Sólo para sus ojos
Su prolijidad me
hizo sonreír: cada uno de los álbumes de cuero apilados en el interior del
arcón por riguroso orden cronológico atesoraba la crónica fotográfica de diez
años de vida. En el cofre ya no cabían mas álbumes; me pregunté si Tía Ofelia
no habría muerto –o, más precisamente, dejado de vivir- por que nada quedara
fuera de su sitio.
Dentro del baúl, las
fotografías se habían conservado en perfecto estado, o al menos así me lo
pareció a la luz del candelabro con que remedié la falta de electricidad. Del
primer álbum, el más reciente, reconocí a casi toda la familia; incluso
recordaba haber tomado yo misma algunas fotos. A medida que retrocedía en el
tiempo me costaba más identificar a algunos parientes, y los legendarios cumpleaños
de Tía Ofelia se veían acaso más concurridos, no porque alguna vez se hubieran
celebrado en un salón más amplio que el del diminuto departamento que había
habitado durante más de cincuenta años, sino porque, álbum tras álbum, rompían
el silencio con que convivía el resto del año las carcajadas de un grupo cada
vez más nutrido -y joven- de sus contemporáneos.
Sin darme tiempo a
sacar el último álbum del arcón, Felonía dio un salto y se metió dentro. Me
enterneció que la gata persistiera en sus travesuras aunque ya no estuviera su
ama para festejárselas. Dejé que se creyera invisible por un rato y me puse a
hojear el álbum hasta que un ruido procedente del cofre me llamó la atención.
Manoteé sin mirar en su interior para averiguar con qué jugaba Felonía y di con
una pluma y un tintero vacío. Reconocí el color con que estaban escritas las
leyendas al dorso de algunas fotografías: “La quinta, verano de 1915”,
“Venecia, febrero de 1919”, y descubrí por qué las páginas más antiguas tenían
una esquina manchada de rojo.
En una de las
primeras fotos, una Ofelia adolescente, trepada al cable de una de las grúas
empleadas en la construcción del subterráneo usando el garfio a modo de
espuela, miraba el horizonte suspendida en el espacio con una mueca solemne de
mascarón de proa, conteniendo a duras penas una risotada a flor de labios.
Aventuré que algún festejante le habría inspirado la felonía, para luego
inmortalizarla con una cámara de las que hoy se disputan por San Telmo los
coleccionistas.
Un poco de nostalgia
ajena me cosquilleó en los ojos y decidí reanudar la inspección al día
siguiente. Cuando alcé a Felonía para sacarla del baúl, la sorpresa le hizo
soltar un maullido de protesta. Noté que tenía sucias las patas delanteras y
pensé que se había lastimado, pero enseguida advertí que, afilando
concienzudamente sus garras contra un rincón del cofre, había rasgado la fina
película color lacre de la tinta derramada y la vieja mancha había vuelto a
sangrar.
Con la vela en una
mano y un retazo de sábana en la otra me incliné a limpiar el interior del
arcón. Entonces reparé en lo que parecía ser la mitad de una foto. De pie
delante del aparador acristalado que se erguía a mis espaldas, un hombre de
unos treinta y cinco años, elegante y engominado para una velada, alzaba su
copa y me sonreía. La sensación de que un seductor espectro se miraba por
encima de mi hombro me dio un escalofrío. Comparándola con otras, deduje que la
imagen databa de los años veinte, y que el encuadre original era el retrato de
una pareja. Pero, ¿ninguna otra foto de aquel hombre, en tantos años? Busqué
otra vez: nada.
Tampoco encontré
foto alguna de la que Tía Ofelia lo hubiera extirpado. Por otra parte, si
hubiera querido hacerlo, ¿no habría usado tijeras? La violencia del gesto me
desconcertó. Una observación más detenida no dejó lugar a dudas: el brazo
cercenado confirmaba que la extirpada era la mujer. Y el inusitado arrebato con
que Tía Ofelia la había arrancado de su recuerdo de esa fiesta –¿por no poder
expulsarla de la fiesta en sí?- no había frustrado su verdadera intención: la
de abstraer de su entorno la cautivante imagen de aquel hombre y preservarla,
íntegra, suspendida en el tiempo.
Al dorso de la
fotografía, el texto rezaba: ”Los Lombardo. Mauro y V…”. Recordaba la historia:
Tía Ofelia había sido la secretaria del estudio jurídico de Lombardo y
Asociados desde allá por los veinte hasta principios de los cincuenta. Mauro
había heredado el estudio de su padre a poco de llegar ella. Pero, ¿por qué
había asistido a un solo cumpleaños? ¿Porque no tardaría en convertirse en el
jefe de Ofelia? ¿Qué otro oscuro motivo le habría hecho alejarse, o a ella
tomar distancia?
Traté de imaginar
treinta años trabajando en una oficina sin jamás derramar un tintero, por así
decirlo. Me pregunté si alguna vez la foto entera había formado parte de la
colección, y cuanto habría tardado en ser exonerada.
Comprendí que Tía
Ofelia sólo habría enderezado con tijeras el borde desgarrado de una foto para
incorporarla a su distinguido legado fotográfico. Todo ese tiempo, no se había
permitido albergar esa ilusión, pero tampoco se había dejado vencer por la
amargura con que cualquier otra mujer se habría deshecho de aquel pedazo de
sueño.
A la mortecina luz del candelabro,
contemplé un momento más el vestigio de la única vivencia de Tía Ofelia que
había realizado el doble prodigio de resistirse al orden y –tal vez por eso
mismo- al olvido y, fiel al pedido de que dispusiera de sus cosas, atesoré en
el recuerdo la involuntaria confidencia póstuma y acerqué la evidencia al calor
de la llama.