VIGILAR Y CASTIGAR.
1. El autor y su tiempo.
2. Vigilar y Castigar.
Michel Foucault, uno de los filósofos franceses más destacado después de Sartre, es un autor prolífico y diverso, trabaja en tantos campos diferentes que es difícil categorizar su obra. Podemos encontrar trabajos suyo de historia, de psicología, de medicina, de ciencia, de antropología, de psicología, jurídicos, de arte, y como no, de filosofía.
Nietzsche fue una gran influencia para Foucault. El rechazo de las nociones de “Hombre Racional” y de “Verdad Absoluta”, así como la fundamentación de la historia sobre la irracionalidad y la contingencia, fueron motivo de especial interés para él.
Foucault fue a menudo identificado con los estructuralistas a mediados de los años 60. Los estructuralistas daban gran importancia a las estructuras de la sociedad en la creación del individuo, en su libertad individual; en muchos sentido esto fue asumido por Foucault. En algún sentido no era estucturalista; era un historiador y estaba particularmente interesado por el cambio a través del tiempo, en cambio, en otros si lo era; al examinar este cambio no evitaba la estructura. Para los estructuralistas la primacía la tiene el lenguaje, a diferencia de Marx, que establece la estructura económica como dominante respecto a cualquier otra. Tampoco Foucault creía que la economía fuera la base de la historia, y esto le aproximaba a los estructuralistas; ello se aprecia más explícitamente en la importancia que da al “discurso”. Aunque aparece conectado con la corriente estructuralista, Foucault no se considera perteneciente a ella. Algunos autores lo engloban en la corriente de pensadores franceses, el posestructuralismo., junto con Jaques Derrida, Gilles Deleuze, Roland Barthes y Felix Guattari.
Está inserto en la filosofía crítica, como Kant, más cercano a la teoría crítica de la escuela de Frankfurt, concretamente a Theodor Adorno y Max Horkheimer. Foucault reitera los miedos de Nietzsche y Weber hacia la ciencia, hacia la razón como Mito, y está próximo al concepto de Razón Instrumental.
Foucault está especialmente interesado por el saber de los seres humanos y el poder que actúa sobre ellos; Saber y Poder, es el par. Para él el saber es poder, pero no cree en la verdad absoluta, luego el saber queda mediatizado Así, el saber quizá sea solo lo que un grupo de gente comparte y decide. La gente decide lo que es verdad, construye la verdad.
También Foucault en su obra presta atención a los mecanismos que operan en la sociedad, especialmente en sus relaciones con las ciencias sociales, que categorizan a la gente entre Normal y Anormal. Así, en sus libros estudia diferentes formas de anormalidades: locura, sexualidad perversa, enfermedad, y como en el caso de este libro, la criminalidad. Considera que así lo anormal es todo aquello que difiere significativamente de la normalidad, que es el término de referencia. Pero tras analizar un gran número de documentos históricos, su especialidad, observa que las definiciones de estas anormalidades varían sustancialmente en cada época histórica. Considera que la definición de lo normal se construye a partir de lo anormal, por ello el gran interés que hay por el estudio de lo anormal. El estudio de la anormalidad constituye una de las principales vías a través de las cuales se establecen relaciones de poder en la sociedad; cuando se define una anormalidad con su correspondiente norma, siempre, de una manera u otra, es la persona normal la que tiene poder sobre la anormal.
Para Foucault el hombre es una invención y debe morir. Así como Nietzsche anunció la muerte de Dios, Foucault predice la muerte del hombre.
Una vez marcadas la claves principales de su pensamiento vamos a analizar
su obra “Vigilar y Castigar”, comentar como estas de dejan ver a través
de sus líneas.
En este libro Michel Foucoult analiza las relaciones del poder y la opresión. Su interés por las cárceles termina siendo una investigación sobre el origen de estas como forma de castigo. Hace una revisión histórica de las penas y el castigo y desde una perspectiva historicista el autor hace una crítica, siempre constructiva, del concepto de penalidad, desde los suplicios hasta los centros penitenciarios actuales. Recorre desde los diversos apartados de su libro los conceptos de suplicio, castigo, disciplina y prisión que analizaremos en este trabajo. El autor muestra en esta obra como el final del XVII y el comienzo del XVIII es la época de grandes proyectos de reforma; y como para la justicia penal comienza una nueva era, que coincide con la desaparición de los suplicios.
Además Foucault hace notar la importancia de la disciplina en este proceso de cambio de penalidad, en este proceso de cambio de poder, como se pasa de un poder monárquico a un poder disciplinar.
Además analiza las relaciones entre los ilegalismos y la delincuencia donde pone de relieve la paradoja de las prisiones, que al intentar combatir la delincuencia la fomentan.
El objetivo de este libro es, según el autor: una historia correlativa
del alma moderna y de un nuevo poder de juzgar; una genealogía del
actual complejo científico-judicial en el que el poder de castigar
toma su apoyo, recibe sus justificaciones y sus reglas, extiende sus efectos
y disimula su exorbitante singularidad. El libro trata de estudiar la transformación
de los métodos punitivos a partir de una tecnología política
del cuerpo donde pudiera leerse una historia común de las relaciones
de poder y de las relaciones de objeto.
2.1 SUPLICIO.
Para Jaucourt el suplicio era una pena, dolorosa, más o menos
atroz. En la pena por suplicio el sufrimiento físico, el “dolor”
del cuerpo mismo, es el elemento constitutivo de la pena, el objetivo de
la acción punitiva, quizá, la definición misma del
castigo. Una pena para ser un suplicio debe responder a tres criterios
principales: ha de producir cierta cantidad de dolor, esta producción
de dolor está sometida a reglas y, además, forma parte de
un ritual, esto es:
- El “dolor” del suplicio es producido mediante una técnica. El suplicio descansa sobre todo en un arte cuantitativo del sufrimiento. El sufrimiento físico, el dolor del cuerpo mismo, no es ya un elemento constitutivo de la pena.
- Mediante las “reglas” el suplicio pone en relación el tipo de perjuicio corporal, la calidad, la intensidad, la duración de los sufrimientos con la gravedad del delito, la persona del delincuente y la categoría de sus víctimas
- En el “ritual” del suplicio la víctima debe quedar señalada, marcada corporalmente. La justicia que impone el suplicio debe garantizar que el suplicio sea resonante, comprobado por todos, como un triunfo. En la pena por suplicio el castigo en si es un “espectáculo”. El suplicio judicial hay que entenderlo también como un rito político. Forma parte de las ceremonias por las cuales se manifiesta el poder.
En el feudalismo y en la época en que la moneda y la producción están poco desarrolladas, se asistía a un brusco aumento de los castigos corporales, por ser el cuerpo en la mayoría de los casos el único bien accesible, y el correccional, el trabajo obligado, la manufactura penal, aparecían con el desarrollo de la economía mercantil. Pero al exigir el sistema industrial un mercado libre de la mano de obra, la parte del trabajo obligatorio hubo de disminuir en el siglo XIX en los mecanismos de castigo, sustituida por una detención con fines correctivos. En la actualidad, en nuestras sociedades, hay que situar los sistemas punitivos en cierta “economía política” del cuerpo. El cuerpo sólo se convierte en fuerza útil cuando es a la vez cuerpo productivo y cuerpo sometido.
Los suplicios no sancionan los mismos delitos, ni castigan el mismo género de delincuentes. En la actualidad se pretende para todos una misma muerte, sin que tenga que llevar la marca del delito o el estatus social del delincuente; una muerte que no dura más de un instante, una ejecución que afecta a la vida más que al cuerpo.
La reducción del suplicio, de las mil muertes, a la estricta ejecución capital define toda una nueva moral propia del acto de castigar. Con la guillotina, utilizada a partir de marzo de 1792, la muerte queda reducida a un acontecimiento visible, pero instantáneo. Aun en 1836 quedaban vestigios de los suplicios para los parricidas; eran conducidos al patíbulo con un crespón negro y se les cortaba una mano antes de ser guillotinados. La desaparición de los suplicios puede considerarse alrededor de los años 1830-1848, aunque naturalmente esto no ocurrió ni simultáneamente ni a la misma velocidad en todos los países, mas bien es bastante irregular la evolución del cambio entre los siglos XVIII y XIX.
Pero un castigo como los trabajos forzados o incluso como la prisión, mera privación de libertad, no ha funcionado jamás sin cierto suplemento punitivo que concierne realmente al cuerpo mismo: racionamiento alimenticio, privación sexual, golpes, celda. En sí, la prisión en sus dispositivos más explícitos ha procurado siempre cierta medida de sufrimiento.
La retracción pública en Francia de esta modalidad del “espectáculo punitivo” había sido abolida en 1791. Los trabajos públicos que se hacían practicar en la calle o en los caminos reales se suprimen casi en todas partes a finales del siglo XVIII o en la primera mitad del XIX. El castigo ha cesado poco a poco de ser teatro para convertirse en la parte más oculta del proceso penal. Solo el látigo seguía manteniéndose en ciertos sistemas penales como Rusia, Inglaterra o Prusia, pero de manera general las prácticas punitivas se habían vuelto púdicas.
La prisión, la reclusión, los trabajos forzados, el presidio, la interdicción de residencia, la deportación, que han ocupado un lugar importante en los sistemas penales modernos, no tienen la misma relación castigo-cuerpo que en los suplicios. El cuerpo se encuentra aquí en situación de instrumento o de intermediario.
De la desaparición del espectáculo y la anulación del dolor son testigos los rituales modernos de la ejecución capital; el verdugo es relevado por los vigilantes, los médicos, los capellanes, los psiquiatras, los psicólogos, los educadores, etc., para garantizar que el cuerpo y el dolor no son los objetivos últimos de la acción punitiva.
Muchos delitos han dejado de serlo, por estar vinculados a determinado ejercicio de la autoridad política, religiosa o un tipo de vida económica: la blasfemia ha perdido su estatus de delito; el contrabando y el robo doméstico, una parte de su gravedad. Pero aunque hay desplazamientos, no son quizá lo más importante: la división entre lo permitido y lo prohibido ha conservado, de un siglo a otro, cierta constancia.
Desde que la Edad Media construyó, no sin dificultad y con lentitud, el gran procedimiento de la información judicial, juzgar era establecer la verdad de un delito, era determinar su autor, aplicarle una sanción legal.
En el transcurso de los últimos años se han producido
en muchas partes del mundo rebeliones de presos. En sus objetivos, en sus
consignas, en su desarrollo había algo paradójico. Eran rebeliones
contra toda una miseria física que data de más de un siglo:
contra el frío, contra el hacinamiento y la falta de aire, contra
unos muros vetustos, contra el hambre, contra los golpes. Pero eran
también rebeliones contra las prisiones modelo, contra los tranquilizantes,
contra el aislamiento, contra el servicio médico o educativo. Realmente
era de los cuerpos y de las cosas materiales de lo que se trataba en todos
estos movimientos.
La práctica penal alrededor de 1670 se distribuía en
la siguiente jerarquía: La muerte, el tormento con la reserva de
pruebas, las galeras por un tiempo determinado, el látigo, la retracción
pública y el destierro. Los suplicios propiamente dicho no constituían,
ni mucho menos, las penas más frecuentes. La mayor parte de las
sentencias incluían bien el destierro o la multa. Aunque el destierro
iba con frecuencia precedido por la exposición y la marca; la multa
en ocasiones iba acompañada del látigo; toda pena un tanto
seria debía llevar consigo algo de suplicio.
Escrita, secreta, sometida, para construir sus pruebas, a reglas rigurosas, la institución penal es una maquinaria que puede producir la verdad en ausencia del acusado. Este procedimiento va a tender necesariamente a la confesión, porque constituye una prueba tan decisiva que no hay necesidad apenas de añadir otras; es preciso, a ser posible, que se juzguen ellos mismos. La doble ambigüedad de la confesión, elemento de prueba de la confesión y efecto de coacción y transacción semivoluntaria, explica los dos grandes medios que el derecho criminal clásico utiliza para obtenerla: el juramento que se le pide prestar al acusado antes de su interrogatorio, y la tortura.
Ha habido muy pocas críticas radicales a la tortura, aunque ha habido consejos de prudencia: el tormento es un medio peligroso para llegar al conocimiento de la verdad. Hay culpables con la firmeza suficiente para ocultar un crimen verdadero, otros, inocentes, a quienes la intensidad de los tormentos hace confesar crímenes de los que no son culpables. Además si el acusado resiste y no confiesa, el magistrado se verá obligado a abandonar los cargos y el supliciado habrá ganado.
En la tortura van mezclados un acto de información y un elemento de castigo. En si es una pena que se emplea como un medio. El cuerpo interrogado en el suplicio es a la vez el punto de aplicación del castigo y el lugar de obtención de la verdad.
El martirio, si es soportado con resignación, no dejará de ser tenido en cuenta por Dios. La crueldad del castigo terreno se registra en rebaja de la pena futura; se dibuja en ella la promesa de perdón.
En el sistema penal basado en el suplicio no obedece a un sistema dualista, verdadero o falso, sino a un principio de gradación continua; siempre que se entra en él hay un grado de culpabilidad y un grado de castigo. El sospechoso, como tal, merecía siempre determinado castigo. Una leve prueba convertía a un hombre en levemente culpable. No se podía ser objeto de sospecha y a la vez inocente. Así la tortura era parte del juicio y parte del castigo.
El ejercicio del poder soberano es el castigo de los crímenes
constituye sin duda una de las partes más esenciales de la administración
de la justicia. El derecho a castigar será como un aspecto del derecho
del soberano a hacer la guerra a sus enemigos. Pero el castigo es también
una manera de venganza que es a la vez personal y pública, ya que
en la ley se encuentra presente en cierto modo la fuerza físico-política
del soberano. El suplicio no restablecía la justicia, reactivaba
el poder.
El acero que castiga al culpable es también el que destruye
a los enemigos. Todo un aparato militar rodea el suplicio: jefes, arqueros,
soldados. Se trata de impedir la evasión o un acto de violencia.
Hacer una ejecución pública, más que una obra de justicia
es una manifestación de fuerza. Hay que concebir el suplicio, tal
y como está ritualizado aún en el siglo XVIII, como un operador
político. Se inscribe en un sistema punitivo en el que el soberano,
de manera directa o indirecta, pide, decide y hace ejecutar los castigos,
en la medida en que es él quien, a través de la ley, ha sido
alcanzado por el crimen.
Impedir una ejecución que se estima injusta, arrancar a un condenado de las manos del verdugo, obtener por la fuerza su perdón, perseguir y asaltar a los ejecutores de la justicia, maldecir a los jueces y alborotar contra la sentencia; todo esto forma parte de las prácticas populares que invaden, atraviesan y trastornan a menudo el ritual de los suplicios.
El menosprecio a la muerte en estos años es debido, tanto a los valores propios del cristianismo como una situación demográfica y en cierto modo biológico: los estragos de la enfermedad y del hambre, las mortandades periódicas de las epidemias, la gran mortalidad infantil, etc. Todo esto hacía que la muerte fuera familiar y suscitaba entorno suyo rituales para integrarla, hacerla aceptable y dale un sentido a su permanente agresión.
La practica punitiva del siglo XIX tratará de poner la mayor distancia posible entre la búsqueda “serena” de la verdad y la violencia que no se puede borrar por completo del castigo. Tratará también de marcar la heterogeneidad que separa el crimen que hay que sancionar y el castigo impuesto por el poder público.
El rito de la ejecución exigía que el condenado proclamara por sí mismo su culpabilidad por la retracción pública que pronunciaba, por el cartel que exhibía y por las declaraciones que le obligaban a hacer. En ocasiones, en el momento de la ejecución, le daban al reo la palabra, no para aclamar su inocencia, sino para atestiguar su crimen y la justicia de su sentencia.
A veces se publicaban también relatos de crímenes y de vidas infames, a modo de pura propaganda, antes de todo proceso y para forzar y justificar la mano a una justicia de la que se sospechaba que era demasiado tolerante.
La proclamación póstuma de los crímenes justificaba la justicia, pero también glorificaba al criminal. De ahí que pronto los reformadores del sistema penal pidieran la supresión de estas hojas. Estas desaparecieron a medida que se desarrollaba la literatura del crimen completamente distinta: una literatura en que el crimen aparece glorificado.
Se ha pasado de la exposición de los hechos y de la confesión
al lento proceso del descubrimiento; del momento del suplicio a la fase
de la investigación; del enfrentamiento físico con el poder
a la lucha intelectual entre el criminal y el investigador. No son simplemente
las hojas sueltas las que desaparecen cuando nace la literatura policiaca;
es la gloria del malhechor rústico y es la sombría glorificación
por el suplicio.
2.2. CASTIGO.
La protesta contra los suplicios, sistema penal centrado en el dolor y el espectáculo, se extienden por todas partes en la segunda mitad del siglo XVIII: entre los filósofos y los teóricos del derecho; entre juristas, curiales y parlamentarios; entre cuadernos de quejas y en los legisladores de las asambleas. Determinaron que el deseo de causar dolor no era muy apropiado para los gobiernos, y las multitudes que asistían a los espectáculos de tortura y muerte se volvían cada vez más indisciplinadas. Los espectáculos fueron perdiendo vigencia, convirtiéndose en sitio propicio para tensiones y disturbios políticos.
Hay que castigar de otro modo: deshacer ese enfrentamiento físico del soberano con el condenado. “Que las penas sean moderadas y proporcionadas a los delitos, que la muerte no se pronuncie ya sino contra los culpables de asesinato, y que los suplicios que indignan a la humanidad sean abolidos”. No hay que castigar menos, sino castigar mejor.
Es preciso situar la reforma en un proceso que los historiadores han puesto en evidencia: la relajación de la penalidad en el curso del siglo XVIII ya que durante este periodo los crímenes parecen perder violencia, en tanto que los castigos, recíprocamente, se descargan de una parte de su intensidad. Desde el siglo XVII se nota una disminución considerable de los crímenes de sangre y, de manera general, de las agresiones físicas; los delitos contra la propiedad parecen reemplazar a los crímenes violentos.
La reforma no ha sido preparada desde el exterior del aparato judicial y contra todos sus representantes; ha sido preparada, y en cuanto a lo esencial, desde el interior, por un número muy grande de magistrados y a partir de objetivos que les eran comunes y de los conflictos de poder que oponían unos a otros.
Con el aumento general de la riqueza y el gran empuje demográfico, el blanco del principal del ilegalismo popular tiende a no ser ya en primera línea los derechos, sino los bienes: el hurto, el robo tienden a reemplazar al contrabando y a la lucha armada contra los agentes del fisco. y en esta medida, los campesinos, los granjeros y los artesanos resultan ser su víctima principal.
El paso de una agricultura intensiva ejerce una presión cada vez mayor sobre los derechos de uso, sobre las tolerancias, sobre los pequeños ilegalismos admitidos. El ilegalismo de los derechos, que asegura con frecuencia la supervivencia de los más desprovistos, tiende a convertirse, con el nuevo estatuto de la propiedad, en un ilegalismo de bienes. Habrá entonces que castigarlo
Es necesario controlar y hacer entrar en el código todas estas
prácticas ilícitas. Es necesario que las infracciones estén
bien definidas y seguramente castigadas, que en esta masa de irregularidades
toleradas y sancionadas de manera discontinua con una resonancia desproporcionada,
se determine lo que es infracción intolerable y que se someta a
su autor a un castigo que no pueda eludir. El robo tiende a convertirse
en la primera de las grandes escapatorias de la legalidad.
La economía de los ilegalismos se ha reestructurado con el desarrollo
de la sociedad capitalista. Se ha separado el ilegalismo de los bienes
del de los derechos. separación que cubre una oposición de
clases, ya que, de una parte, el ilegalismo más accesible a las
clases populares habrá de ser el de los bienes; transferencia violenta
de las propiedades; y, de otra, la burguesía se reservará
el ilegalismo de los derechos; la posibilidad de eludir sus propios reglamentos
y sus propias leyes. Y esta gran redistribución de ilegalismos se
traducirá incluso por una especialización de los circuitos
judiciales: para los ilegalismos de bienes, para el robo, los tribunales
ordinarios y los castigos; para los ilegalismos de derechos, fraudes,
evasiones fiscales, operaciones especiales, con transacciones, componendas,
multas atenuadas, etc.
La reforma penal ha nacido en el punto de conjunción entre la lucha contra el sobrepoder del soberano y la lucha contra el infrapoder de los ilegalismos conquistados y tolerados. Entre el sobrepoder y el infrapoder se había establecido una red de relaciones. La forma de la soberanía monárquica, mientras situaba del lado del soberano la sobrecarga de un poder resonante, ilimitado, personal, irregular y discontinuo, dejaba del lado de sus súbditos lugar libre para un ilegalismo constante. Atacar las diversas prerrogativas del soberano era atacar a la vez el funcionamiento de los ilegalismos.
A nivel de los principios esta nueva estrategia se formula fácilmente en la teoría general del contrato. Se supone que el ciudadano ha aceptado, de una vez para siempre, junto con las leyes de la sociedad, aquella misma que puede castigar. El crimen aparece como un ser jurídicamente paradójico. Ha roto el pacto, con lo que se vuelve enemigo de la sociedad entera, pero participa en el castigo que se ejerce sobre él.
Así el derecho de castigar ha sido trasladado de la venganza del soberano a la defensa de la sociedad. pero se encuentra entonces reorganizado con unos elementos tan fuertes, que se vuelve casi más terrible.
El principio de la moderación de las penas, incluso cuando se trata de castigar al enemigo del cuerpo social, comienza por articularse como un discurso del corazón. Más aun, surge como un giro del cuerpo que se revela ante la vista o ante la imaginación de un exceso de crueldades. La formulación del principio de que la penalidad debe ser siempre “humana” la hacen los reformadores en primera persona.
El daño que hace un crimen al cuerpo social es el desorden que
introduce en él. La proporción entre la pena y la calidad
del delito está determinada por la influencia que tiene sobre el
orden social el pacto que se viola. Calcular una pena en función
no del crimen, sino de su repetición posible. No atender a
la ofensa pasada sino al desorden futuro. Hacer de modo que el malhechor
no pueda tener deseo de repetir. Castigar será el arte de
los efectos. Ahora rige un principio de economía: hay que castigar
lo justo para impedir.
El ejemplo no es ya el ritual que se manifiesta, es un signo que obstaculiza.
Ahora se van a seguir unas reglas:
- Regla de la cantidad mínima. Se comete un crimen porque procura ventajas. Si se vincula a la idea del crimen la idea de una desventaja un poco mayor, cesará de ser deseable. Para que el castigo produzca el efecto que se debe esperar de él bastará que el daño que causa exceda el beneficio que el culpable ha obtenido del crimen.
- Regla de la Idealidad suficiente. Lo que hace la pena en el corazón del castigado, no es la sensación de sufrimiento, sino la idea de un dolor, de un desagrado, de un inconveniente. Por eso el castigo no tiene que emplear el cuerpo, sino la representación. El recuerdo de un dolor puede impedir la recaída. Pero no es el dolor en si mismo el que habrá de ser el instrumento de la técnica punitiva.
- Regla de los efecto laterales. La pena debe obtener sus efectos más intensos de aquellos que no han cometido la falta, en el límite, si se pudiera estar seguro de que el culpable es incapaz de reincidir, bastaría con hacer creer a los demás que ha sido castigado
- Regla de la certidumbre absoluta. Es preciso que a la idea de cada delito y de las ventajas que de él se esperan, vaya asociada la idea de un castigo determinado con los inconvenientes que de él resultan. Que las leyes que definen los delitos y prescriben las penas sean absolutamente claras, que sean públicas y que el monarca renuncie al derecho de gracia y, sobre todo, que ningún delito cometido se sustraiga a la mirada de quien tiene que hacer justicia; nada vuelve más frágil al aparato de las leyes que la esperanza de la impunidad. Más que imitar al antiguo sistema y ser más severo, hay que ser más vigilante. Policía y justicia deben ir juntas
- Regla de la verdad común. El poder de castigar necesita un clima de certidumbre irrefutable. La verificación de los crímenes debe obedecer a los criterios generales de toda verdad.
- Regla de la especificación óptima. Es necesario que
estén calificadas todas las infracciones; que estén clasificadas
y reunidas en especies que no dejen escapar ninguna de ellas. Se debe evitar
que, en el silencio de la ley, se precipite la esperanza de la impunidad.
Se necesita un código exhaustivo y explícito, que defina
los delitos y fije las penas.
El arte de castigar debe apoyarse en una tecnología de la representación.
Se trata de constituir unas parejas de representación de valores
opuestos, de instaurar diferencias entre las fuerzas presentes. Que la
idea del suplicio esté siempre presente en el corazón de
los hombres débiles y domine el sentimiento que le impulsa al crimen.
Pero para que esto funcione debe obedecer a varias condiciones:
- Ser lo menos arbitrarios posible.
- El juego de signos debe apoyarse en el mecanismo de las fuerzas:
disminuir el deseo que hace atractivo el delito y aumentar el interés
que convierte a la pena en algo temible.
- Utilidad de la modulación temporal.
- Por parte del condenado, la pena es un mecanismo de los signos, de
los intereses y de la duración. Los reformadores han propuesto,
casi siempre, los trabajos públicos como una de las mejores penas
posibles.
- De donde toda una economía docta de la publicidad. En el suplicio
corporal el terror era el soporte del ejemplo; ahora es la lección,
el discurso, el signo descifrable, la disposición escénica
y pictórica de la moral pública.
para cada delito, su ley; para cada criminal, su pena. Pena visible, pena habladora que lo dice todo, que explica, se justifica, convence.
La prisión es incompatible con toda esta técnica de la pena-efecto, de la pena-representación.
Se aduce la razón de que la ociosidad es la causa general de la mayoría de los delitos.
En el derecho monárquico, el castigo es un ceremonial de soberanía; utiliza las marcas rituales de la venganza que aplica sobre el cuerpo del condenado. En el proyecto de los juristas reformadores, el castigo es un procedimiento para recalificar a los individuos como sujetos de derecho; utiliza no marcas, sino signos, conjuntos cifrados de representaciones. En el proyecto de instituciones carcelarias, el castigo es una técnica de coerción de los individuos; pone en acción procedimientos de sometimiento del cuerpo, en forma de hábitos y comportamiento.
El soberano y su fuerza, el cuerpo social, el aparato administrativo. La marca, el signo, el rastro. La ceremonia, la representación, el ejercito. El enemigo vencido, el sujeto de derecho en vías de recalificación, el individuo sujeto a una coerción inmediata. El cuerpo objeto del suplicio, el alma cuya representación se manipula, el cuerpo que se domina. Son modalidades según las cuales se ejerce el poder de castigar. Tres tecnologías de poder.
A medida que la disciplina se iba desarrollando en todas direcciones, el castigo también experimentaba modificaciones.
El hombre-máquina de La Mettrie es a la vez una reducción materialista del alma y una teoría general de la educación en el centro de las cuales domina la noción de “docilidad” que une al cuerpo analizable el cuerpo manipulable. Es dócil un cuerpo que puede ser sometido, que puede ser utilizado, que puede ser transformado y perfeccionado. Los autómatas no eran una manera de ilustrar el organismo, eran también muñecos políticos, modelos reducidos de poder. Estos esquemas de docilidad tenían gran interés en el siglo XVIII; herencia del racionalismo cartesiano.
Muchos procedimientos de disciplina existían desde mucho tiempo atrás, en los conventos, en los ejércitos, en los talleres... Pero las disciplinas han llegado a ser en el transcurso de los siglos XVII y XVIII unas fórmulas generales de “dominación”. Distinta de la esclavitud, puesto que no se funda sobre una relación de apropiación de los cuerpos, es incluso elegancia de la disciplina prescindir de esta relación costosa y violenta obteniendo efectos de utilidad semejante.
El cuerpo humano entra en un mecanismo de poder que lo explora, lo desarticula y lo recompone. Una “anatomía política” que es una “mecánica del poder”, está naciendo; define como se puede hacer presa en el cuerpo de los demás, no simplemente para que ellos hagan lo que se desea, sino para que operen como se quiere. La disciplina fabrica así cuerpos sometidos y ejercitados, cuerpos dóciles.
La disciplina procede ante todo a la distribución de los individuos en el espacio. Para ello emplea varias técnicas:
1- Exige, a veces, la “clausura”, la especificación de un lugar heterogéneo a todos los demás y cerrado sobre sí mismo; colegios, cuarteles, hospitales, fábricas, etc.
2- A cada individuo su lugar, y a cada emplazamiento un individuo. El principio de clausura no es ni constante, ni indispensable, ni suficiente en los aparatos disciplianrios.
3- La regla de los “emplazamientos funcionales” va poco a poco, en las instituciones disciplinarias, a codificar un espacio que la arquitectura dejaba, en general, disponible y dispuesto para varios usos.
4- En la disciplina los elementos son intercambiables puesto que cada
uno se define por el lugar que ocupa en una serie, y por la distancia que
lo separa de los otros.
Para la disciplina es fundamental el control de la actividad de las
siguientes formas:
1- El empleo del “tiempo” es una vieja herencia. Las comunidades monásticas habían sugerido un modelo estricto que rápidamente se difundió. Sus tres grandes procedimientos establecer ritmos, obligar a ocupaciones determinadas, regular los ciclos de repetición; coincidieron muy pronto en los colegios, los talleres y los hospitales. La extensión progresiva del salario lleva aparejada por su parte una división ceñida del tiempo; se busca también asegurar la calidad del tiempo empleado. La exactitud y la aplicación son, junto con la regularidad, las virtudes fundamentales del tiempo disciplinario.
2- La elaboración temporal del acto. El ritmo colectivo y obligatorio, impuesto desde el exterior, que es un “programa”, asegura la elaboración del propio acto; controla desde el interior su desarrollo y sus fases. El tiempo penetra en el cuerpo, y con el todos los controles minuciosos del poder.
3- El establecimiento de correlación del cuerpo y del gesto. El control disciplinario no consiste simplemente en enseñar o imponer una serie de gestos definidos; impone la mejor relación entre el gesto y la actitud global del cuerpo, que es su condición de eficacia y de rapidez. Es el buen empleo del cuerpo que permite un buen empleo del tiempo; nada debe permanecer ocioso o inútil. Un cuerpo disciplinado es el apoyo de un gesto eficaz.
4- La articulación cuerpo-objeto. La disciplina define cada una de las relaciones que el cuerpo debe mantener con el objeto que manipula. Se puede descomponer el gesto global en series paralelas.
5- La utilización exhaustiva. El principio que estaba subyacente en el empleo del tiempo en su forma tradicional era esencialmente negativo; principio de no ociosidad: está vedado perder el tiempo contado por Dios y pagado por los hombres. Por otros medios la escuela se ha dispuesto como un aparato para intensificar la utilización del tiempo.
Ahora, a través de esta técnica de sujeción, se
está formando un nuevo objeto; lentamente va ocupando el puesto
del cuerpo mecánico, del cuerpo compuesto de sólidos y sometidos
a movimiento, cuya imagen había obsesionado durante tanto tiempo
a los que soñaban con la perfección disciplinaria.
En las escuelas de la época la forma de servidumbre va mezclada
con una transferencia de conocimiento. Implica un aprovechamiento del tiempo
distinto. Se impone la organización de la génesis. En este
tiempo disciplinario el que se impone poco a poco a la práctica
pedagógica, especializando el tiempo de formación y separándolo
del tiempo adulto, del tiempo del oficio adquirido. Es este tiempo disciplinario
el que se impone poco a poco a la práctica pedagógica, especializando
el tiempo de formación y separándolo del tiempo adulto, del
tiempo del oficio adquirido. El tiempo disciplinario ha sustituido el tiempo
“iniciático” de la formación tradicional. El poder se articula
directamente sobre el tiempo; asegura su control y garantiza su uso.
El ejercicio es la técnica por la cual se imponen a los cuerpos tareas diferentes y a la vez repetitivas, pero siempre graduadas. Influyendo el comportamiento en un sentido que disponga hacia un estado terminal, el ejercicio permite una perpetua caracterización del individuo ya sea en relación con ese término, en relación con los demás individuos, o en relación con un tipo de trayectoria. Así garantiza, en la forma de la continuidad y de la coerción, un crecimiento, una observación, una calificación.
Bajo su forma mística o ascética, el ejercito era una manera de ordenar el tiempo terreno en la conquista de la salvación. Va poco a poco, en la historia del occidente, a invertir su sentido conservando algunas de sus características: sirve para economizar el tiempo de la vida, para acumularlo en una forma útil, y para ejercer el poder sobre los hombres por medio del tiempo así dispuesto.
Se quiere una composición de fuerzas, constituir una fuerza productiva cuyo efecto sea superior a la suma de las fuerzas elementales que la componen. Así aparece una exigencia nueva a la cual debe responder la disciplina: construir una máquina cuyo efecto se llevará al máximo por la articulación concertada de sus piezas elementales de que está compuesta. La disciplina no es ya simplemente un arte de distribuir cuerpos, de extraer de ellos y de acumular tiempo, sino de componer unas fuerzas para obtener un aparato eficaz. Esta exigencia se traduce de varias maneras:
- El cuerpo singular se convierte en un elemento que se puede colocar,
mover, articular sobre otros.
- Piezas igualmente, las diversas series cronológicas que la
disciplina debe combinar para formar un tiempo compuesto. El tiempo de
los unos debe ajustarse al tiempo de los otros de manera que la cantidad
máxima de fuerzas pueda ser extraída de cada cual y combinada
en un resultado óptimo.
- Esta combinación cuidadosamente medida de las fuerzas exige
un sistema preciso de mando. Toda la actividad del individuo disciplinado
debe ser ritmada y sostenida por órdenes terminantes cuya eficacia
reposa en la brevedad y la claridad; la orden no tiene que ser explicada,
ni aun formulada; es precisa y basta que provoque el comportamiento deseado.
El principal uso de la señal es concentrar todas las energías
hacia el mismo punto, rápidamente, sin el menor titubeo.
Puede decirse que la disciplina fabrica a partir de los cuerpos que
controla cuatro tipos de individualidades, o más bien, una individualidad
con cuatro características: es celular, por su distribución
espacial, es orgánica, por el cifrado de las actividades, es genética,
por la acumulación del tiempo, es combinatoria, por la composición
de fuerzas.
Mientras los juristas o los filósofos buscaban en el pacto un modelo primitivo para la construcción o la reconstrucción del cuerpo social, los militares, y con ellos los técnicos de la disciplina, elaboraban los procedimientos para la coerción individual y colectiva de los cuerpos.
Walhausen, en el siglo XVII, hablaba de la recta disciplina como de un arte del buen encauzamiento de la conducta. El éxito del poder disciplinario se debe sin duda al uso de instrumentos simples; la inspección jerárquica, la sanción normalizada y su combinación en un procedimiento que le es específico, el examen. Así, que son los medios que se utilizan para el buen encauzamiento del poder disciplinar.
La vigilancia normalizada
El ejercicio de la disciplina supone un dispositivo que coacciona por la mirada; un aparato en el que las técnicas que permiten ver inducen efectos de poder y donde, de rechazo, los medios de coerción hacen claramente visibles aquellos sobre quienes se aplican. El aparato disciplinario perfecto permitirá a una sola mirada verlo todo permanentemente. La vigilancia jerarquizada implica una cadena de autoridad y formación. Cada nivel en la jerarquía se mantiene vigilante respecto a los niveles inferiores. Esto requiere un cambio en la arquitectura: una arquitectura que ya no esté hecha simplemente para ser vista, o para vigilar el espacio exterior, sino para permitir un control interior, articulado y detallado. El viejo esquema simple del encierro y de la clausura, el grueso muro, la sólida puerta que impide entrar o salir, comienza a ser sustituido por el cálculo de las aberturas, de los plenos y de los vacíos, de los pasos y de las transparencias. El edificio debe ser un encauzador de la conducta. Es una máquina pedagógica.
A medida que el aparato de producción se va haciendo más importante y más complejo, a medida que aumenta el número de obreros y la división del trabajo, las tareas de control se hacen más necesarias y más difíciles. Vigilar pasa a ser entonces una función definida, pero que debe formar parte integrante del proceso de producción. La vigilancia pasa a ser un operador económico decisivo, en la medida en que es a la vez una pieza interna en el aparato de producción y un engranaje especificado del poder disciplinario.
El poder en la vigilancia jerarquizada de las disciplinas no se tiene
como se tiene una cosa, no se transfiere como una propiedad; funciona como
una maquinaria. Y si si es cierto que su organización piramidal
le da un “jefe”, es el aparato entero el que produce el poder y distribuye
los individuos en ese campo permanente y continuo.
La sanción normalizadora
En el corazón de todos los sistemas disciplinarios funciona un mecanismo penal, pero la disciplina lleva consigo una manera específica de castigar. Lo que compete a la penalidad disciplinaria es la inobservancia, todo lo que no se ajusta a la regla, todo lo que se aleja de ella, las desviaciones. Pero el poder disciplinario no solo castiga, sino también recompensa. Se trata de un uso del poder más sutil, que funciona internamente en el transgresor y consolida las categorías de lo “normal” en detrimento de las otras.
El orden que los castigos disciplinarios deben hacer respetar es de índole mixto; es un orden artificial, dispuesto de manera explícita por una ley, un programa, un reglamento. Pero es también un orden definido por unos procesos naturales y observables: la duración de un aprendizaje, el tiempo de una ejecución, el nivel de aptitud se refiere a una regularidad, que es también una regla.
El castigo disciplinario tiene por función reducir las desviaciones. Debe, por tanto, ser esencialmente “correctivo”. El castigo, en la disciplina, no es sino un elemento de un sistema doble: gratificación-sanción. Y es este sistema el que se vuelve operante en el proceso de encauzamiento de la conducta y de la corrección.
La penalidad perfecta que atraviesa todos los puntos, y controla todos los instantes de las instituciones disciplinarias, compara, diferencia, jerarquiza, homogeneiza, excluye. En una palabra, normaliza. Aparece, a través e la disciplina el poder de la norma, que se establece como principio de coerción en la enseñanza con la instauración de una educación estandarizada y el establecimiento de las escuelas normales. En un sentido, el poder de normalización obliga a la homogeneidad; pero individualiza al permitir las desviaciones, determinar los niveles, fijar las especialidades y hacer útiles las diferencias ajustando unas a otras. Se comprende que el poder de la norma funcione fácilmente en el interior de un sistema de la igualdad formal, ya que en el interior de una homogeneidad que es la regla, introduce, como un imperativo útil y el resultado de una medida, todo el desvanecimiento de las diferencias individuales.
El Examen
El examen combina las técnicas de la jerarquía que vigila y las de la sanción que normaliza. Es una mirada normalizadora, una vigilancia que permite calificar, clasificar y castigar. La época de las inspecciones y de las maniobras indefinidamente repetidas en el ejercicio ha marcado también el desarrollo de un inmenso saber táctico que tuvo su efecto en la época de las guerras napoleónicas.
El examen invierte la economía de la visibilidad en el ejercicio
del poder. Tradicionalmente el poder es lo que se ve; aquellos sobre los
que se ejerce pueden mantenerse en la sombra. Pero en cuanto al poder disciplinario
se ejerce haciéndose visible; en cambio impone a aquellos a quienes
somete un principio de visibilidad obligatoria. La disciplina, son los
sometidos los que tienen que ser vistos. Y el examen es la técnica
por la cual el poder mantiene a estos en un mecanismo de objetivación.
El examen hace entrar a la individualidad en un campo documental. Deja
tras él un archivo entero tenue y minucioso que se construye al
ras de los cuerpos y de los días. Los procedimientos de examen han
ido inmediatamente acompañados de un sistema de registro intenso
y de acumulación documental. Sobre no pocos puntos se modela, de
acuerdo con los métodos tradicionales de la documentación
administrativa
El examen, rodeado de todas sus técnicas documentales, hace de cada individuo un “caso”: un caso que a la vez constituye un objeto para un conocimiento y una presa para un poder. Ser mirado, observado, referido detalladamente, seguido a diario por una escritura ininterrumpida, era un privilegio. Ahora bien, los procedimientos disciplinarios invierten esta relación, rebajan el umbral de la individualidad descriptible y hacen de esta descripción un medio de control y un método de dominación.
El examen se halla en el centro de los procedimientos que constituyen el individuo como objeto y efecto de poder, como efecto y objeto de saber. Es el que combinando vigilancia jerárquica y sanción normalizadora, garantiza las grandes funciones disciplinarias de distribución y clasificación, de extracción máxima de las fuerzas y del tiempo, de acumulación genética, continua, de composición óptima de las aptitudes.
Las disciplinas marcan el momento en el que se efectúa lo que se podría llamar la inversión del eje político de la individualización. En el régimen feudal, cuanto mayor cantidad de poderío o de privilegio se tiene, más marcado se está como individuo. En el régimen disciplinario, a medida que el poder se vuelve más anónimo y más funcional, aquellos sobre los que se ejerce tienden a estar más fuertemente individualizados. En un sistema de disciplina, el niño está más individualizado que el adulto, el enfermo más que el hombre sano, el loco y el delincuente más que el normal y el no delincuente. En todo caso, es hacia los primeros a los que se dirigen en nuestra civilización todos los mecanismos individualizantes, y cuando se quiere individualizar al adulto sano, normal y legalista, es siempre buscando lo que hay en él todavía de niño, la locura secreta o el crimen fundamental que ha querido cometer. .
A la peste responde el orden; contra la peste la disciplina hace valer
su poder que es análisis. La peste como forma a la vez real e imaginaria
del desorden tiene por correlato médico y político la disciplina.
De un lado se apesta a los leprosos; se impone a los excluidos la táctica
de las disciplinas individualizantes; y, de otra parte, la universalidad
de los controles disciplinarios permite marcar quién el leproso
y hacer jugar contra él los mecanismos dualistas de la exclusión.
La división constante de lo normal y de lo anormal, a que todo individuo
está sometido, prolonga hasta nosotros y aplicándolos a otros
objetos distintos, la marcación binaria y el exilio del leproso;
la existencia de todo un conjunto de técnicas y de instituciones
que se atribuyen como tarea medir, controlar y corregir a los anormales,
hace funcionar los dispositivos disciplinarios a que apelaba el miedo a
la peste.
La figura arquitectónica que sintetiza la composición
dualista es el “panóptico” de Bentham, que ha sentado el principio
de que el poder debía ser visible e inverificable. Visible porque
el detenido tendrá sin cesar ante los ojos la elevada silueta de
la torre central desde donde es espiado. Inverificable porque el detenido
no debe jamás saber si en aquel momento se le mira, pero debe estar
seguro de que siempre puede ser mirado. El panóptico es una máquina
de disociar la pareja ve - ser visto: en el anillo periférico, se
es totalmente visto, sin ver jamás; en la torre central, se ve todo,
sin ser jamás visto.
Pero se encuentra en el programa del panóptico la preocupación análoga de la observación individualizadora, de la caracterización y de la individualización, de la disposición analítica del espacio. El panóptico es un lugar privilegiado para hacer posible la experimentación sobre los hombres, y para analizar, con toda certidumbre, las transformaciones que se pueden obtener de ello. El panóptico puede incluso constituir un aparato de control sobre sus propios mecanismos. Desde la torre central, el director puede espiar a todos los empleados que tiene a sus órdenes.
El panóptico es un intensificador para cualquier aparato de poder. Así Bentham concibió el mismo concepto básico para la fábrica, la escuela, los cuarteles, los manicomios y los hospitales.
Dos imágenes de la disciplina:
- la disciplina-bloqueo, la institución cerrada, establecida
en los márgenes y vuelta toda ella hacia funciones negativas: detener
el mal, romper las comunicaciones, suspender el tiempo
- La disciplina-mecanismo, con el panóptico, un dispositivo
funcional que debe mejorar el ejercicio del poder volviéndose más
rápido, más ligero, más eficaz, un diseño de
las coerciones sutiles para una sociedad futura.
El movimiento que va de un proyecto al otro, de un esquema de la disciplina de excepción al de una vigilancia generalizada, reposa sobre una transformación histótica: la extensión progresiva de los dispositivos de disciplina a lo largo de los siglos XVII y XVIII, su multiplicación a través de todo el cuerpo social, la formación de lo que podría llamarse en líneas generales la sociedad de la disciplina. Pero esta extensión de las instituciones disciplinarias no es otra cosa que el aspecto más visible de diversos procesos más profundos.
- La inversión funcional de las disciplinas. Antes se les pedía que neutralizaran los peligros, que evitaran los inconvenientes de las concentraciones numerosas. Ahora se le pide que desempeñe un papel positivo haciendo aumentar la utilidad posible de los individuos.
- La enjambrazón de los mecanismos disciplinarios. Mientras se
multiplican los establecimientos disciplinarios, sus mecanismos tienen
una cierta tendencia a “desinstitucionalizarse, a salir de las fortalezas
cerradas en las que funcionaban y circular libres; las disciplinas masivas
y compactas se descomponen en procedimientos flexibles de control, que
se pueden transferir y adaptar.
- La nacionalización de los mecanismos de disciplina. En Inglaterra
eran grupos privados de inspiración religiosa los que realizaban
las funciones de disciplina social. En Francia, si bien una parte de este
papel ha quedado en manos del patronatos o sociedades de socorro, muy pronto
estos mecanismos de disciplina fueron recobradas por el aparato de
policía.. Aun así sería inexacto creer que las funciones
disciplinarias han sido confiscadas y absorbidas de una vez para siempre
por el aparato del estado.
La antigüedad había sido la civilización del espectáculo. Hacer accesible a una multitud de hombres la inspección de un pequeño número de objetos. A este problema respondía la arquitectura de los templos, de los teatros y de los circos. Con el espectáculo predominaban la vida pública, la intensidad de las fiestas, la proximidad sexual. En estos rituales en los que corría la sangre, la sociedad recobraba vigor y formaba por un instante un gran cuerpo único. La edad moderna plantea el problema inverso: procurar a un pequeño número, o incluso a uno solo, la visión instantánea de una gran multitud. Es así, la influencia siempre creciente del Estado, su intervención cada día más profunda en todos los detalles y todas las relaciones de la vida social. Nuestra sociedad no es ya la del espectáculo, sino de la vigilancia.
La formación de la sociedad disciplinaria remite a cierto número de procesos históricos amplios en el interior de los cuales ocupa lugar: económicos, jurídicos-políticos, científicos, etc.
- De una manera global puede decirse que las disciplinanas son unas técnicas para garantizar la ordenación de las multitudes humanas, haciendo el ejercicio del poder lo menos costoso posible, haciendo que los efectos de este poder social alcance su máximo de intensidad y se extienda lo más lejos posible, y aumentando la docilidad y la utilidad de todos los elementos del sistema. Todo esto responde a la coyuntura histórica del aumento demográfico del siglo XVIII y el crecimiento del aparato de producción, cada vez más extenso y complejo, cada vez más costoso y rentable que se quiere hacer crecer. El despliegue de Occidente ha comenzado con los procedimientos que permitieron la acumulación del capital, puede decirse, quizá, que los métodos para dirigir la acumulación de los hombres han permitido un despegue político respecto de las formas de poder tradicionales, rituales, costosas, violentas, y que, caídas pronto en desuso, han sido sustituidas por toda una tecnología fina y calculada de sometimiento, de hecho los dos procesos, acumulación de hombres y acumulación de capital, no pueden ser separados. No habría sido posible resolver el problema de la acumulación de los hombres sin el crecimiento de un aparato de producción capaz a la vez de mantenerlos y de utilizarlos ; inversamente, las técnicas que hacen útil la multiplicidad acumulativa de los hombres aceleran el movimiento de acumulación de capital.
- La modalidad panóptica no está bajo la dependencia inmediata ni en la prolongación directa de las grandes estructuras jurídico-políticas de una sociedad; sin embargo no es absolutamente independiente. Historicamente la burguesía llegó al poder en el siglo XVIII y se puso a cubierto con un marco jurídico explícito, codificado, formalmente igualitario, y a través de la organización de un régimen de tipo parlamentario y representativo donde las disciplinas reales y corporales han constituido el subsuelo de las libertades formales y jurídicas. La disciplina desempeña el papel preciso de introducir unas disimetrías insuperables y de excluir reciprocidades. En primer lugar, porque la disciplina crea entre los individuos un vínculo privado, que es una relación de coacciones enteramente diferentes de la obligación contractual. Además, en tanto que los sistemas jurídicos califican a los sujetos de derecho según unas normas universales, las disciplinas caracterizan, clasifican, especializan; distribuyen a lo largo de una escala, reparten en torno a una norma, jerarquizan a los individuos a los unos en relación con los otros, y en el límite descalifican e invalidan.
Las disciplinas han sido, en la genealogía de la sociedad moderna, con la dominación de clase que se atraviesa, la contrapartida política de las normas jurídicas según las cuales se redistribuía el poder. De ahí el temor a deshacerse de las disciplinas si no se les encuentra sustituto; de ahí la afirmación de que se hallan en el fundamento mismo de la sociedad y de su equilibrio, cuando no son una serie de mecanismos para desequilibrar definitivamente y en todas partes las relaciones de poder; de ahí el hecho de que se obstinen en hacerlas pasar por la forma humilde pero completa de toda moral, cuando son un haz de técnicas físico-políticas.
El siglo XVIII inventó las técnicas de la disciplina y del examen, un poco como la Edad Media inventó la investigación judicial, pero por caminos completamente distintos. Esta última tiene su modelo de operación en la Inquisición. En el umbral de la época clásica, Bacon, el hombre de la ley y del Estado, intentó hacer la metodología de la investigación en lo referente a las ciencias empíricas. Si bien es cierto que la investigación se convirtió en una técnica para las ciencias empíricas, se ha desprendido del procedimiento inquisitorial en que históricamente enraizaba. Lo que en adelante se impone a la justicia penal como su punto de aplicación, su objeto “útil”, no será ya el cuerpo del culpable alzado contra el cuerpo del rey; no será tampoco el sujeto de derecho de un contrato ideal; sino realmente el individuo disciplinario. El punto ideal de la penalidad hoy día será la disciplina indefinida; el interrogatorio sin término, la investigación prolongada sin límites, un juicio como un expediente jamás cerrado, la benignidad calculada de una pena que estaría entrelazada a la curiosidad encarnizada de un examen. ¿Puede extrañar que la prisión celular con sus cronologías ritmadas, su trabajo obligatorio, sus instancias de vigilancia y de notación, con sus maestros de normalidad, que relevan y multiplican las funciones del juez, se haya convertido en el instrumento moderno de penalidad?. ¿Puede extrañar que la prisión se asemeje a las fábricas, a las escuelas, a los cuarteles, a los hospitales, todos los cuales se asemejan a las prisiones?.
La prisión es menos reciente de lo que se dice cuando se la hece nacer con los nuevos códigos. Hay entre los siglos XVII y XIX un virage decisivo a una penalidad de detención; las cárceles no habían sido usadas anteriormente para el castigo, solo servían para retener a las personas que tenían juicios pendientes. La prisión, pieza fundamental en el acto punitivo, marca seguramente un momento importante en la historia de loa justicia penal: su acceso a la humanidad.
La prisión se funda sobre la forma simple de la “privación de libertad”. Su perdida tiene el mismo precio para todos; mejor que la multa, la prisión es el castigo igualitario. El sistema de castigo quedó reducido a uno único para todos los delitos: la prisión.
El orden que debe reinar en las casas de reclusión puede contribuir poderosamente a regenerar a los condenados. Las técnicas correctoras forman parte inmediatamente de la armazón institucional de la detención penal.
Hay que recordar que el movimiento para reformar las prisiones, para controlar su funcionamiento, no es un fenómeno tardío. La “reforma” de la prisión es casi contemporánea de la prisión misma.
La prisión debe ser un aparato disciplinario exhaustivo; debe ocuparse de todos los aspectos del individuo, de su educación física, de su aptitud para el trabajo, de su conducta cotidiana, de su actitud moral, de sus disposiciones; debe ser “omnidisciplinaria”. Además la prisión no tiene ni exterior ni vacío, no se interrumpe excepto una vez acabada totalmente su tarea. Da un poder casi total sobre los detenidos.; tiene sus mecanismos internos de represión y castigo; disciplina despótica.
Este reformatorio integro prescribe una trasposición del orden de la existencia muy diferente al de la pura privación jurídica de libertad y muy diferente también de la simple mecánica de las representaciones en que pensaban los reformadores en la época de la Ideología. Los principios sobre los que se basa la prisión son:
1- El aislamiento. Aislamiento del penado respecto del mundo exterior, de todo lo que ha motivado la infracción y aislamiento de los detenidos los unos respecto de los otros. No solo la pena debe ser individual, sino también individualizante. Sumido en la soledad el recluso reflexiona. La soledad es la condición primera de la sumisión total. En Estados Unidos se elaboraron dos sistemas de encarcelamiento: el de Auburn y el de Filadelfia. El modelo de Auburn prescribe la celda individual durante la noche, el trabajo y las comidas en común, pero bajo la regla del silencio absoluto, no pudiendo hablar los detenidos más que con los guardias, con su permiso y en voz baja. Tiene su referencia en el modelo monástico y la disciplina del taller. El modelo de Filadelfia la readaptación del delincuente no se le pide al ejercicio de una ley común, sino a la relación del individuo con su propia conciencia y a lo que se puede iluminarlo desde el interior. No es un respeto externo hacia la ley o el solo temor del castigo lo que va a obrar sobre el detenido, sino el trabajo mismo de la conciencia. Es un cambio de moralidad y no de actitud. Sobre la oposición entre estos dos modelos ha venido a suscitar una serie de conflictos religiosos, médicos, económicos, arquitectónicos y administrativos.
2- El trabajo. El Trabajo alternado con las comidas acompaña al detenido hasta la oración de la noche. De este modo se suceden y pasan por turno las semanas, los meses y los años. El trabajo está definido, con el aislamiento, como un agente de la transformación penitenciaria. Ha habido discusión sobre si se debe percibir un salario por el trabajo realizado. El problema es que si una retribución recompensa el trabajo en la prisión quiere decir que este no forma realmente parte de la pena, y el detenido puede negarse a realizarlo.
3- La modulación de la pena. La prisión excede la simple privación de libertad. Tiende a convertirse en un instrumento de modulación de la pena. La longitud de la pena no debe medir el valor de cambio de la infracción, debe ajustarse a la transformación útil del recurso en el curso de su pena. Así como el médico prudente interrumpe su medicación o la continua según que el enfermo haya o no llegado a una perfecta curación, así también la expiación debería cesar en presencia de la enmienda completa del condenado, ya que en este caso toda detención se ha vuelto inútil, y por consiguiente inhumana para con el condenado como vanamente onerosa para el Estado. La justa duración de la pena debe, por lo tanto, variar no solo con el acto y sus circunstancias, sino con la pena misma, tal como se desarrolla concretamente. Este sistema progresivo fue aplicado en Ginebra desde 1825 y reclamado en Francia. En 1846 Bonneville presentó el proyecto de la libertad condicionada, que definió como “el derecho que tendría la administración, tras aviso previo de la autoridad judicial, de poner en libertad provisional después de un tiempo suficiente de expiación y mediante ciertas condiciones, al recluso completamente enmendado, a reserva de reintegrarlo a la prisión a la menor queja fundamentada.
Toda esta arbitrariedad que en el antiguo régimen penal, permitía a los jueces modular la pena y a los príncipes ponerle fin eventualmente, toda esta arbitrariedad que los códigos modernos le han retirado al poder judicial, la vemos reconstituirse, progresivamente, del lado del poder que administra y controla el castigo. La declaración de independencia carcelaria: reivindicase en ella el derecho de ser un poder que tiene no solo autonomía administrativa, sino como una parte de la soberanía punitiva. El juez tiene a su vez necesidad de un control necesario y rectificativo de sus evaluaciones, y ese control es el que debe suministrar la prisión penitenciaria.
La ley debe seguir al culpable en la prisión adonde lo condujo. Pero muy pronto estos debates se convirtieron en una batalla para apropiarse el control de este “suplemento” penitenciario; los jueces pedirán el derecho de inspección sobre los mecanismos carcelarios. La prisión, lugar de ejecución de la pena, es a la vez lugar de observación de los individuos castigados.
El Panóptico llego a ser alrededor de los años 1830-1840
el programa arquitectónico de la mayoría de los proyectos
de prisión.. Con la forma de las prisiones circulares o semicirculares
, parecía posible ver desde un centro único todos los presos
en sus celdas, y a los guardianes en las galerías de vigilancia.
La técnica penitenciaria se dirige no a la relación del
autor sino a la afinidad del criminal con su crimen. Allí donde
ha desaparecido el cuerpo marcado, cortado, quemado, aniquilado del supliciado,
ha aparecido el cuerpo del preso, aumentado con la individualidad del delincuente,
la pequeña alma del criminal, que el aparato mismo del castigo ha
fabricado como punto de aplicación del poder de castigar y como
objeto de la ciencia penitenciaria. Se dice que la prisión fabrica
delincuentes.
El tema de una sociedad punitiva y de una semiotécnica general del castigo, subyacente en los códigos “ideológicos” no pedía el uso universal de la prisión. Esta prisión viene por otra parte, de los mecanismos propios de un poder disciplinario. La prisión, la región más sombría del aparato de justicia, es el lugar donde el poder de castigar, que ya no se atreve a actuar a rostro descubierto, organiza silenciosamente un campo de objetividades donde el castigo podrá funcionar en pleno día como terapéutica, e inscribirse la sentencia entre los discursos del saber.
Hay grandes y graves conexiones entre los ilegalismos y la delincuencia. A los ojos de la ley, la detención puede muy bien ser privación de libertad. La prisión que la garantiza ha implicado siempre un proyecto técnico.
La detención provoca la reincidencia. Después de haber salido de prisión, se tienen más probabilidades de volver a ella; los condenados son, en una proporción considerable, antiguos detenidos.
Cuando se piensa que la población delincuente crece sin cesar, que vive y se agita en torno de nosotros, dispuesta a aprovechar todas las ocasiones de desorden y a prevalerse de todas las crisis de la sociedad para probar sus fuerzas. ¿Es posible permanecer impasible ante tal espectáculo?
La población no puede dejar de fabricar delincuentes. También fabrica delincuentes al imponer a los detenidos coacciones violentas; está destinada a aplicar las leyes y a enseñar a respetarlas; ahora bien, todo su funcionamiento se desarrolla sobre el modo de abuso de poder. Arbitrariedad de la administración: el sentimiento de la injusticia que un preso experimenta es una de las causas que más pueden hacer indomable su carácter. Ven la corrupción, el miedo y la incapacidad de los guardianes.
La prisión hace posible, más aún, favorece la organización de un medio de delincuentes, solidarios los unos con los otros, jerarquizados, dispuestos a todas las complicidades futuras. Allí donde hay una prisión hay una asociación, otros tantos clubes antisociales. Y en esos clubes es donde se educa al joven delincuente que se halla en su primera condena. El primer deseo que va a nacer en él será el de aprender de los hábiles cómo se eluden los rigores de la ley; la primera lección se tomará de esa lógica ceñida de los ladrones que les hace considerar a la sociedad como una enemiga; la primera moral será la delación, el espionaje glorificado en nuestras prisiones, la primera pasión que se excitará en él vendrá a asustar su naturaleza juvenil por esas monstruosidades que han debido originarse en los calabozos y que la pluma se niega a nombrar. Ha roto en adelante con todo lo que lo ligaba a la sociedad.
A veces la prisión fabrica indirectamente delincuentes al hacer caer en la miseria a la familia del detenido. En este aspecto es en el que el crimen amenaza perpetuarse.
La prisión no es efectivamente correctora; constituye un doble error económico: directamente por el costo intrínseco de su organización e indirectamente por el costo de la delincuencia que no reprime.
Las siete máximas universales de la buena condición penal son:
1- Principio de la corrección. La detención penal debe,
por lo tanto, tener como función esencial la transformación
de comportamiento del individuo.
2- Principio de la clasificación. Los detenidos deben estar
aislados o al menos repartidos según la gravedad penal de su acto,
pero sobre todo según su edad. sus disposiciones, las técnicas
de corrección que se tiene intención de utilizar con ellos
y las fases de su transformación.
3- Principio de la modulación de las penas. Las penas, cuyo
desarrollo debe poder modificarse de acuerdo con la individualidad de los
detenidos, los resultados, los resultados que se obtienen, los progresos
o las recaídas. Siendo el objeto principal de la pena la reforma
del culpable, sería de desear que se pudiera poner en libertad a
todo condenado cuando su regeneración moral se halla suficientemente
garantizada.
4- Principio del trabajo como obligación y como derecho. El
trabajo debe ser uno de los elementos esenciales de la transformación
y de la socialización progresiva de los detenidos. Debe permitir
a practicar un oficio, y procurar recursos al detenido y a su familia.
Todo condenado de derecho común está obligado al trabajo.
Nadie puede ser obligado a permanecer ocioso.
5- Principio de la educación penitenciaria. La educación
del detenido es, por parte del poder público, una preocupación
indispensable en interés de la sociedad a la vez que una obligación
frente al detenido.
6- Principio del control técnico de la detención. El
régimen de la prisión debe ser, por una parte al menos, controlado
y tomado a cargo de un personal especializado que posea la capacidad moral
y técnica para velar por la buena formación de los individuos.
7- Principio de las instituciones anejas. La prisión debe ir
seguida de medidas de control y de asistencia hasta la readaptación
definitiva del ex detenido. Sería preciso no solo vigilarlo a su
salida de la prisión, sino prestarle apoyo y ayuda.
Palabra por palabra, de un siglo a otro, se repiten las mismas proposiciones
fundamentales. Pero quizá haya que darle la vuelta al problema y
preguntarse de que sirve el fracaso de la prisión; para qué
son útiles esos diferentes fenómenos que la crítica
denuncia continuamente: pertinacia de la delincuencia, inducción
a la reincidencia, transformación del infractor ocasional en delincuente
habitual, organización de un medio cerrado de delincuencia. Sería
preciso suponer que la prisión, y de una manera general los castigos,
no están destinados a suprimir las infracciones, sino más
bien a distinguirlas, a distribuirlas, a utilizarlas; que tienden no tanto
a volver dóciles a quienes están dispuestos a transgredir
las leyes, sino que tienden a organizar la transgresión de las leyes
en una táctica general de sometimiento.
La penalidad sería entonces una manera de administrar los ilegalismos,
de trazar límites de tolerancia, de dar cierto campo de libertad
a algunos, y hacer presión sobre otros, de excluir a una parte y
hacer útil a otra; de neutralizar a estos, de sacar provecho de
aquellos. En suma, la penalidad no reprimiría pura y simplemente
los ilegalismos; los diferenciaría, aseguraría su economía
general.
El esquema general de la reforma penal se había inscrito a finales del siglo XVIII en la lucha contra los ilegalismos: un verdadero equilibrio de tolerancias, de apoyos y de intereses recíprocos, que bajo el Antiguo Régimen había mantenido, unos al lado de otros, a los ilegalismos de diferentes capas sociales, fue roto. Pero en los cambios de los siglos XVIII y XIX, y contra los códigos nuevos, he aquí que surge el peligro de un ilegalismo popular. Se pueden destacar tres procesos característico:
- El desarrollo de la dimensión política de los
ilegalismos populares. (Negativa a pagar impuestos, saqueo de grandes almacenes,...)
que tendrían por objeto el cambio de gobierno ola estructura misma
del poder.
- Ciertos movimientos políticos se apoyaron de manera explícita
en formas existentes de ilegalismos. (Agitaciones, huelgas,...) Esta dimensión
política del ilegalismo llegará a ser a la vez más
compleja y más marcada en las relaciones entre el movimiento obrero
y los partidos políticos del siglo XIX, en el paso de las luchas
obreras a la revolución política.
- A través del rechazo de la ley o de algunos reglamentos se
conocen fácilmente las luchas contra aquellos que las establecen
de acuerdo con sus intereses.
Sería hipócrita e ingenuo creer que la ley se ha hecho para todo el mundo en nombre de todo el mundo, que es más prudente reconocer que se ha hecho para algunos y que recae sobre otros, que en principio obliga a todos los ciudadanos, pero que se dirige principalmente a las clases más numerosas y menos ilustradas; que, a diferencia de lo que ocurre con la leyes políticas o civiles, su aplicación no concierne por igual a todo el mundo, que en los tribunales la sociedad entera no juzga a uno de sus miembros, sino que una categoría social encargada del orden sanciona a otra que está dedicada al desorden.
Sin duda la delincuencia es una de las formas del ilegalismo; en todo caso tiene en el sus raíces, pero es un ilegalismo que el “sistema carcelario”, con todas sus ramificaciones, ha invadido, recortado, aislado, penetrado, organizado, encerrado en un medio definido, y al que ha conferido un papel instrumental, respecto de los demás ilegalismos.
El establecimiento de los sistemas de prostitución en el siglo XIX es característico a este respecto. Los controles de policía y de sanidad sobre prostitutas, su paso regular por la prisión, la organización en gran escala de las mancebias, la jerarquía puntual que se mantenía en el medio de la prostitución, su encuadramiento por los delincuentes confidentes; todo esto permitía canalizar y recuperar por una serie entera de intermediarios los enormes provechos sobre un placer sexual que una moralización cotidiana cada vez más insistente condenaba a una semiclandestinidad y volvía naturalmente costoso.
El delincuente útil: la existencia de una prohibición legal crea entorno suyo un campo de prácticas ilegales sobre el cual se llega a ejercer un control y a obtener un provecho ilícito por el enlace de elementos, ilegalistas ellos también, pero que su organización en la delincuencia ha vuelto manejables. La delincuencia es un instrumento para administrar y explotar los ilegalismos. Es también un instrumento para el ilegalismo que forma entorno suyo al ejercicio mismo del poder. La utilización política de los delincuentes, en forma de soplones, de confidentes, de provocadores, era un hecho admitido mucho antes del siglo XIX. Pero después de la revolución esta práctica ha adquirido unas dimensiones completamente distintas: la infiltración de los partidos políticos y de las asociaciones obreras, el reclutamientos de hombres de mano contra los huelguistas y los promotores de motines, la organización de una subpolicía, trabajando en relación directa con la policía legal y capaz en el límite de convertirse en una especie de ejército paralelo.
Habría que hablar de un conjunto cuyos tres términos, policía-prisión-delincuencia, se apoyan unos sobre otros y forman un circuito que no se interrumpe. La vigilancia policíaca suministra a la prisión los infractores que esta transforma en delincuentes, que además de ser el blanco de los controles policíacos, son sus auxiliares, y estos últimos devuelven regularmente algunos de ellos a la prisión. La delincuencia ha asumido visiblemente su estatuto ambiguo de objeto y de instrumento para un aparato de policía que trabaja contra ella y con ella.
Esta producción de la delincuencia y su investidura por el aparato penal, hay que tomarla por lo que son: no por unos resultados adquiridos de una vez para siempre sino como tácticas que se desplazan en la medida en que no alcanzan jamás del todo su objeto.
Se ha acusado muy regularmente a los actos obreros de ser animados ya que no manipulados por simples criminales. Se ha demostrado en los veredictos una severidad con frecuencia mayor contra los obreros que contra los ladrones. Se han mezclado en las prisiones las dos categorías de condenados, y concedido un trato preferencial a los de derecho común, mientras que los periodistas y los políticos detenidos tenían derecho, la mayoría de las veces, a ser colocados aparte.
El punto de origen de la delincuencia no lo asignan al individuo criminal
(que no es otra cosa que la ocasión o la primera víctima),
sino a la sociedad. Para los fourieristas el delito tiene una valoración
positiva. Los delitos son efectos de la civilización. No hay una
naturaleza criminal sino unos juegos de fuerzas que, según la clase
a que pertenecen los individuos, los conducirán al poder o a la
prisión. En el fondo, la existencia del delito manifiesta afortunadamente
una “incomprensibilidad de la naturaleza humana”.
Con el nacimiento de las cárceles como sistemas penales, con
lo carcelario, los historiadores de las ciencias humanas sitúan
en esta época el acta del nacimiento de la psicología científica.
Se ha visto que la prisión transformaba, en la justicia penal, el
procedimiento punitivo en técnica penitenciaria., con varios efectos:
- Este dispositivo establece una gradación lenta, continua, inperceptible, que permite pasar como de una manera natural del desorden a la infracción y en sentido inverso, de la transgresión de la ley a la desviación respecto de una regla, de una media, de una exigencia, de una norma. El la época clásica, a pesar de cierta referencia común a la falta en general, el orden de la infracción, el, orden del pecado y el de la mala conducta se mantenían separados en la medida en que dependían de criterios y de instancias distintos. El encarcelamiento con sus mecanismos de vigilancia y de castigo funciona según un principio de relativa continuidad.. Continuidad de los criterios y de los mecanismos punitivos que a partir de la simple desviación hacen progresivamente más pesada la regla y agravan la sanción.
- Lo carcelario, con sus canales, permite el reclutamiento de los grandes delincuentes.. El la época clásica, se abría en los confines o los intersticios de la sociedad el dominio confuso, tolerante y peligroso del “fuera de la ley” o al menos de lo que se sustraía a las presas directas del poder. El siglo XIX, por medio del juego de las diferencias y de las ramificaciones disciplinarias, ha constituido unos canales rigurosos que, en el corazón del sistema, encauzan la docilidad y fabrican la delincuencia por los mismos mecanismos. En esta sociedad panóptica de la que el encarcelamiento es la armadura omnipresente, el delincuente no está fuera de la ley; está, y aun desde el comienzo, en la ley, en el corazón mismo de la ley, o al menos en pleno centro de esos mecanismos que hacen pasar insensiblemente de la disciplina a la ley de la desviación a la infracción. La prisión no es sino la continuación natural, nada más que un grado superior de esta jerarquía recorrida paso a paso. El delincuente es un producto de la institución. Es inútil por consiguiente asombrarse de que, en una proporción considerable, la biografía de los condenados pase por todos esos mecanismos y establecimientos de los que fingimos creer que estaban destinados a evitar la prisión. En una palabra, el archipiélago carcelario asegura, en la profundidad del cuerpo social, la formación de la delincuencia a partir de los ilegalismos leves, la recuperación de estos por aquella y el establecimiento de una criminalidad especificada.
- Pero el efecto más importante del sistema carcelario es su extensión mucho más allá de la prisión legal, es que logra volver natural y legítimo el poder de castigar, y rebajar al menos el umbral de la tolerancia a la penalidad.. La generalidad carcelaria, al jugar en todo el espesor del cuerpo social y al mezclar sin cesar el arte de rectificar al derecho de castigar, rebaja el nivel a partir del cual se vuelve natural y aceptable el ser castigado. ¿Cómo se ha hecho para que se acepte el poder de castigar, o simplemente para que los castigos toleren serlo?. La teoría del contrato no puede responder a ello sino por la ficción de un sujeto jurídico que da a los demás el poder de ejercer sobre él derecho que él mismo tiene sobre ellos.
- Con esta nueva economía del poder, el sistema carcelario que es su instrumento de base ha hecho valer una nueva forma de “ley”: un conjunto mixto de legalidad y de naturaleza, de prescripción y de constitución, la norma.
- El tejido carcelario de la sociedad asegura a la vez las captaciones reales del cuerpo y su perpetua observancia; es, por sus propiedades intrínsecas, el aparato de castigo más conforme con la nueva economía del poder, y el instrumento para la formación del saber de que esta economía misma necesita. Su funcionamiento panóptico le permite desempeñar este doble papel. Si hemos entrado, después de la edad de la justicia inquisitoria en la de la justicia examinatoria, si, de una manera más general aún, el procedimiento de examen ha podido cubrir tan ampliamente toda la sociedad y dar lugar por una parte a las ciencias del hombre, uno de sus grandes instrumentos ha sido la multiplicidad y el entrecruzamiento compacto de los mecanismos diversos de encarcelamiento. No se trata de decir que de la prisión hayan salido las ciencias humanas. El sistema carcelario constituye una de las armazones de este poder-saber que ha hecho históricamente posible las ciencias humanas. El hombre cognoscible, alma, individualidad, conciencia, es el efecto-objeto de esta invasión analítica, de esta dominación-observación.
- Esto explica la extrema solidez de la prisión, invento criticado desde su aparición
Si algo político de conjunto está en juego entorno de
la prisión, no es saber si será correctora o no, si los jueces,
los psiquiatras o los sociólogos ejercerán en ella más
poder que los administradores y los vigilantes; en el límite, no
existe siquiera en la alternativa prisión u otra cosa que la prisión.
El problema actualmente está mas bien en el gran aumento de importancia
de estos dispositivos de normalización y toda la extensión
de los efectos del poder que suponen. Estamos muy lejos ahora del país
de los suplicios, también muy lejos del sueño de los reformadores.
La ciudad carcelaria, con su geopolítica imaginaria, se halla sometida
a principios completamente distintos.
Algunos autores consideran que en esta obra Foucault nos nuestra como en menos de 100 años Francia llegó a ser una nación civilizada, más humana, cómo se ha pasado de las penas mediante el uso del dolor a las penas penitenciarias, mas acordes con los tiempos.
Para Foucault la sociedad es saber, que es poder. Además, considera que a lo largo de la historia se ha mantenido la diferencia entre lo normal y lo anormal, y que se ha usado esta definición para la normalización del comportamiento. Para lograr esta normalización el pode ha hecho uso de la disciplina. Para Foucault el poder no procedería ya de la represión ni por ideología. El poder ahora es Norma, es Disciplina. Estas tesis foucaltianas las considero, en gran medida, acertadas.
En esta obra vemos como Foucault considera que aunque hay un cambio en el uso sistemático del poder y la autoridad en la sociedad, la cárcel como nueva forma de castigo no supone una disminución del poder. Al contrario, el control cuidadoso de cada aspecto de la vida puede representar un ejercicio más completo del poder que la demostración de este por medio del suplicio o la muerte; “Un mundo feliz” o “1984” son los prototipos de poder a los que se podría llegar. Pero aunque en estas tesis Foucault sigue en gran medida a Max Weber, aunque menos pesimista que este, es interesante su consideración.
Surge la duda de si por poner a alguien en prisión éste
se convertirá en mejor persona, si la prisión lograra rehacer
a los individuo, objetivo teórico para el que se utiliza, a través
de este proceso disciplinario. ¿Qué tipo de personas será
la que salga de la prisión?, quizá un trabajador dócil
que hace lo que le ordenen sin cuestionamiento, o será un autómata,
el operario ideal para una fábrica capitalista. Privar a alguien
de su libertad no le enseñará a actuar como un hombre libre.
Además, poner a los criminales todos juntos alienta la formación
de redes delictivas organizadas.
La teoría es una cosa y la realidad es bien distinta. Si en
general esto puede ser lo formal, actualmente en las prisiones se producen
violaciones por parte de los vigilantes y de los propios reclusos. En muchas
ocasiones los suplicios están intrínsecamente adheridos al
sistema penitenciario. La prisión procura cierta medida de sufrimiento.
Muchas veces la razón queda fuera de los muros de la prisión. Las cosas son como son, como la disciplina penitenciaria las impone.
Delitos que pertenecen al ámbito de la coyuntura social son considerados de forma diferente: ciertas estafas y robos financieros, así como el asesinato por motivos ideológicos o políticos han perdido parte de su gravedad. Para algunas personas la prisión no es un castigo real, ya que los delincuentes no satisfacen de ese modo a la sociedad. Consideran que los delincuentes viven en la prisión mejor que un hombre pobre y honesto.
Comparto la opinión de Foucault referente a la relación existente entre los ilegalismos y la delincuencia. La afirmación de que la prisión fracasa en su propósito de reducir los crímenes, puede ser sustituida quizá por la hipótesis de que la prisión produce delincuencia. El circuito de la delincuencia no sería el subproducto de una prisión que al castigar no lograría corregir, sería el efecto directo de una penalidad que, para administrar los ilegalismos, utiliza algunos de estos. La manipulación de la prostitución, los delatores y chivatos, los sobornos, pago con drogas, etc.
Noticias recientes sobre Brasil nos alertan de cómo dos tercios de la población confiesa que tiene miedo a los agentes de seguridad. Una investigación reciente reveló que 15.000 policías están implicados en crímenes graves, acusados, no solo de abuso de autoridad, sino de crímenes graves, como homicidios, secuestros, trafico de drogas, violaciones de mujeres, estupros y robo a mano armada. Es curioso que entre los policías investigados hay más altos mandos que agentes sin rango. pero lo peor de todo es que la criminalidad dentro de la policía continua aumentando, aún sin tener en cuenta las denuncias que no se realizan por miedo, después de que algunos ciudadanos han sido asesinados tras haber hecho la denuncia.
Son problemas de difícil solución porque son estructurales y vienen de lejos. La policía sirvió a los blancos contra los esclavos negros; durante la dictadura militar el Estado se sirvió de la policía para reprimir a los disidentes políticos.
En México, como en otros países del mundo, la policía es un factor de inseguridad en la medida que no cumple sus tareas al obturarlas o atropellarlas. La ”mordida”, cantidad de dinero que el agente pide para liberar o suavizar la multa por el delito cometido (multa de tráfico) o simplemente para no obstaculizar ( gestión de documentos, paso por aduanas) es tolerada por las autoridades; a veces el agente entrega parte de esta al superior.
Además, en la mayoría de estos países, como Brasil,
no se exige mucha educación para entrar en la policía, ni
tampoco es un trabajo bien remunerado.