coincidía con el natalicio de Nichiren Daishonin. Hay un célebre fragmento del Gosho en que el Daishonin alienta y consuela a una viuda sola y afligida por la enfermedad, que debía ocuparse de la crianza de sus hijos sin ayuda alguna. Cité ese famoso pasaje a la doctora Vorobyova-Desyatovskaya: "Los que creen en el Sutra del Loto son como el invierno, que jamás deja de convertirse en primavera". Y, luego, agregué: "Usted ha ganado la primavera de la victoria, como madre, como mujer y como ser humano. El invierno es muy crudo en su país, pero justamente por eso, la primavera es tan hermosa. ¿No es la llegada de la primavera una ocasion de inmenso júbilo?".

La doctora Vorobyova-Desyatovskaya es una mujer humilde, que irradia una serena fortaleza interior, y una inmensa y cálida generosidad.

Le pregunté qué pensaba sobre el Sutra del Loto, y en su respuesta me pareció escuchar su filosofía sobre la vida: "¿Por qué motivo el Sutra del Loto influyó en tantas personas? Creo que es porque el Budismo, hasta ese momento, había ensenado que las personas estaban sujetas a los lazos del karma. Pero el Sutra del Loto les dijo: '¡Hombres y mujeres de la humanidad! ¡Crean en su propia fuerza! ¡Cambien su vida! ¡Pueden transformar su destino!". Y la gente, en este mensaje, halló aliento e inspiración".

Siguió diciendo: "Si uno acepta las enseñanzas del Sutra del Loto, nada lo va a desalentar ni atemorizar, ni siquiera los inesperados reveses de la vida. Uno sabe que el Sol volverá a asomar al día siguiente, y que sin falta vendrá un nuevo día. Uno sabe que si les sonríe a los demás, ellos también sonreirán con gusto".

Mientras lo decía, su rostro se iba iluminando con una sonrisa, radiante como flor primaveral y símbolo de su viaje victorioso por el camino difícil e inhóspito que su esposo le dejó como legado. La suya es una brillante odisea en pos de la verdad, que viene desplegándose desde hace cuatro décadas con la misma tenacidad.

 

(Publicado en enero de 1998 en el Daibyakurenge, mensuario de estudios de la Soka Gakkai.)

 



 
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