Ni entre los sólidos y pétreos muros hallaban cárcel bastante los suspiros del conde Mauricio, que trepaban tras la hiedra, más allá de los agudos torreones, más del puente levadizo y el foso, más de la atalaya que señalaba su castillo. Dos vástagos le regalara la vida. Hugo, el benjamín, hacíale recelar por su temple, ávido de trifulcas, de brazo y lengua briosos y desenvaine fácil. Belígero tenaz, pero altanero, desafiante y sañudo. De poco seso y reflexión. Versado en lides de campaña y también en las de sábanas. No hubo acusación de paternidad que él no refutara, comprara, o en el peor de los casos acuchillara. El otro, Hernán, aprovechaba la ventana saetera, la preferida por el ballestero, para leer a su contraluz. No se zafaba de sus manos legajo, ni de sus inquisiciones extranjero que pudiera referirle novedad alguna o incrementar el conocimiento de cualquier evento, pues todos a él se le hacían atractivos. En su cabeza sí vencían el discernimiento, la mesura y el sosiego. Ni tratar quería de metales filosos, ni fastos banales, ni doncellas encantadoras. Ambicionaba el conde un nieto, ver desarrollarse al que habría de ser sucesor de sus heredades más allá de sus hijos. Deseaba ansioso que su primogénito le correspondiese y confiaba plenamente en que con un engendrador así la sensatez y la paz asentarían definitivamente en sus dominios. A la vez desconfiaba que su otro hijo se aventajara en la gesta y perpetuara la línea de poder con su sangre. Temía por ese futuro mientras apremiaba a Hernán a que designara consorte. Le acosaba, le hostigaba. Aguardó esperando que su instinto de hombre desatase su apetito de pieles sedosas y perfumadas, pero nada descuidaba su concentración, que parecía estar encaramada en un singular carruaje hacia otro mundo del cual rehusaba descender. Sobrevinieron años y el conde , en contra de lo que él mismo se había juramentado, coaccionó a Hernán a desposarse. Para velar su intransigencia decidió organizar una fiesta con todas las zagalas casaderas del condado y así pudiera elegir. Tomólo con pena y desagrado el precepto de su padre, pero la acató con pleitesía, no sin antes desahogar su desazón con unas palabras: - Me habéis atormentado, padre, perseguido en ronda con vuestros pesares que queréis hacer míos. Pues sabed, me habéis hecho viejo, muy, muy viejo. Si tuviera edad rondaría los tres o si no, los cinco mil años. Tal vez más. Pero ahora en mí no corre el tiempo. Si vuestra tortura implacable, todo ese discurrir de noches mellara en mi figura, arquearía mi espalda en laceradas vértebras corcovando mi figura por la cansina dilación de las horas. Pero ya no, no existe mi dorso. Si tuviera cabello, rozaría el suelo y tiznaría de blanco mi rostro, lo pisarían mis pies y de las barbas veletas haría el viento, pero sí, no asomo ni un pelo. Si tuviera rostro, precipicios en surcos de arrugas recorrerían mi piel, como el árbol marca su vida, yo mi castigo contigo. Pero no, faz ya no poseo. Si tuviera ojos, alumbrarían brillo muerto, mirar triste de curiosidad extraviada. Apenas prestarían atención a nada, perderían el punto de referencia por todo lo visto y lo poco que me queda por ver. Pero no, me dejáis ciego. Si necesitara trasladarme, susurraría pasos cortos o carreras veloces o increíbles vuelos. Pero con vuestras cadenas ni me muevo. Si tuviera hijos, me haría ellos y la vida en un continuo juego, sin dar importancia a nada, sin traspasarles mis sinsabores, mis derrotas, mis anhelos. Bálsamo de su paz, regazo de sus cuitas y seguridad y ternura a manos llenas. ¿Cómo será si me obligáis a su engendro? Si tuviera padre, buscaría su refugio, su apoyo y su comprensión. Nada quiero sino una palabra amable, un soplo de aliento, un amigo. Pero no, y sí lo tengo. Conturbado y azorado el conde ante esta locución, a punto estuvo de mudar de idea, de olvidar su obsesión. Pero conocía bien a su hijo y adivinó en su rostro la sumisión. Se mordió la lengua, ocluyó los oídos y decretó fecha para el festejo. Diez jinetes surcaron tierras lejanas con el bando.
Acarició su sueño presumiéndolo cercano y con ansiedad
contó hacia atrás los días de espera.
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Siendo niña la atacó una virulenta enfermedad. Firmó en su cuerpo y rubricó en su cara un terrible sarpullido, imborrable y devastador, que alteró sus formas humanas transformándolas en desagradables a la vista. Aprendió pronto a ocultarse para no sentirse réproba ante el ojo ajeno que la ulceraba con su mirada. Velos y capas en rebozo compartieron inseparables su vida, convirtiéndose en huidiza y escondida. El padre, padeciendo el mal como propio, asumiéndolo como un castigo mefistofélico, desertó de su oficio y una tarde, sin explicaciones, lo hizo de su hogar. Nunca más se supo su paradero. Su madre no capituló ante la evidencia. Consultó con nigromantes, taumaturgos y todo aquél que se denominara curandero. Ensayó todo tipo de ungüentos, infusiones, vahos, inhalaciones, irrigaciones y sangrías. En torno a su casa se cultivaron y recolectaron todo tipo de flor y brote que guardara en sí algún remedio curativo. Inútil. Tras insufribles años de lucha, abatida por la edad, se rindió a la muerte sin la satisfacción de ver a su hija sanada, ni tan siquiera aliviada. Ágata persistió sola durante años, con sus pócimas y mixturas, experimentando en su organismo todos los conocimientos adquiridos y alguno más sin probar. Nunca tendría fortuna en esa batalla, pero el azar daría un vuelco a su situación. Y aquello aconteció el día en que varios chicos sorprendieron su repulsivo rostro desvelado mientras ella cosechaba simientes y ellos trepaban por fruta. La vituperaron, se mofaron de ella y hasta le arrojaron alguna manzana. Ella les maldijo puño en alto. Poco tiempo después, el padre de uno de los mozalbetes falleció al golpearle una coz de su jamelgo. Otro de la puñalada de un ladrón. Un tercero desapareció en el río. El padre del último sabía de esta historia de labios de su hijo que, temeroso de un fatal desenlace, narró a su padre entre lamentos y sollozos el que calificaba como mal augurio de una bruja. Este hombre cabalgó sin tregua hasta dar con la horripilante Ágata y, cayendo postrado a sus pies, impetró clemencia. Ella, presumiendo la razón perdida de aquel villano, le ignoró. Él porfió, prometió un generoso dispendio, incluso su personal humillación. Sólo pedía seguir viviendo. Ella replicó a esta descarga de ruegos un seco “¡sea!” con el único propósito de librarse de aquella mezquina presencia mientras recogía las monedas que aquel personaje había descuidado en su desconcertada huida. Sintiéndose aquel hombre liberado de su maldición
y seguro de poder vivir cincuenta años más sin mayor riesgo
que su natural declive, hizo correr de boca en boca la descripción
de tal prodigio. Pronto preñadas, hombres y mujeres heridos de amor
no correspondido y mozalbetes desorientados perturbaban la armonía
de Ágata solicitando un vaticinio, filtro o consejo. Era este último
muy considerado pues su desprendimiento de lo mundano y su soledad habían
cultivado su capacidad de meditación y juicio, y sabía
intuir más allá de vocablos y expresiones penetrando en el
discurrir humano, para ella más trivial y simple de lo que los desesperados
que peregrinaban a su consulta discernirían nunca.
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- ¡Padre! ¡Atended mi ruego! - ¿Qué deseas? - Que la bruja Ágata me asesore en la decisión. - ¿Cómo? ¿Qué pretendes? - Si entendéis como yo entiendo, que el futuro pende de la esposa que elija, que el linaje se perpetúe adecuadamente, he de escoger la mujer más primorosa, la más prudente y la más capacitada. - Bien cierto es eso. Así debe ser. - Pues tan importante es que quizá mi criterio pueda errar, sentirse confuso. Por desconocimiento, por imprudencia o por impaciencia. Que mi opinión pese, pero que colabore la hechicera. Sus dictámenes son certeros, reconocidos y agradecidos. Y también es moza, aunque no lo parezca. El conde se mesó la barba cavilando. - Está bien. Quizá tengas razón y toda ayuda
sea poca y bienvenida. Enviaré un carruaje a recogerla y recompensaré
sus servicios sin cicatería.
IV Apenas mostraba sus ojos. Su andar ligero abombaba el negro capote que la cubría. Un lienzo del mismo color embozaba su rostro con varias vueltas de tela, eximiendo al espectador de contemplar las huellas del mal en sus rasgos. Ágata se presentó en el castillo con dos jornadas de antelación. Antes de tratar a las damas, quiso sondear la personalidad de Hernán. Entendió que para hallar pareja afín debería disponer de todos los detalles posibles sobre su carácter, de su forma de ser y de pensar. El joven y la bruja, que por su tono de voz representaba gozar de similar edad, departieron interminables horas. Pasearon, discutieron. Intercambiaron anhelos, sueños y banalidades. En la noche, separados por escasas horas del comienzo de la velada, ella decidió la última conversación. - Bien, Hernán. Ya sé cuál es la mujer perfecta para vos, la que cuidará de vuestros hijos y los instruirá en las artes y el saber, la que desgranará su amor guareciéndolos con ternura. La que ha de ser vuestro refugio, amparo y comprensión. La que dispensará todo sin exigir nada... - ¿Ya la conocéis? ¿Cómo se llama? ¿La habéis adivinado con vuestras dotes clarividentes? Ella giró la cabeza, miró a otro lado y tragó saliva. Tras unos segundos se sobrepuso y fijó su vista en él. - No. La tenéis aquí a vuestro costado. Yo soy la mujer ideal para vos. En este tiempo hemos caminado juntos, he aprendido de vos y vos de mí. Sé cómo sois y quién sois. Os he descubierto y yo soy vuestra ansiada cónyuge. No tenéis que elegirme simplemente tomadme. Hernán desencajó el gesto. No daba certidumbre a lo que estaba escuchando. - ¡¿Vos?! ¡¿Me juzgáis enajenado?! ¡¿Esperáis que celebre mis esponsales con un monstruo, una bruja?! ¡¿Cómo podéis pretender tamaña insensatez?! Dicho esto, el hijo del conde rompió a reír en estentóreas carcajadas. - ¡Maldito seáis, Hernán, si deducís que las llagas de mi piel alteran mi alma. Soy hembra sensible y cariñosa... también necia pues os consideré igual que yo! Mi aspecto exterior no deteriora mi beldad interior, sólo lo logran vuestras afrentas y desaires. La expulsó de la fortaleza con cajas destempladas.
Reclamó a la guardia para que la desalojaran con premura, para no
concederle tiempo, temiendo que un sortilegio le alcanzara en la escapada.
Tan altas eran las voces que el conde se alertó. Al pedir explicaciones
su hijo le relató la historia. Preocupado Mauricio también
por las fuerzas de lo oculto, por un hechizo, llamó a dos soldados,
y a espaldas de su hijo y con susurros dispensó las oportunas órdenes.
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El día de la fiesta las jóvenes doncellas exhibían sus mejores galas en el salón central. Mesas repletas de vituallas y vino. Músicos y música. Murmullos y sorpresa. Mauricio palmeó el hombro de su hijo que contemplaba la escena desde una celosía en la planta superior. Le percibió angustiado. - Hijo, no turbes tu buen discernir. Que la bruja no te consterne más, ni su semblante desfigurado ni sus maldiciones. - No es eso, padre. Quizá no la he sabido entender. Quizá... - Aquí tienes un presente. Esto te hará olvidar. Hernán observó un cofre de escaso volumen que descansaba sobre la ménsula. - Ábrelo, hijo. Los guardias te lo han traído siguiendo mis instrucciones... El joven manipuló el cierre y se dispuso a levantar la tapa . - ... Ahí lo tienes, hijo. El corazón de esa perversa maga que ya no te supondrá más perjuicios. Arrancado de sus entrañas para que tú puedas admirarlo y asegurar su muerte. Los trágicos gritos amenazaron desgarrar la
garganta de Hernán, que se desplomó de rodillas en el suelo
preso del dolor y de un inconsolable llanto.
VI Muchos años han pasado. Desfallecido el gesto del caballo y triste el del jinete. Vive en el bosque, rehuyendo el contacto humano. Muchos comentan que fue por aquel día, en que algún halo mágico iluminó su mente, y por unos minutos detentó una virtud privada al hombre, la de atisbar todo el dolor que puede albergar un corazón enamorado que sufre el desprecio, o aún peor, la más cruel indiferencia. Ante sus ojos desfiló el baile de la aflicción de Ágata y fue capaz de experimentar todo su sufrimiento, al alcance de sus manos, al toque de un corazón descorazonado. Hernán se esconde de la vista, del trato y de la palabra. Se siente imposibilitado para trabar ni una liviana amistad, pues ¿qué dolor contemplaría si padeciera su menosprecio? Incapaz de resistir más, sólo el viento martillea sus oídos esculpiendo los vocablos que resuenan en los ecos vacíos, las de su nota de despedida y abandono del único mundo hasta ahora conocido por él: “Si mis lágrimas participaran de la calidad de transparentes, etéreas, sin masa ni peso, libres de la física, responderían a la purga del sentimiento, que me hiere desconsolado. Si mis lágrimas fueran negras, gotearían en el pergamino la elegía sin fin, la letanía del tormento en letras extrañas que empaparían el papel. Si mis lágrimas tiñeran rojo, serían hijas de mi sangre, y agradecería el suplicio físico, pues me haría sentir vivo. Por desgracia no lloro. El resquemor que me persigue, el infierno que me devora no está fuera, sino dentro, y sufro y padezco sin sentir nada externo. La auténtica soledad nace de mi mayor profundo. Ayer hablé con ella, pero no me contesta. Hoy ya ni me molesto, ya nada me queda. Ya nada tengo.”
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