SOKA GAKKAI INTERNACIONAL
Viernes, 28 de agosto de 1998 No 2452
Ensayo del presidente Ikeda
RECUERDO DE MIS ENCUENTROS CON
DESTACADAS PERSONALIDADES DEL MUNDO
--Parte III--
[5] Valentina Tereshkova, la primera mujer astronauta
"Usted no se imagina lo hermosa que es... Cuando uno ve la Tierra desde el espacio exterior, aunque sea una sola vez, se siente arrobado por un sentimiento absoluto de amor y reverencia hacia este planeta en que vivimos", me dijo, en Moscú, la célebre astronauta rusa conocida como Gaviota.
"¡Soy yo, Gaviota!"... La nave Vostok VI transmitía a los pueblos de todo el mundo la voz vibrante de Valentina Tereshkova. Era la primera mujer que orbitaba el espacio. Corría el año 1963, y ella tenía sólo veintiséis años. El nombre clave que le habían asignado, en esa misión, era "Gaviota" (Chaika). Y con ese apelativo, se la oyó decir: "Veo el horizonte, una hermosa franja celeste. Es la Tierra... ¡Qué hermosa! Todo marcha bien".
La imagen de una gaviota en vuelo hacia las alturas resultó perfecta para esta joven cosmonauta, hasta tal punto, que desde entonces la gente pasó a llamarla "Gaviota", afectuosamente, en distintos lugares del mundo.
Sentada frente a mí, con una afable sonrisa de bienvenida, su postura transmitía modestia y sencillez. Nos conocimos en Moscú, en mayo de 1975, en el edificio del Comité Soviético de la Mujer, sito en la calle Pushkinskaya (hoy, Bolshaya Dmitrova, durante mi segunda visita a ese país. Yo me senté a un extremo de la mesa oval, junto a mi esposa Kaneko y a otros miembros de nuestra delegación. Del otro lado, se hallaba la señora Tereshkova, presidenta del Comité, junto a la vicepresidenta y otras miembros del plantel administrativo. Llevaba un suéter de color verde, y un cárdigan marrón. Sus ojos, esos ojos que habían contemplado la Tierra desde el espacio exterior, eran tan azules como nuestro planeta. Y resplandecían con la luminosidad de la amistad sincera.
Le pregunté por qué había decidido ser cosmonauta, curioso por saber qué la había impulsado a embarcarse en una aventura tan excitante.
"Veamos...", comenzó en voz baja, con las manos posadas sobre la mesa. Dijo que había decidido explorar el espacio después de la hazaña de Yuri Gagarin (1934-1968), quien comandó la primera misión espacial tripulada por el hombre.
El mundo entero hablaba de esta proeza sin igual. ¡Lo que sucedería, entonces, en su propio país, la Unión Soviética! "El hombre ha incursionado en el espacio por primera vez. ¡Y fue un soviético el que lo logró! ¡Un joven soviético!". En la fábrica donde ella trabajaba, nadie se quedaba al margen de los festejos jubilosos; todos celebraban con orgullo.
Esa noche, al llegar a su casa, luego de una jornada de algarabía, la vida de la joven Valentina cambió para siempre, a partir de un comentario que a su madre se le ocurrió hacer: "Ahora que un hombre ha ido al espacio, la próxima vez tiene que tocarle a una mujer". Las palabras la conmovieron con tanto impacto, que no logró conciliar el sueño en toda la noche.
"Creo que no había un solo joven en toda la Unión Soviética que no estuviera dispuesto a dar su brazo derecho con tal de poder lograr la hazaña del teniente Gagarin", cuenta sobre esa época.
Pero Valentina era muy realista; sabía que una mujer debía ser excepcionalmente brillante como científica para aspirar a integrar una misión espacial. Su participación en un club de deportes aéreos de la región, en el cual se había inscrito junto a unos amigos poco tiempo atrás, había despertado en ella un gran interés por el paracaidismo. Y, aunque su madre temía por su seguridad, lo cierto es que la joven se había enamorado del cielo.
La señora Tereshkova fue criada por su madre. Cuando la pequeña tenía sólo dos años, su padre partió como recluta para combatir en la Segunda Guerra Mundial. No tardaría en morir en un enfrentamiento. La niña sólo podría recordar paseos compartidos con él, diestro conductor de tractores, en el asiento del inmenso vehículo. La noticia de su muerte arribó al hogar una noche, en plena tormenta de nieve, cuando todavía estaban en guerra. Como un mal sueño, persistieron en su memoria los sollozos mudos de su madre. Valentina era una chiquilla de sólo tres años; tenía una hermana mayor, y su madre, encinta, esperaba al que sería su hermanito menor. La abuela, incapaz de aceptar la muerte de su hijo, siguió esperándolo toda la vida.
¡Qué sufrimiento indescriptible han debido soportar las mujeres y los niños durante las horas interminables de cada guerra! Las personas de mi generación hemos tenido que presenciar casi más de lo que el ser humano pueda soportar.
La madre de la señora Tereshkova, viuda a los veintisiete años, hizo cuanto pudo para criar a sus tres hijos sola. Todas las mañanas abandonaba el hogar antes del amanecer para ir a ordeñar vacas al tambo de un koljós. Por momentos, suspiraba y pensaba que a su familia la había abandonado la Fortuna. La mujer tenía siete hermanos más; de todos ellos, sólo tres habían podido sobrevivir: tres, habían fallecido de hambre. Otros dos, en la guerra civil.
Con el tiempo, la familia se mudó a la ciudad. La madre y una hermana mayor trabajaban juntas en una planta textil de Yaroslavl, a orillas del Volga. La señora Tereshkova cuenta lo trabajadora que era su progenitora. "Tanto", confiesa, "que ni yo ni mis hermanos la sorprendimos jamás en un instante de ocio".
A los diecisiete años, la señora Tereshkova entró a trabajar en una fábrica de neumáticos. Luego, consiguió colocarse en la misma planta de su madre y su hermana, donde se desempeñó hasta que fue escogida para participar en el programa espacial soviético.
Con el primer sueldo que cobró, compró una pañoleta floreada y unos dulces para su madre. Cuando la mujer vio los obsequios, no pudo contener las lágrimas. Después de un largo invierno, la luz de la primavera comenzaba a brillar, muy lentamente, en su humilde y reducida familia.
Luego del vuelo histórico de Gagarin, todos los soviéticos querían postularse como voluntarios para el programa espacial. "Desde luego, yo también me presenté", comenta la señora Tereshkova. Tuvo la buena fortuna de quedar seleccionada, pero pronto descubrió que el entrenamiento era muchísimo más exigente que todo lo que había imaginado. Y, aunque no entró en detalles, bastó con que dijera: "Todo era muy duro; tanto en cantidad como en calidad. Se avanzaba por etapas correlativas; y cada nivel era un verdadero desafío para mis fuerzas físicas". Intuitivamente, todos sentimos lo agotadora que debió de haber sido la preparación. Una vez, escribió que cuando entraba en el tanque centrífugo, sentía que la sangre se le convertía en mercurio...
Tuvo que estudiar intensivamente muchos temas especializados, como ingeniería aeroespacial. Cada día era una batalla, pero no se dejó vencer. "Creo", explicó, "que cuando uno tiene un sueño y consagra todas sus fuerzas a lograrlo, puede concretarlo sin falta".
La fotografía de su madre, desde una de las paredes de su cuarto, le alegraba la vida; sus ojos parecían decirle: "¡Sé perfectamente que lo podrás lograr!". Cada vez que cobraba el sueldo, iba puntualmente a la oficina de correos a enviarle un giro a la madre.
A su alrededor, había muchos que la alentaban. En la Unión Soviética, era común que hombres y mujeres trabajaran codo a codo y compartieran el mismo ámbito laboral. La señora Tereshkova era querida por su amabilidad y consideración.
Durante nuestro encuentro, hizo gala de la misma generosidad; siempre trataba de sumar a los demás a la conversación y se disculpaba por tener que hablar sólo de sí misma.
¡Finalmente llegó el día tan esperado: era hora de salir al espacio! Durante tres días inolvidables, orbitó alrededor de la Tierra cuarenta y ocho veces; esto, dicho de otro modo, significa que vio el amanecer cada hora y media. "Era algo tan hermoso, tan sobrecogedor...", contaba, "como tomado de un cuento de hadas". La Tierra se veía envuelta en un círculo de tenue luz que constantemente cambiaba de color, de una punta a otra del espectro.
"No tengo forma de transmitir la alegría que uno siente al ver la Tierra", observaba. "Es azul, y mucho más hermosa que cualquier otro planeta. Cada continente y cada océano tienen su propia belleza singular". Africa era amarilla; Sudamérica era verde; Asia era marrón oscuro...
Mientras volaba alrededor de la Tierra, pensaba en su madre. En todas las madres del mundo.
Nuestro planeta rebosaba de vida. Veía las montañas: todas las aves que habitaban sus laderas tenían madre, como también tenían madre los insectos y animales que poblaban los bosques. Veía los océanos y ríos: cada pez que vivía en sus aguas tenía madre también. Como cada ser humano que habitaba la Tierra.
Sí, pensaba... Detrás de cada ser humano hubo una madre que soportó los dolores del parto para traer a su hijo al mundo. Todos estos hijos eran seres preciados, nacidos bajo la bendición del planeta. La vida se transmite de madre a hijo, de madre a hijo... Sin madres, ninguno de nosotros estaría hoy aquí. Si un solo eslabón en esta cadena se hubiera roto, en los millones de años que lleva desplegándose la vida sobre nuestro planeta, hoy no estaríamos aquí.
Detrás de cada uno de nosotros, reflexionaba, está el amor de un infinito número de madres... Madres cuyo único deseo es que nosotros, sus hijos, vivamos dignamente. No pudo menos que sentir que la Tierra vibraba con el sonido de todas las oraciones de las madres.
La Tierra es, en sí, madre de todas las formas de vida. Al contemplarla desde la cúpula del espacio, la señora Tereshkova exclamó: "La Tierra es azul y hermosa. ¡Es hermosa!".
Y pensó: "Hay toda clase de madres sobre la Tierra, pero la mía es la mejor de todas. Quiero hacer algo para que no haya más viudas como ella, para que no haya más hijos como yo, que no puedan recordar el rostro de su padre".
La Tierra nos da la vida; las naciones nos la quitan. La Tierra nutre la vida; las naciones la destruyen. Si las naciones son el producto de la lucha masculina en pos del territorio y la supremacía, entonces la Tierra es el imperio de las madres. Y este reino de las madres que aman la vida es mucho más amplio y grandioso que las naciones-estado creadas por el hombre.
El siglo XXI será la centuria de la vida y de la mujer. Tenemos que trabajar para que en la época venidera encuentren respuesta las plegarias de paz de todas las madres, desde los comienzos de la civilización.
Mi amistad con la señora Tereshkova prosigue hasta el día de hoy. Volví a reunirme con ella en 1987 y en 1990. Me puso muy feliz verla erguida, fuerte y juvenil, dedicada de lleno a sus actividades. Tiene una hija, Yelena, que ejerce la profesión como cirujana.
En mayo de 1987, me invitó a la URSS la Unión de Sociedades Soviéticas para la Amistad y las Relaciones Culturales con el Exterior, institución que presidía la señora Tereshkova. No sólo fue al aeropuerto a recibirme, sino que me acompañó en distintas oportunidades, a lo largo de cuatro jornadas de intensa actividad. La SGI había llevado a Moscú, en esa ocasión, la muestra "Armas nucleares: Una amenaza para la humanidad". Ella estuvo presente en la inauguración, luego de trabajar sin descanso ayudándonos en los preparativos.
Recuerdo algo que dijo: "Cuando uno sale al espacio, se da cuenta lo frágil y pequeña que es la Tierra, este planeta pequeño, resplandeciente y azul. No dejemos que lo cubran las cenizas negras de la guerra nuclear. Todas las mujeres del mundo debemos tomarnos de las manos y concretar la paz mundial. Si la Tierra es una gran nave espacial, cada uno de nosotros somos sus tripulantes".
"Gaviota" sigue ocupando su puesto, aquí en la Tierra, en pos de su hermoso sueño de paz.
(Publicado el 10 de mayo de 1998 en el Seikyo Shimbun, diario de la Soka Gakkai.)
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