Al anochecer, cuando llegaron a la frontera,
Nena Daconte se dio cuenta de que el dedo con el anillo de bodas le seguía
sangrando. El guardia civil con una manta de lana cruda sobre el tricornio
de charol examinó los pasaportes a la luz de una linterna de carburo,
haciendo un grande esfuerzo para que no lo derribara la presión
del viento que soplaba de los Pirineos. Aunque eran dos pasaportes diplomáticos
en regla, el guardia levantó la linterna para compro bar que los
retratos se parecían a las caras.
Nena Daconte era casi una niña, con unos
ojos de pájaro feliz y una piel de melaza que todavía irradiaba
la resolana del Caribe en el lúgubre anochecer de enero, y
estaba arropada hasta el cuello con un abrigo de nucas de visón
que no podía comprarse con el sueldo de un año de toda la
guarnición fronteriza. Billy Sánchez de Avila, su marido,
que conducía el coche, era un año menor que ella y casi tan
bello y llevaba una chaqueta de cuadros escoceses y una gorra
de pelotero. Al contrario de su esposa, era alto y atlético
y tenía las mandíbulas de hierro de los matones tímidos.
Pero lo que revelaba mejor la condición de ambos era el automóvil
platinado, cuyo interior exhalaba un aliento de bestia viva, como no se
había visto otro por aquella frontera de pobres. Los asientos posteriores
iban atiborrados de maletas demasiado nuevas y muchas cajas de regalos
todavía sin abrir. Ahí estaba, además el saxofón
tenor que había sido la pasión dominante en la vida de Nena
Daconte antes de que sucumbiera al amor contrariado de su tierno pandillero
de balneario.
Cuando el guardia le devolvió los pasaportes
sellados, Billy Sánchez le preguntó dónde podía
encontrar una farmacia para hacerle una cura en el dedo a su mujer, y el
guardia le gritó contra e1 viento que preguntaran en Hendaya, del
lado francés. Pero los guardias s de Hendaya estaban sentados
a la mesa en mangas de camisa, jugando barajas mientras comían pan
mojado en tazones de vino dentro de una garita de cristal cálida
y bien alumbrada, y les bastó con ver el tamaño y la clase
del coche para indicarles por señas que se internaran en Francia.
Billy Sánchez hizo sonar varias veces la bocina, pero los guardias
no entendieron que los llama-ban, sino que uno de ellos abrió el
cristal y les gritó con más rabia que el viento: Merde! Allez-,.
es pece de con!
Entonces Nena Daconte salió del automóvil envuelta con el abrigo hasta las orejas, y le preguntó al guardia en un francés perfecto dónde había una farmacia. El guardia contestó por cos-tumbre con la boca llena de pan que eso no era asunto suyo. Y menos con semejante borrasca, y cerró la ventanilla. Pero luego se fijó con atención en la muchacha que se chupaba el dedo herido envuelta en el destello de los visones naturales, y debió confundirla con una aparición mágica en aquella noche de espantos, porque al instante cambió de humor. Explicó que la ciudad más cercana era Biarritz, pero que en pleno invierno y con aquel viento de lobos, tal vez no hubiera una farmacia abierta hasta Bayona, un poco más adelante.
-¿Es algo grave? -preguntó.
-Nada -sonrió Nena Daconte, mostrándole el dedo con
la sortija de diamantes en cuya yema era apenas perceptible la herida de
la rosa-. Es sólo un pinchazo.
Antes de Bayona volvió a nevar. No eran
más de las siete, pero encontraron las calles desiertas y las casas
cerradas por la furia de la borrasca, y al cabo de muchas vueltas sin encontrar
una farmacia decidieron seguir adelante. Billy Sánchez se alegró
con la decisión. Tenía una pasión insaciable por los
automóviles raros y un papá con demasiados sentimientos de
culpa y recursos de sobra para complacerlo, y nunca había conducido
nada igual a aquel Bentley convertible de regalo de bodas. Era tanta su
embriaguez en el volante, que cuanto más andaba menos cansado se
sentía. Estaba dispuesto a llegar esa noche a Burdeos, donde tenían
reservada la suite nupcial del hotel Splendid, y no habría vientos
contrarios ni bastante nieve en el cielo para impedirlo. Nena Daconte,
en cambio, estaba agotada, sobre todo por el último tramo de la
carretera desde Madrid, que era una cornisa de cabras azotada por el granizo.
Así que después de Bayona se enrolló un pañuelo
en el anular apretándolo bien para detener la sangre que seguía
fluyen-do, y se durmió a fondo. Billy Sánchez no lo advirtió
sino al borde de la media noche, después de que acabó de
nevar y el viento se paró de pronto entre los pinos, y el cielo
de las landas se llenó de estrellas glaciales. Había pasado
frente a las luces dormidas de Burdeos, pero sólo se detuvo para
llenar el tanque en una estación de la carretera pues aún
le quedaban ánimos para llegar hasta París sin tomar aliento.
Era tan feliz con su juguete grande de 25.000 libras esterlinas, que ni
siquiera se preguntó si lo sería también la criatura
radiante que dormía a su lado con la venda del anular empapada de
sangre, y cuyo sueño de adolescente, por primera vez, estaba atravesado
por ráfagas de incertidumbre. Se habían casado tres días
antes, a 10.000 kilómetros de allí, en Cartagena de Indias,
con el asombro de los padres de él y la desilusión de los
de ella, y la bendición personal del Arzobispo Primado. Nadie, salvo
ellos mismos, entendía el fundamento real ni conoció el origen
de ese amor imprevisible. Había empezado tres meses antes de la
boda, un domingo de mar en que la pandilla de Billy Sánchez se tomó
por asalto los vestidores de mujeres de los balnearios de Marbella. Nena
Daconte había cumplido apenas dieciocho años, acababa de
regresar del internado de la Chattelai-nie, en Stblaise, Suiza, hablando
cuatro idiomas sin acento y con un dominio maestro del saxofón tenor,
y aquel era su primer domin-go de mar desde el regreso. Se había
desnudado por completo para ponerse el traje de baño cuando empezó
la estampida de pánico y los gritos de abordaje en las casetas vecinas,
pero no entendió lo que ocurría hasta que la aldaba de su
puerta saltó en astillas y vio parado frente a ella al bandolero
más hermoso que se podía concebir. lo único que llevaba
puesto era un calzoncillo lineal de falsa piel de leopardo, y tenía
el cuerpo apacible y elástico y el color dorado de la gente de mar.
En el puño derecho, donde tenía una esclava metálica
de gladiador romano, llevaba enrollada una cade-na de hierro que le servía
de arma mortal, y tenía colgada del cuello una medalla sin santo
que palpitaba en silencio con el susto del corazón. Habían
estado juntos en la escuela primaria y habían roto muchas piñatas
en las fiestas de cumpleaños, pues ambos pertene-cían a la
estirpe provinciana que manejaba a su arbitrio el destino de la ciudad
desde los tiempos de la Colonia, pero habían dejado de verse tantos
años que no se reconocieron a primera vista. Nena Daconte permaneció
de pie, inmóvil, sin hacer nada por ocultar su desnudez intensa.
Billy Sánchez cumplió entonces con su rito pueril: se bajó
el calzoncillo de leopardo y le mostró su respetable animal erguido.
Ella lo miró de frente y sin asombro.
-Los he visto más grandes y más firmes- dijo,
dominando el terror, de modo que piensa bien lo que vas a hacer, porque
conmigo te tienes que comportar mejor que un negro.
En realidad, Nena Daconte no sólo era
virgen sino que nunca hasta entonces había visto un hombre desnudo,
pero el desafío le resultó eficaz único que se le
ocurrió a Billy Sánchez fue tirar un puñetazo de rabia
contra la pared con la cadena enrollada en la mano, y se astilló
los huesos. Ella lo llevó en su coche al hospital, lo ayudó
a sobrellevar la convalecencia, y al final aprendieron juntos a hacer el
amor de la buena manera. Pasaron las tardes difíciles de junio en
la terraza interior de la casa donde habían muerto seis generaciones
de próceres en la familia de Nena Daconte, ella tocando canciones
de moda en el saxofón, y él con la mano escayolada cuntemplándola
desde el chinchorro con un estupor sin alivio. La casa tenía numerosas
ventanas de cuerpo entero que daban al estanque de podredumbre de la bahía,
y era una de las más grandes y antiguas del barrio de la Manga,
y sin duda la más fea. Pero la terraza de baldosas ajedrezadas donde
Nena Daconte tocaba el saxofón era un remanso en el calor de las
cuatro, y daba a un patio de sombras grandes con palos de mango y matas
de guineo, bajo los cuales había una tumba con una losa sin nombre,
anterior a la casa y a la memoria de la familia. Aun los menos entendidos
en música pensaban que el sonido del saxofón) era anacrónico
en una casa de tanta alcurnia. “Suena como un buque había dicho
la abuela de Nena Daconte cuando lo oyó por primera vez. Su
madre había tratado en vano de que lo tocara de otro modo, y no
como ella lo hacia por comodidad, con la falda recogida hasta los muslos
y las rodillas separadas, y con una sensualidad que no le parecía
esencial para la música “No me importa qué instrumento toques
–le decía- con tal de que lo toques con las piernas cerradas”. Pero
fueron esos ares de adioses de buques y ese encarnizamiento de amor
los que le permitieron a Nena Daconte romper la cáscara amarga de
Billy Sánchez. Debajo de la triste reputación de bruto que
él tenía muy bien sustentada por la confluencia de des apellidos
ilustres, ella descubrió un huérfano asustado y tierno. Llegaron
a conocerse tanto mientras se le soldaban los huesos de la mano, que él
mismo se asombró de la fluidez con que ocurrió el amor cuando
ella lo llevó a su cama de doncella una tarde de lluvias en que
se quedaron solos en la casa. Todos los días a esa hora, durante
casi dos semanas, retozaron desnudos bajo la mirada atónita de los
retratos de guerreros civiles y abuelas insaciables que los habían
precedido en el paraíso de aquella cama histórica. Aun en
las pausas del amor permanecían desnudos con las ventanas abiertas
respirando la brisa de escom-bros de barcos de la bahía, su olor
a mierda, oyendo en el silencio del saxofón los ruidos cotidianos
del patio, la nota única del sapo bajo las matas de guineo, la gota
de agua en la tumba de nadie, los pasos naturales de la vida que antes
no hablan tenido tiempo de conocer.
Cuando los padres de Nena Daconte regresaron a la casa, ellos habían
progresado tanto en el amor que ya no les alcanzaba el mundo para otra
cosa, y lo hacían a cualquier hora y en cualquier parte, tratando
de inventarlo otra vez cada vez que 1o hacían. Al principio lo hicieron
como mejor podían en los carros deportivos con que el papá
de Billy trataba de apaciguar sus propias culpas. Después, cuando
los coches se les volvieron demasiado fáciles, se metían
por la noche en las casetas desiertas de Marbella donde el destino los
había enfrentado por primera vez, y hasta se metieron disfrazados
durante el carnaval de noviembre en los cuartos de alquiler del antiguo
barrio de esclavos de Getsemaní, al amparo de las mamasantas que
hasta hacía pocos meses tenían que padecer a Billy Sánchez
con su pandilla de cadeneros. Nena Daconte se entregó a los amores
furtivos con la misma devoción frenética que antes malgastaba
en el saxofón, hasta el punto de que su bandolero domesticado terminó
por entender lo que ella quiso decirle cuando le dijo que tenía
que comportarse como un negro. Billy Sánchez le correspondió
siempre y bien, y con el mismo alborozo. Ya casados, cumplieron con el
deber de amarse mientras las azafatas dormían en mitad del Atlántico,
encerrados a duras penas y más muertos de risa que de placer en
el retrete del avión. Sólo ellos sabían entonces,
24 horas después de la boda, que Nena Daconte estaba encinta desde
hacía dos meses.
De modo que cuando llegaron a Madrid se sentían
muy lejos de ser dos amantes saciados, pero tenían bastantes reservas
para comportarse como recién casados puros. Los padres de ambos
lo habían previsto todo. Antes del desembarco, un funcionario de
protocolo subió a la cabina de primera clase para llevarle a Nena
Daconte el abrigo de visón blanco con franjas de un negro lumino-so,
que era el regalo de bodas de sus padres. A Billy Sánchez le llevó
una chaqueta de cordero que era la novedad de aquel invierno, y las llaves
sin marca de un coche de sorpresa que le esperaba en el aeropuerto.
La misión diplomática de su país
los recibió en el salón oficial. El embajador y su
esposa no sólo eran amigos desde siempre de la familia de ambos,
sino que él era el médico que había asistido al nacimiento
de Nena Daconte, y la esperó con un ramo de rosas tan radiantes
y frescas, que hasta las gotas de rocío parecían artificia-les.
Ella los saludó a ambos con besos de burla, incómoda con
su condición un poco prematura de recién casada, y luego
recibió las rosas. Al cogerlas se pinchó el dedo con una
espina del tallo, pero sorteó el percance con un recurso encantador.
-Lo hice adrede -dijo- para que se fijaran en mi anillo.
En efecto, la misión diplomática
en pleno admiró el esplendor del anillo, calculando que debía
costar una fortuna no tanto por la clase de los diamantes como por su antigüedad
bien conservada. Pero nadie advirtió que el dedo empezaba a sangrar.
La atención de todos derivó después hacia el coche
nuevo. El embajador había tenido el buen humor de llevarlo al aeropuerto,
y de hacerlo envolver en papel celofán con un enorme lazo dorado.
Billy Sánchez no apreció su ingenio. Estaba tan ansioso por
~ el coche, que desgarró la envoltura de un tirón y se quedó
sin aliento. Era el Bentley convertible de ese año con tapicería
de cuero legítimo. El cielo parecía un manto de ceniza, el
Guadarrama mandaba un viento cortante y helado, y no se estaba bien a la
intemperie, pero Billy Sánchez no tenía todavía la
noción del frío. Mantuvo a la misión diplomática
en el estacionamiento sin techo, inconsciente de que se estaban congelando
por cortesía, hasta que terminó de reconocer el coche en
sus detalles recónditos. Luego el embajador se sentó a su
lado para guiarlo hasta la residencia oficial donde estaba previsto un
almuerzo. En el trayecto le fue indicando los lugares más conocidos
de la ciudad, pero él sólo parecía atento a la magia
del coche.
Era la primera vez que salía de su tierra.
Había pasado por todos los colegios privados y públicos,
repitiendo siempre el mismo curso, hasta que se quedó flotando en
un limbo de desamor. La primera visión de una ciudad distinta de
la suya, los bloques de casas cenicientas con las luces encendidas a pleno
día, los árboles pelados, el mar distante, todo le iba aumentando
un sentimiento de desamparo que se esforzaba por mantener al margen del
corazón. Sin embargo, poco después cayó sin darse
cuenta en la primera trampa del olvido. Se habla precipitado una tormenta
instantánea y silenciosa, la primera de la estación, y cuando
salie-ron de la casa del embajador después del almuerzo para empren-der
el viaje hacia Francia, encontraron la ciudad cubierta de una nieve radiante.
Billy Sánchez se olvidó entonces del coche, y en presencia
de todos, dando gritos de júbilo y echándose puñados
de polvo de nieve en la cabeza se revolcó en mitad de la calle con
el abrigo puesto.
Nena Daconte se dio cuenta por primera vez de
que el dedo estaba sangrando, cuando abandonaron a Madrid en una tarde
que se había vuelto diáfana después de la tormenta.
Se sorprendió, porque había acompañado con el saxofón
a la esposa del embaja-dor, a quien le gustaba cantar arias de ópera
en italiano después de los almuerzos oficiales, y apenas si notó
la molestia en el anular. Después, mientras le iba indicando a su
marido las rutas más cortas hacia la frontera, se chupaba el dedo
de un modo incons-ciente cada vez que le sangraba, y sólo cuando
llegaron a los Pirineos se le ocurrió buscar una farmacia. Luego
sucumbió a los sueños atrasados de los últimos días,
y cuando despertó de pronto con la impresión de pesadilla
de que el coche andaba por el agua, no se acordó más durante
un largo rato del pañuelo amarrado en el dedo. Vio en el reloj luminoso
del tablero que eran más de las tres, hizo sus cálculos mentales,
y sólo entonces comprendió que habían seguido de largo
por Burdeos, y también por Angulema y Poitiers y estaban pasando
por el dique de Loira inundado por la creciente. El fulgor de la luna se
filtraba a través de la neblina, y las siluetas de los castillos
entre los pinos parecían de cuentos de fantasmas. Nena Daconte,
que conocía la región de memoria, calculó que estaban
ya a unas tres horas de París, y Billy Sánchez continuaba
impávido en el volante.
-Eres un salvaje -le dijo-. Llevas más de once horas mane-jando
sin comer nada.
Estaba todavía sostenido en vilo por la
embriaguez del coche nuevo. A pesar de que en el avión había
dormido poco y mal, se sentía despabilado y con fuerzas de sobra
para llegar a París al amanecer.
-Todavía me dura el almuerzo de la embajada -dijo-. Y agregó
sin ninguna lógica: Al fin y al cabo, en Cartagena están
saliendo apenas del cine. Deben ser como las diez.
Con todo Nena Daconte temía que él
se durmiera conduciendo. Abrió una caja de entre los tantos regalos
que les habían hecho en -Madrid, y trató de meterle en la
boca un pedazo de naranja azucarada. Pero él la esquivó.
-Los machos no comen dulces -dijo.
Poco antes de Orleáns se desvaneció
la bruma, y una luna muy grande iluminó las sementeras nevadas,
pero el tráfico se hizo más difícil por la confluencia
de los enormes camiones de legumbres y cisternas de vinos que se dirigían
a París. Nena Daconte hubiera querido ayudar a su marido en el volante,
pero ni siquiera se atrevió a insinuarlo, porque é le había
advertido desde la primera vez en que salieron juntos que no hay humillación
más grande para un hombre que dejarse conducir por su mujer. Se
sentía lúcida después de casi cinco horas de buen
sueño, y estaba además contenta de no haber parado en un
hotel de la provincia de Francia, que conocía desde muy niña
en numerosos viajes con sus padres. "No hay paisajes más bellos
en el mundo", decía, "pero uno puede morirse de sed sin encontrar
a nadie que le dé gratis un vaso de agua." Tan convencida estaba,
que a última hora había metido un jabón y un rollo
de papel higiénico en el maletín de mano, porque en los hoteles
de Francia nunca había jabón, y el papel de los retretes
eran los periódicos de la semana anterior cortados en cuadritos
y colgados de un gancho. Lo único que lamentaba en aquel momento
era haber desperdiciado una noche entera sin amor. La réplica de
su marido fue inmediata.
-Ahora mismo estaba pensando que debe ser del carajo tirar en la
nieve -dijo-. Aquí mismo, si quieres.
Nena Daconte lo pensó en serio. Al borde
de la carretera, la nieve bajo la luna tenía un aspecto mullido
y cálido, pero a medida que se acercaban a los suburbios de París
el tráfico era más intenso, y había núcleos
de fábricas iluminadas y numerosos obreros en bicicleta. De
no haber sido invierno, estarían ya en pleno día.
-Ya será mejor esperar hasta París –dijo Nena Daconte.
Nena Daconte.
- Bien calenticos y en una cama con sábanas limpias, como
la gente casada.
-Es la primera vez que me fallas -dijo él.
-Claro -replicó ella-. Es la primera vez que somos casados.
Poco antes de amanecer se lavaron la cara y orinaron en una fonda del camino,
y tomaron café con croissants calientes en el mostrador donde los
camioneros desayunaban con vino tinto.
Nena Daconte se había dado cuenta en el
baño de que tenía manchas de sangre en la blusa y la falda,
pero no intentó lavarlas. Tiró en la basura el pañuelo
empapado, se cambió el anillo matrimonial para la mano izquierda
y se lavó bien el dedo herido con agua y jabón El pinchazo
era casi invisible. Sin embargo, tan pronto como regresaron al coche volvió
a sangrar, de modo que Nena Daconte dejó el brazo colgando fuera
de la ventana, conven-cida de que el aire glacial de las sementeras tenia
virtudes de cauterio. Fue otro recurso vano pero todavía no se alarmó.
“Si alguien nos quiere encontrar será muy fácil", dijo con
su encanto natural. "sólo tendrá que seguir el rastro de
mi sangre en la nieve." Luego pensó mejor en lo que había
dicho y su rostro floreció en las primeras luces del amanecer.
-Imagínate -dijo: -un rastro de sangre en la nieve desde
Madrid hasta París. ¿No te parece bello para una canción?
No tuvo tiempo de volverlo a pensar. En los suburbios
de París el dedo era un manantial incontenible, y ella- sintió
de veras- que se le estaba yendo el alma por la herida. Había tratado
de segar el flujo con el rollo de papel higiénico que llevaba en
el maletín, pero más tardaba en vendarse el dedo que en arrojar
por la ventana las tiras del papel ensangrentado. La ropa que llevaba puesta,
el abrigo, los asientos del coche, se iban empapando poco a poco de un
modo irreparable. Billy Sánchez se asustó en serio e insistió
en buscar una farmacia, pero ella sabía entonces que aquello no
era asunto de boticarios.
-Estamos casi en la Puerta de Orleáns -dijo. -Sigue de por
la avenida del general Leclerc, que es
la más ancha y con muchos árboles, y después
yo te voy diciendo lo que haces.
Fue el trayecto más arduo de todo el viaje.
La avenida del general Leclerc era un nudo infernal de automóviles
pequeños y bicicletas, embotellados en ambos sentidos, y de los
camiones enormes que trataban de llegar a los mercados centrales. Billy
Sánchez se puso tan nervioso con el estruendo inútil de las
boci-nas, que se insultó a gritos en lengua de cadeneros con varios
conductores y hasta trató de bajarse del coche para pelearse con
uno, pero Nena Daconte logró convencerlo de que los franceses eran
la gente más grosera del mundo, pero no se golpeaban nunca. Fue
una prueba más de su buen juicio, porque en aquel momento Nena Daconte
estaba haciendo esfuerzos para no perder la conciencia.
Sólo para salir de la glorieta del León
de Belfort necesitaron más de una hora. Los cafés y almacenes
estaban iluminados como si fuera la media noche, pues era un martes típico
de los eneros de París, encapotados y sucios y con una llovizna
tenaz que no alcanzaba a concretarse en nieve. Pero la avenida Denfer--Rochereau
estaba más despejada, y al cabo de unas pocas cuadras -Nena Daconte
le indicó a su marido que doblara a la derecha, y estacionó
frente a la entrada de emergencia de un hospital enorme y sombrío.
Necesitó ayuda para salir del coche, pero
no perdió la serenidad ni la lucidez. Mientras llegaba el médico
de turno, acostada en la camilla rodante, contestó a la enfermera
el cuestionario de rutina sobre su identidad y sus antecedentes de salud.
Billy Sánchez le llevó el bolso y le apretó la mano
izquierda donde entonces llevaba el anillo de bodas, y la sintió
lánguida y fría, y sus labios habían perdido el color.
Permaneció a su lado, con la mano en la suya, hasta que llegó
el médico de turno y le hizo un examen rápido al anular herido.
Era un hombre muy joven, con la piel del color del cobre antiguo y la cabeza
pelada. Nena Daconte no le prestó atención sino que dirigió
a su mirada una sonrisa lívida.
-No te asustes- le dijo, con su humor invencible. -Lo único
que puede suceder es que este caníbal me corte la mano para comérsela.
El médico concluyó el examen, y
entonces los sorprendió con un castellano muy correcto aunque con
raro acento asiático.
--No, muchachos- dijo. -Este caníbal prefiere morirse de
hambre antes que cortar una mano tan bella.
Ellos se ofuscaron pero el médico los
tranquilizó con un gesto amable. Luego ordenó que se llevaran
la camilla, y Billy Sánchez quiso seguir con ella cogido de la mano
de su mujer. El médico lo detuvo por el brazo.
-Usted no- le dijo. -Va para cuidados intensivos-. Nena Daconte
le volvió a sonreír al esposo, y le siguió diciendo
adiós con la mano hasta que la camilla se perdió en el fondo
del corredor. El médico se retrasó estudiando los datos que
la enfermera había escrito en una tablilla. Billy Sánchez
lo llamó.
-Doctor- le dijo. -Ella está encinta.
-¿Cuánto tiempo?
-Dos meses.
E1 médico no le dio la importancia que
Billy Sánchez esperaba. "Hizo bien en decírmelo," dijo, y
se fue detrás de la camilla. Billy Sánchez se quedó
parado en la sala lúgubre olorosa a sudores de enfermos, se quedó
sin saber qué hacer mirando el corredor vacío por donde se
habían llevado a Nena Daconte, y luego se sentó en el escaño
de madera donde había otras personas esperando. No supo cuánto
tiempo estuvo ahí, pero cuando decidió salir del hospital
era otra vez de noche y continuaba la llovizna, y él seguía
sin saber ni siquiera qué hacer consigo mismo, abrumado por el peso
del mundo.
Nena Daconte ingresó a las 9:30 del martes
7 de enero, según lo pude comprobar años después en
los archivos del hospital. Aque-lla primera noche, Billy Sánchez
durmió en el coche estacionado frente a la puerta de urgencias y
muy temprano al día siguiente se comió seis huevos cocidos
y dos tazas de café con leche en la cafetería que encontró
más cerca, pues no había hecho una comida completa desde
Madrid. Después volvió a la sala de urgencias para ver a
Nena Daconte pero le hicieron entender que debía dirigirse a la
entrada principal. Allí Consiguieron por fin un asturiano del servicio
que lo ayudó a entenderse con el portero, y éste comprobó
que en efecto Nena Daconte estaba registrada en el hospital, pero que sólo
se permitían visitas los martes de nueve a cuatro. Es decir, seis
días después. Trató de ver al médico que hablaba
castellano, a quien describió como un negro con la cabeza pelada,
pero nadie le dio razón con dos detalles tan simples.
Tranquilizado con la noticia de que Nena Daconte
estaba en el registro, volvió al lugar donde había dejado
el coche, y un agente de tránsito lo obligó a estacionar
dos cuadras más adelante, en una calle muy estrecha y del lado de
los números impares. En la acera de enfrente habla un edificio restaurado
con un letrero: Hotel Nicole. Tenía una sola estrella, y una sala
de recibo muy pequeña donde no habla más que un sofá
y un viejo piano vertical, pero el propietario de voz aflautada podía
entenderse con los dientes en cualquier idioma a condición de que
tuvieran con qué pagar. Billy Sánchez se instaló con
once maletas y nueve cajas de regalos en el único cuarto libre,
que era una mansarda triangular en el noveno piso, a donde se llegaba sin
aliento por una escalera en espiral que olla a espuma de coliflores hervidas.
Las paredes estaban forradas de colgaduras tristes y por la única
ventana no cabía nada más que la claridad turbia del patio
interior. Había una cama para dos, un ropero grande, una silla simple,
un bidé portátil y un aguamanil con su platón y su
jarra, de modo que la única manera de estar dentro del cuarto era
acostado en la cama. Todo era peor que viejo, desventurado, pero también
muy limpio, y con un rastro saludable de medicina reciente.
A Billy Sánchez no le habría alcanzado
la vida para descifrar los enigmas de ese mundo fundado en el talento de
la cicatería. Nunca entendió el misterio de la luz de la
escalera que se apagaba antes de que él llegara a su piso, ni descubrió
la manera de volver a encendería. Necesitó media mañana
para aprender que con el rellano de cada piso habla un cuartito con un
excusado de cadena, y ya había decidido usarlo en las tinieblas
cuando descubrió por casualidad que la luz se encendía al
pasar el cerrojo por dentro, para que nadie la dejara encendida por olvido.
La ducha, que estaba en el extremo del corredor y que él se empellaba
en usar des veces al día como en su tierra, se pagaba aparte y de
contado, y el agua caliente, controlada desde la administración,
se acababa a los tres minutos. Sin embargo, Billy Sánchez tuvo bastante
claridad de juicio para comprender que aquel orden tan distinto del suyo
era de todos modos mejor que la intemperie de enero, se sentía además
tan ofuscado y solo que no podía entender como pudo vivir alguna
vez sin el amparo de Nena Daconte. Tan pronto como subió al cuarto,
la mañana del miércoles, se tiró bocabajo en la cama
con el abrigo puesto pensando en la criatura de prodigio que continuaba
desangrándose en la acerca de enfrente, y muy pronto sucumbió
en un sueño tan natural que cuando despertó eran las cinco
en el reloj, pero no pudo deducir si eran las cinco de la tarde o
del amanecer, ni de qué día de la semana ni en qué
ciudad de vidrios azotados por el viento y la lluvia. Esperó despierto
en la cama, siempre pensando en Nena Daconte, hasta que pudo com-probar
que en realidad amanecía. Entonces fue a desayunar a la misma cafetería
del día anterior, y allí pudo establecer que era jueves.
Las luces del hospital estaban encendidas y había dejado de llover,
de modo que permaneció recostado en el tronco de un castaño
frente a la entrada principal, por donde entraban y salían médicos
y enfermeras de batas blancas, con la esperanza de encon-trar al médico
asiático que había recibido a Nena Daconte. No lo vio, ni
tampoco esa tarde después del almuerzo, cuando tuvo que desistir
de la espera porque se estaba congelando. A las siete se tomó otro
café con leche y se comió dos huevos duros que él
mismo cogió en el aparador después de 48 horas de estar comiendo
la misma cosa en el mismo lugar. Cuando volvió al hotel para acostarse,
encontró su coche solo en una acera y todos los demás en
la acera de enfrente, y tenía puesta la noticia de una multa en
el parabrisas. Al portero del Hotel Nicole le costó trabajo explicarle
que en los días impares del mes se podía estacionar en la
acera de números impares, y al día siguiente en la acera
contraria. Tantas artimañas racionalistas resultaban incomprensibles
para un Sán-chez de Avila de los más acendrados que apenas
dos anos antes se había metido en un cine de barrio con el automóvil
oficial del alcalde mayor, y habla causado estragos de muerte ante los
policías
impávidos. Entendió menos todavía cuando el portero
del hotel le aconsejó que pagara la multa, pero que no cambiara
el coche de lugar a esa hora, porque tendría que cambiarlo otra
vez a las doce de la noche. Aquella madrugada, por primera vez, no pensó
sólo en Nena Daconte, sino que daba vueltas en la cama sin poder
dormir, pensando en sus propias noches de pesadumbre en las cantinas de
maricas del mercado público de Cartagena del Caribe. Se acordaba
del sabor del pescado frito y el arroz de coco en las fondas del
muelle donde atracaban las goletas de Aruba. Se acordó de su casa
con las paredes cubiertas de trinitarias, donde serían apenas las
siete de la noche de ayer, y vio a su padre con una piyama de seda leyendo
el periódico en el fresco de la terraza. Se acordó de su
madre, de quien nunca se sabía dónde estaba a ninguna una
hora, su madre apetitosa y lenguaraz, con un traje de domingo y una rosa
en la oreja desde el atardecer, ahogándose de calor por el estorbo
de sus tetas espléndidas. Una tarde, cuando él tenía
siete años, había entrado de pronto en el cuarto de ella
y la había sorprendido desnuda en la cama con uno de sus amantes
casuales. Aquel percance del que nunca había hablado, estableció
entre ellos una relación de complicidad que era más útil
que el amor. Sin embargo, él no fue consciente de eso, ni de tantas
cosas terribles de su soledad de hijo único, hasta esa noche en
que se encontró dando vueltas en la cama de una mansarda triste
de París, sin nadie a quién contarle su infortunio, y con
una rabia feroz contra sí mismo porque no podía soportar
las ganas de llorar.
Fue un insomnio provechoso. El viernes se levantó
estropeado por la mala noche, pero resuelto a definir su vida. Se decidió
por fin a violar la cerradura de su maleta para cambiarse de ropa pues
las llaves de todas estaban en el bolso de Nena Daconte, con la mayor parte
del dinero y la libreta de teléfonos donde tal vez hubiera encontrado
el número de algún conocido de París. En la cafetería
de siempre se dio cuenta de que había aprendido a saludar en francés
y a pedir sándwiches de jamón y café con leche. También
sabía que nunca le seria posible ordenar mantequilla ni huevos en
-ninguna forma, porque nunca los aprendería a decir, pero la mantequilla
la servían siempre con el pan, y los huevos duros estaban a la vista
en el aparador y se cogían sin pedirlos. Además, al cabo
de tres días, el personal de servicio se habla familiarizado con
él, y lo ayudaban a explicarse. De modo que el viernes al almuerzo,
mientras trataba de poner la cabeza en su puesto, ordenó un filete
de ternera con papas fritas y una botella de vino. Entonces se sintió
tan bien que pidió otra botella, la bebió hasta la mitad,
y atravesó la calle con la resolución firme de meterse en
el hospital por la fuerza. No sabia dónde encontrar a Nena Daconte,
pero en su mente estaba fija la imagen providencial del médico asiático,
y estaba seguro de encontrarlo. No entró por la puerta principal
sino por la de urgencias, que le había parecido menos vigilada,
pero no alcanzó a llegar más allá del corredor donde
Nena Daconte le había dicho adiós con la mano. Un guardián
con la bata salpicada de sangre le preguntó algo al pasar, y él
no le prestó atención. El guardián lo siguió,
repitiendo siempre la misma pregunta en francés, y por último
lo agarró del brazo con tanta fuerza que lo detuvo en seco. Billy
Sánchez trató de sacudírselo con un recurso de cadenero,
y entonces el guardián se cagó en su madre en francés,
le torció el brazo en la espalda con una llave maestra, y sin dejar
de cagarse mil veces en su puta madre lo llevó casi en vilo hasta
la puerta, rabiando de dolor, y lo tiró como un bulto de papas en
la mitad de la calle.
Aquella tarde, dolorido por el escarmiento, Billy
Sánchez empe-zó a ser adulto. Decidió, como lo hubiera
hecho Nena Daconte, acudir a su embajador. El portero del hotel, que a
pesar de su catadura huraña era muy servicial, y además
muy paciente con los idiomas, encontró el número y la dirección
de la embajada en el directorio telefónico, y se los anotó
en una tarjeta.
Contestó una mujer muy amable, en cuya
voz pausada y sin brillo reconoció Billy Sánchez de
inmediato la dicción de los Andes. Empezó por anunciarse
con su nombre completo, seguro de im-presionar a la mujer con sus dos apellidos,
pero la voz no se alteró en el teléfono. La oyó
explicar la lección de memoria de que el señor
embajador no estaba por el momento en su oficina, que no lo esperaban hasta
el día siguiente, pero que de todos modos no podía
recibirlo sino con cita previa y sólo para un caso especial. Billy
Sánchez comprendió entonces que por ese camino tampoco llegaría
hasta Nena Daconte, y agradeció la información con la
misma amabilidad con que se la habían dado. Luego tomó un
taxi y se fue a la embajada.
Estaba en el número 22 de la calle Elyseo,
dentro de uno de los sectores más apacibles de París,
pero lo único que le impresionó a Billy Sánchez, según
él mismo me contó en Cartagena de Indias muchos años
después, fue que el sol estaba tan claro como en el Caribe por la
primera vez de su llegada, y que la Torre Eiffel sobresalía
por encima de la ciudad en un cielo radiante. El funcio-nario que lo recibió
en lugar del embajador parecía apenas resta-blecido de una enfermedad
mortal, no sólo por el vestido de paño negro, el cuello opresivo
y la corbata de luto, sino también por el sigilo de sus ademanes
y la mansedumbre de la voz. Entendió la ansiedad de
Billy Sánchez, pero le recordó sin perder la dulzura con
que estaban en un país civilizado cuyas normas estrictas se fundamentaban
en criterios muy antiguos y sabios, al contrario de las Américas
bárbaras, donde bastaba con sobornar al portero para entrar
en los hospitales. "No, mi querido joven," le dijo. No había más
remedio que someterse al imperio de la razón, y esperar hasta
el martes.
-Al fin y al cabo, ya no faltan sino cuatro días- concluyó.
-Mientras tanto, vaya al Louvre. Vale la pena.
Al salir Billy Sánchez se encontró
sin saber qué hacer en la Plaza de la Concordia. Vio la Torre Eiffel
por encima de los tejados, y le pareció tan cercana que trató
de llegar hasta ella caminando por los muelles. Pero muy pronto se dio
cuenta de que estaba más lejos de lo que parecía, y que además
cambiaba de lugar a medida que la buscaba. Así que se puso a pensar
en Nena Daconte sentado en un banco de la orilla del Sena. Vio pasar los
remolcadores por debajo de los puentes, y no le parecieron barcos sino
casas errantes con techos colorados y ventanas con tiestos de flores en
el alféizar, y alambres con ropa puesta a secar en los planchones.
Contempló durante un largo rato a un pescador inmóvil, con
la caña inmóvil y el hilo inmóvil en la corriente,
y se cansó de esperar a que algo se moviera, hasta que empezó
a oscurecer y decidió tomar un taxi para regresar al hotel. Sólo
entonces cayó en la cuenta de que ignoraba el nombre y la dirección
y de que no tenía la menor idea del sector de París en donde
estaba el hospital.
Ofuscado por el pánico, entró en
el primer café que encontró, pidió un cogñac
y trató de poner sus pensamientos en orden. Mientras pensaba se
vio repetido muchas veces y desde ángulos distintos en los espejos
numerosos de las paredes, y se encontró asustado y solitario, y
por primera vez desde su nacimiento pensó en la realidad de la muerte.
Pero con la segunda copa se sintió mejor, y tuvo la idea providencial
de volver a la embajada. Buscó la tarjeta en el bolsillo para recordar
el nombre de la calle, y descu-brió que en el dorso estaba impreso
el nombre y la dirección del hotel. Quedó tan mal impresionado
con aquella experiencia, que durante el fin de semana no volvió
a salir del cuarto sino para comer, y para cambiar el coche a la acera
correspondiente. Durante tres días cayó sin pausas la misma
llovizna sucia de la mañana en que llegaron. Billy Sánchez,
que nunca habla leído un libro com-pleto, hubiera querido tener
uno para no aburrirse tirado en la cama, pero los únicos que encontró
en las maletas de su esposa eran en idiomas distintos del castellano. Así
que siguió esperando el martes, contemplando los pavorreales repetidos
en el papel de las paredes y sin dejar de pensar un solo instante en Nena
Daconte. El lunes puso un poco de orden en el cuarto, pensando en lo que
diría ella silo encontraba en ese estado, y sólo entonces
descubrió que el abrigo de visón estaba manchado de sangre
seca. Pasó la tarde lavándolo con el jabón de olor
que encontró en el maletín de mano, hasta que logró
dejarlo otra vez como lo habían subido al avión en Madrid.
El martes amaneció turbio y helado, pero
sin la llovizna, y Billy Sánchez se levantó desde las seis,
y esperó en la puerta del hospital junto con una muchedumbre de
parientes de enfermos cargados de paquetes de regalos y ramos de flores.
Entró con el tropel, llevando en el brazo el abrigo de visón,
sin preguntar nada y sin ninguna idea de dónde podía estar
Nena Daconte, pero sostenido por la certidumbre de que había de
encontrar al médico asiático. Pasó por un patio interior
muy grande con flores y pájaros silvestres, a cuyos lados estaban
los pabellones de los enfermos: las mujeres a la derecha y los hombres
a la izquierda. Siguiendo a los visitantes, entró en el pabellón
de mujeres. Vio una larga hilera de enfermas sentadas en las camas con
el camisón de trapo del hospital, iluminadas por las luces grandes
de las ventanas, y hasta pensó que todo aquello era más alegre
de lo que se podía imaginar desde fuera. Llegó hasta el extremo
del corredor, y luego lo recorrió de nuevo en sentido inverso, hasta
convencerse de que ninguna de las enfermas era Nena Daconte. Luego recorrió
otra vez la galería exterior mirando por la ventana de los pabellones
masculinos, hasta que creyó reconocer al médico que buscaba.
Era él, en efecto. Estaba con otros médicos
y varias enfermeras, examinando a un enfermo. Billy Sánchez entró
en el pabellón, apartó a una de las enfermeras del grupo,
y se paró frente al médico asiático, que estaba inclinado
sobre el enfermo. Lo llamó. El médico levantó sus
ojos desolados, pensó un instante, y enton-ces lo reconoció.
Pero dónde diablos se había metido
usted! -dijo. Billy Sánchez se quedó perplejo.
En el hotel -dijo-. Aquí a la vuelta.
Entonces lo supo. Nena Daconte había muerto
desangrada a las 7:10 de la noche del jueves 9 de enero, después
de setenta horas de esfuerzos inútiles de los especialistas mejor
calificados de Francia. Hasta el último instante había estado
lúcida y serena, y dio instruc-ciones para que buscaran a su marido
en el hotel Plaza Athenée, tenían una habitación reservada,
y dio los datos para que se hicieran en contacto con sus padres. La embajada
había sido informada el viernes por un cable urgente de su cancillería,
cuando ya los padres de Nena Daconte volaban hacia París. El embajador
en persona se encargó de los trámites de embalsamamiento
y los funerales, y permaneció en contacto con la Prefectura de Policía
de París para localizar a Billy Sánchez. Un llamado urgente
con sus datos personales fue transmitido desde la noche del viernes hasta
la tarde del domingo a través de la radio y la televisión,
y durante esas 40 horas fue el hombre más buscado de Francia. Su
retrato, encontrado en el bolso de Nena Daconte, estaba expuesto por todas
partes. Tres Bentleys convertibles del mismo modelo habían sido
localizados, pero ninguno era el suyo.
Los padres de Nena Daconte habían llegado el sábado
al medio-día, y velaron el cadáver en la capilla del hospital
esperando hasta última hora encontrar a Billy Sánchez. También
los padres de éste habían sido informados, y estuvieron listos
para volar a París, pero al final desistieron por una confusión
de telegramas. Los funerales tuvieron lugar el domingo a las
dos de la tarde, a sólo doscientos metros del sórdido cuarto
del hotel donde Billy Sánchez agonizaba de soledad por el amor de
Nena Daconte. El funciona-rio que lo había atendido en la embajada
me dijo años más tarde que él mismo recibió
el telegrama de su cancillería una hora después de que Billy
Sánchez salió de su oficina, y que estuvo buscándolo
por los bares sigilosos del Faubourg-St. Honoré. Me confesó
que no le había puesto mucha atención cuando lo recibió,
porque nunca se hubiera imaginado que aquel costeño aturdido con
la novedad de París, y con un abrigo de cordero tan mal llevado,
tuviera a su favor un origen tan ilustre. El mismo domingo por la noche,
mientras él sospechaba las ganas de llorar de rabia, los padres
de Nena Daconte desistieron de la búsqueda y se llevaron el cuerpo
embalsamado dentro de un ataúd metálico, y quienes alcanzaron
a verlo siguieron repitiendo durante muchos años que no habían
visto nunca una mujer más hermosa, ni viva ni muerta. De modo que
cuando Billy Sánchez, entró por fin al hospital, el martes
por la mañana, ya se había consumado el entierro en el triste
panteón de la Manga, a muy pocos metros de la casa donde ellos habían
descifrado las primeras claves de la felicidad. El médico asiático
que puso a Billy Sánchez al corriente de la tragedia quiso darle
unas pastillas calmantes en la sala del hospital, pero él las rechazó.
Se fue sin despedirse, sin nada qué agradecer, pensando que lo único
que necesitaba con urgencia era encontrar a alguien a quien romperle la
madre a cadenazos para desquitarse de su desgracia.
Cuando salió del hospital, ni siquiera
se dio cuenta de que estaba cayendo del cielo una nieve sin rastros de
sangre, cuyos copos tiernos y nítidos parecían plumitas de
palomas, y que en las calles de París había un aire de fiesta,
porque era la primera nevada grande en diez años.