La víbora


Durante largos años estuve condenado a adorar a una mujer despreciable,
sacrificarme por ella, sufrir humillaciones y burlas sin cuento,
trabajar día y noche para alimentarla y vestirla,
llevar a cabo algunos delitos, cometer algunas faltas,
a la luz de la luna realizar pequeños robos,
falsificaciones de documentos comprometedores,
so pena de caer en descrédito ante sus ojos fascinantes.
En horas de comprensión solíamos concurrir a los parques
y retratarnos juntos manejando una lancha a motor,
o nos íbamos a un café danzante
donde nos entregábamos a un baile desenfrenado
que se prolongaba hasta altas horas de la madrugada.

Largos años viví prisionero del encanto de aquella mujer
que solía presentarse a mi oficina completamente desnuda,
ejecutando las contorsiones más difíciles de imaginar,
con el propósito de incorporar mi pobre alma a su órbita.
Y, sobre todo, para extorsionarme hasta el último centavo.
Me prohibía estrictamente que me relacionase con mi familia.
Mis amigos eran separados de mí mediante libelos infamantes
que la víbora hacía publicar en un diario de su propiedad.
Apasionada hasta el delirio no me daba un instante de tregua,
exigiéndome perentoriamente que besara su boca
y que contestase sin dilación sus necias preguntas,
varias de ellas referentes a la eternidad y a la vida futura,
temas que producían en mí un lamentable estado de ánimo,
zumbidos de oídos, entrecortadas náuseas,
desvanecimientos prematuros
que ella sabía aprovechar con ese espíritu práctico que la caracterizaba
para vestirse rápidamente sin pérdida de tiempo
y abandonar mi departamento dejándome con un palmo de narices.

Esta situación se prolongó por más de cinco años.
Por temporadas vivíamos juntos en una pieza redonda
que pagábamos a medias en un barrio de lujo cerca del cementerio.
(Algunas noches hubimos de interrumpir nuestra luna de miel
para hacer frente a las ratas que se colaban por la ventana.)
Llevaba la víbora un minucioso libro de cuentas
en el que anotaba hasta el más mínimo centavo que yo le pedía en préstamo;
no me permitía usar el cepillo de dientes que yo mismo le había regalado
y me acusaba de haber arruinado su juventud,
lanzando llamas por los ojos me emplazaba a comparecer ante el juez
y pagarle dentro de un plazo prudente parte de la deuda,
pues ella necesitaba ese dinero para continuar sus estudios.
Entonces hube de salir a la calle a vivir de la caridad pública,
dormir en los bancos de las plazas,
donde fui encontrado muchas veces moribundo por la policía
entre las primeras hojas del otoño.
Felizmente aquel estado de cosas no pasó más adelante,
porque cierta vez en que yo me encontraba en una plaza también
posando frente a una cámara fotográfica
unas deliciosas manos femeninas me evendaron de pronto la vista
mientras una voz amada para mí me preguntaba quién soy yo.
Tú eres mi amor, respondí con serenidad.
Ángel mío, dijo ella nerviosamente,
permite que me siente en tus rodillas una vez más!
Entonces pude percatarme de que ella se presentaba ahora
provista de un pequeño taparrabos.
Fue un encuentro memorable, aunque lleno de notas discordantes;
me he comprado una parcela, no lejos del matadero, exclamó;
allí pienso construir una especie de pirámide
en la que podamos pasar los últimos días de nuestra vida.
Ya he terminado mis estudios, me he recibido de abogado,
dispongo de buen capital;
dediquémonos a un negocio productivo, los dos, amor mío, agregó,
lejos del mundo construyamos nuestro nido.
Basta de sandeces, repliqué, tus planes me inspiran desconfianza,
piensa que de un momento a otro mi verdadera mujer
puede dejarnos a todos en la miseria más espantosa.
Mis hijos han crecido ya, el tiempo ha transcurrido,
me siento profundamente agotado, déjame reposar un instante,
tráeme un poco de agua, mujer,
consígueme algo de comer en alguna parte,
estoy muerto de hambre,
no puedo trabajar más para ti;
todo ha terminado entre nosotros.




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