Fue como despertar de madrugada pensando no, este no es mi cuarto,

es nuestro cuarto (¿pero entonces dónde estás?) y vislumbrar

en la penumbra que hay algo, un retrato, un retrato tuyo en esa

pared, que no puede existir (sólo en sueños podría yo tener

un retrato tuyo en mi cuarto, o vos uno mío) y de golpe y

sin razón adivinar, como el ciego intuye la presencia de otra

persona en una habitación, que el rostro que me mira (y no me

atrevo a mirar) no es el tuyo sino el de una criatura desconocida

y espectral, o quizá sólo espectral, y entonces querer mirarte,

demostrarme que no, no, y al levantar la vista, cada vez,

sentir que me empujan al vacío, que no hay abajo o arriba,

y que esa ola de terror no la desencadena la visión en sí

sino su irremediable vaticinio; luchar, luchar entonces

contra las sábanas que se ensortijan en mis piernas

y extender la mano hacia el interruptor de la luz, que

se aleja de mí a cada intento, decirme tengo que

verte a la luz, convencerme de que no es nada, de

que no sos nada, despertarme; pero cómo me cuesta

incorporarme, con esos brazos que me aferran y

me arrastran hacia la cama, manteniéndome

en la fantástica incertidumbre de

Todorov; qué absurdo luchar

de rodillas sobre la cama

contra una boa de trapo, contra

un alter ego que no me

deja despertar y me revuelca

lascivo en este horrible torbellino

y sólo en él parece estar a gusto;

y por fin, qué oportuna esa bestia

disfónica que siempre brama a las siete,

rescatándome a tiempo y llevándome de vuelta

a la casa, la cama matrimonial, las tostadas,

el café, la radio, para mucho más tarde,

o nunca, comprender que la pesadilla

es la casa, la cama matrimonial,

las tostadas, el café,

la radio, y que lo

único que vos

y ese alter

ego querían

era des

per

tar

m

e

.

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