El
olor del potaje de chícharos, con chorizo español, y de la
merluza dorándose en plena sartén, salía por la ventana
de la cocina de la vecina y era casi un sabotaje a mis tripas, pegadas
al espinazo. Estela, era una negra color aceitunado con más arrugas
que pelos en la cabeza, que se jactaba de sus conocimientos frente
a la cocina Piker, y bastaba con que uno dijera con cara de hambriento:
¡qué ricos olores vienen de esa casa!, para que
a ella se le iluminara el rostro y empezara con esa sonrisita de mamita
yo no fui el que le metí el dedo a la sopa. Después,
casi siempre recibía mi recompensa: un plato de chícharos
con papas y sabor a chorizo (porque de chorizo nada) o un buen majarete
o un arroz con sorpresas, como yo le bauticé aquel arroz
con vegetales y cierto sabor a pollo, proveniente de una pastilla
de concentrados Maggi , de las que se compran en la shopping para
luego engañar al paladar y creer que se está comiendo
jamón, pollo o carne, aunque en la práctica sólo
sea pura ilusión.
Ese día Estela salió como de costumbre al oír mis elogios, pero apenas balbuceó palabras; intentó fingir una sonrisa, pero sólo consiguió una mueca más parecida a los últimos estertores de una enferma de enfisema, en fase terminal. La noté nerviosa y hasta medio cansada. Se colocó con cierta coquetería los pequeños lentes sobre la nariz y entonces reparé en los ángulos casi perfectos de su cara y en aquellos ojos pardos de naranjo en flor, escondidos detrás de unos espejuelos plásticos poco elegantes, de los que se venden, como única opción, en todas las ópticas habaneras. Debió de ser muy linda de joven la muy condená, me dije, y hasta pensé en la cantidad de hombres que aquella negrona - tan parecida a la descripción femenina de aquella canción que hablaba de “la boca de concha nacarada, la mirada imperiosa y el andar señoril”, que hizo Corona para su inmortal Longina- debió haberse “levantado” cuando chancleteaba por los solares de su natal Jesús María. En
aquel momento, Estela sólo me confesó que estaba durmiendo
mal por culpa de un sueño muy raro que se le repetía
incansablemente durante todas las noches como se repiten las malas
películas y los malos programas en la televisión de
verano.
Al
día siguiente,cuando la volví a ver en la mañana,
le dije que me contara aquel sueño que le quitaba la calma
y recuerdo que puso cierta cara de recelo y murmuró :
Aquel día me encontraba en el patio de casa, colindante con el de ella, y mis ojos se metieron, sin quererlo, a través de la ventana de su cuarto. Con la agudeza de mi vista, entrenada para la lectura del tiempo y la búsqueda, por satélites y pantallas de radares, de corrientes marinas y frentes fríos, pude alcanzar a ver cada rincón de la pequeña estancia, donde Estela, rezaba y prendía una vela a la Caridad del Cobre. Allí, parada frente al altar de sus santos milagrosos buscaba la paz que tanto deseaba y pedía sus deseos. Desde mi posición alcancé, también, a divisar tres gladiolos blancos y un príncipe negro que tenía en su mano derecha y que no dejaba de pasarse por todo el cuerpo desnudo. Sus tetas, rozagantes y firmes todavía , exhibían pezones carmelita claro, parecidos a huevos fritos ,y su vello púbico- abundante y negro como el azabache- bien podría ser aún la musa inspiradora de algún poeta erótico. Se estaba haciendo su limpieza semanal para espantar los malos espíritus y los malos momentos, como ella gustaba decir. Fue entonces que mi vista se detuvo, con asombro, en la espalda. Yo estaba a casi ocho metros de la escena y podía describir claramente dos medianas alas que, recogidas sobre sus omóplatos casi terminaban de llenarse de plumas grises y blancas. En un momento de aquella ceremonia las pudo abrir y revoloteó como un avecilla en proceso de vuelo. Hasta pensé que iba a tropezar su cabeza contra la lámpara de cristal del techo. Confieso
que sentí una sensación de tristeza, más que de pavor,
por lo que estaba mirando. Me deprimía imaginar que, un día
,ella no estaría más con su conversación aguda
y dejaría de sentir los olores que salían de su cocina.
En los últimos tiempos ya casi me estaba acostumbrando a perder
a mis seres más allegados. Se había hecho una rutina
el partir. En esas reflexiones andaba cuando mis ojos tropezaron
con los de Estela, ahora en medio del patio, totalmente desnuda
no sólo de cuerpo.Parecía también desnuda de
alma. Me miró sin pronunciar palabras; ya con la nostalgia
de quien, resignada pero feliz, lo abandona todo y estiró sus alas
grises, ahora más grandes que nunca, y comenzó a aletear
con la elegancia de una codorniz entrenada para largas rutas. En
segundos, Estela no fue más que un punto en el cielo. No
sé si con idea de retorno porque no me dijo nada. Me quedé
por un tiempo largo mirando la inmensidad azul y vi pasar otros muchos
puntos grises. Desde entonces juré no mirar nunca más hacia
arriba y, hasta hoy, sigo cumpliendo mi promesa. Sólo
entonces, entré a mi casa con el pesar de quien ha perdido un familiar
Buenos Aires, 9 de febrero de l998.
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