El monasterio de Santa Maria da Vitoria, verdadera joya del patrimonio arquitectónico portugués, lleva un nombre que no parece convenir mucho a un monumento consagrado a la gloria de Dios: el de Batalha, es decir, "la batalla". Es la realización y el recuerdo de una promesa que hizo Juan I la víspera de la gran batalla de Aljubarrota, que tuvo lugar el 15 de agosto de 1385. Este combate, confrontación decisiva para salvaguardar el reino portugués enfrentó a Juan I, señor de Avís e hijo de Pedro I, secundado por Nuno Alvares Pereira a la cabeza de las tropas portuguesas e inglesas, y Leonor, la antigua regente deshonrada, apoyada, claro está, por los castellanos y contingentes franceses. Aunque mucho más numerosos, los castellanos fueron derrotados y se cumplió el deseo que Juan expresara a la Virgen. El monasterio, final feliz para un desenlace victorioso, comenzó a edificarse tres años después, en el año 1388.
El monasterio de Batalha, en la actualidad incluido en el patrimonio de la humanidad de la Unesco, es fruto de un trabajo de la piedra que combina, en un periodo que supera el siglo, el gótico y el manuelino. Varios arquitectos se dedicaron a su construcción por orden de los diferentes monarcas. Primero Alfonso Domingues trazó el plano y se inspiró en el monasterio de Alcobaça para elaborar el diseño de la nave, el coro y el claustro. El maestro Huguet, tras terminar los trabajos de Domingues, se dedicó a montar las bóvedas de la sala capitular y las del gran claustro, construyó la capilla del fundador que albergaría el sepulcro del rey, y comenzó a añadir detrás del coro una rotonda octogonal para acoger los restos de los reyes de la dinastía de los Avís. A partir de 1438, después de los treinta y seis años que Huguet empleó en erigir el monumento dedicado a Santa María, dos constructores oriundos de Évora, Fernao de Évora y Martim Vasques, tomaron el relevo bajo el reinado de Alfonso V y destacaron por añadir un segundo claustro.
Tiempo más tarde, el rey Manuel I ordenó
a Mateus Fernandes que interviniese en la construcción. El arquitecto
hizo erigir a principios del siglo XVI el gran pórtico que separa
el coro de las capillas, las cuales permanecen inconclusas en la actualidad.
Manuel I encargó asimismo a Boitac, el reconocido maestro del estilo
manuelino que hizo construir el monasterio de los Jerónimos de Belém,
la conclusión de la obra de sus predecesores.
Boitac se ocupó de los arcos del claustro real, que realzó
con encaje de mármol, de tal manera que el claustro en la actualidad
sigue provocando la admiración general, en particular por esa especie
de exuberancia oriental que emana. El gran arquitecto del estilo manuelino
también se dedicó a la realización
de esas capillas inacabadas que están a cielo abierto desde el siglo
XVI.
Este edificio esencialmente gótico, cuyo
interior libera sentimientos mezclados de pureza, sobriedad y austeridad,
encierra las tumbas de numerosos reyes y príncipes, además
de la del soldado desconocido portugués. Uno de los sepulcros más
famosos es el del príncipe Enrique el Navegante. Tercer hijo del
rey Juan I, gran señor de la orden de Avís que a partir de
1418 se dedicó a acumular informaciones preciosas sobre los nuevos
mundos, las leyes de navegación y sus instrumentos, Enrique el Navegante
hizo posibles los grandes descubrimientos.
Del exterior, lo que más llama la atención es la fachada.
La portada del monasterio ostenta un centenar de pequeñas esculturas
en cuyo centro se hallan
representados Cristo y los evangelistas.
Las agujas y los pináculos, al igual que las torres de donde
surgen conos estriados, traducen el estilo gótico propio del monasterio
que a veces se ha comparado con el de la catedral de York.