El hombre que no
quiso ser jueves
Juan Carlos Rodríguez
¿Por qué alguien
decide dejar de respirar? Muchas veces discutíamos. Discutíamos
sobre literatura, aunque sería más justo decir que nos atravesábamos
en los caminos de la poesía como género estricto. Para Javier
lo que no fuera poesía no existía. Siempre nos unió
el azar. Hace un par de semanas lo encontré (también por
azar) tomando unas cervezas con Elena, su última compañera,
al lado de mi casa. Yo había salido a comprar los periódicos.
Nos reímos mucho. Javier tenía unos reflejos rapidísimos
para saber reírse de todo, porque se reía de si mismo continuamente.
Siempre fue triste. Allí, en la barra del bar, viendo como se miraban
él y Elena, me marché tranquilo para casa. Me dijeron que
se iban una semana a Barcelona y él se imponía a sí
mismo la voluntad de vivir. Algo difícil, cuando lo has perdido
todo, como él creía haberlo perdido. Quizá ese todo
empezó a principios de los 80, con la Otra sentimentalidad. Cierto.
Pero también es cierto que nuestra relación empezó
un poco antes. Cuando me encargaron hacer una historia de la poesía
granadina de posguerra descubrí a un poeta asombroso. Quisquete
tenía una potencia poética que llamaba la atención
de inmediato. Quizá era una escritura excesiva que no sabía
muy bien aún lo que decir. Eso ocurrió hace más de
veinte años. ¿Veinte años no es nada? Durante todo
ese tiempo mantuvimos una pelea a brazo partido en torno a la poesía.
La poesía era algo más que técnica y que lenguaje.
Le cité a Borges: la poesía, afortunadamente, además
de ser poesía, es otra cosa. Se quedó callado y se
marchó a la Isleta del Moro, en Almería, y me trajo el Troppo
Mare, esa maravilla única, trabajada al milímetro y cuyo
título elegimos entre los dos. Ya había escrito Paseo
de los tristes, ese otro milagro en que las musas lo atraparon trabajando,
un libro con el que ganó el premio Juan Ramón Jiménez
y donde dijo algunas de las mejores cosas en poesía. Luego la Otra
sentimentalidad y la izquierda que soñábamos se vinieron
abajo. También se vino abajo poco a poco la realidad vital de Javier
Egea, cuyo modo de decir estaba muy unido a esos planteamientos colectivos
y cotidianos. Así dejamos de vernos en La Tertulia y cada
uno encauzó su vida como pudo, tanto Luis García Montero,
como Álvaro Salvador, como Mariano Maresca, como Horacio Rébora,
etc.
Veinte años es mucho.
A finales de los noventa, José Antonio García Sánchez
(el Murciano, que respetaba enormente a Quisquete) volvió
a juntarnos a todos, sin dejarnos más que dos opciones. O ser personajes
de Dumas (veinte años después) o seguir siendo amigos. Lo
seguíamos siendo, pero ya era otra historia. Ya todos estábamos
solos entre nosotros. De cualquier manera, Javier seguía planificando
su vida de aquella manera extraña. Entre creérsela y no creérsela.
Quizá por eso había vuelto a sus orígenes. Los fantasmas
familiares le hicieron regresar a su pueblo y allí cuidaba su escopeta
y su perra. Solía decir que acabaría allí, en una
cabaña al lado de la finca de su familia. Solo. Conjeturo que su
libro Raro de Luna no tuvo la repercusión que él esperaba.
Pese a su debilidad íntima, siempre había soñado con
ser un poeta en la calle, como el viejo Alberti, al que él llamaba
viejo
con tanto cariño. De ahí sus poemas satíricos o sus
Coplas
a Carmen Romero. Creo que de algún modo fue feliz en su última
etapa teatral. Era otra manera de ser "poeta en la calle". Los recitales
con Susana Oviedo y los músicos que los acompañaban
en la aventura de leer y cantar a María Teresa León, Alberti,
Lorca, los poetas del exilio...
Un día me recordó
que llevaba tres o cuatro años sin escribir. No es que no tuviera
nada que decir. Es que la famosa República literaria ya no
admitía ninguna poesía pública que no fuera la de
la banalidad (técnica y lingüística) de aquel subjetivismo
pequeño-burgués que él había abandonado en
sus comienzos. Ya no le apetecía escribir ni siquiera desde el supuesto
marginalismo malditista de su libro A boca de parir.
¿Cómo
iba a volver al principìo si todo lo que había escrito después
lo había escrito rompiendo con el principio?
Javier no era un
poeta al uso posmoderno hispánico. Ha habido una posmodernidad incluso
progresista, pero en nuestro territorio mental era absoluta banalidad de
superficies. Javier comprendió que esa banalidad posmoderna obligaba
a todo el mundo a ser jueves:
o sea, estar en medio del sistema,
incrustado en el caparazón de la semana. Jueves: el día de
en medio, el verso plano, el que no significa, el lenguaje en el desierto.
Para alguien que había fundido tan absolutamente su vida con su
poesía eso resultaba insoportable. Muchas veces me lo dijo en aquellas
interminables noches por teléfono: ya nada valía la pena.
Una noche, en mi casa, leímos
juntos el Biethanatos de Borges, una reflexión que Borges
hace acerca del suicidio a propósito del escritor inglés
De Quincey. Javier, que adoraba la escritura de Borges, me dio la razón:
el suicidio era un sarcasmo estúpido. Renunciar a respirar. Pero
de pronto me recordó que Chesterton era el otro ídolo
de Borges. ¿Y qué?, le respondí. Muy sencillo, dijo,
"Yo nunca seré el hombre que fue jueves". Me eché a reir,
nos reímos juntos, pero no me gustó nada la expresión
que había por debajo. No es que Javier no hubiera estado siempre
autodestruyéndose. Pero el mundo (social y literario) le había
echado una mano nada divertida. Efectivamente, se creía convertido
en jueves, en el día indefinible.
Así que esperó
a un jueves por la mañana y decidió no ser jueves. Contar
el resto de mi dolor sería absurdo.
ATRÁS