POETA
Andrés Cárdenas
Cuando uno siente que todos los valores del mundo se derrumban hay que
agarrarse a los versos de alguien muy acostumbrado a soportar la vida.
Por eso, leer unos poemas llenos de sombras como los de Javier Egea también
es una forma de salvarse. A veces los poetas no convienen que estén
vivos para tomarlos en serio, antes deben demostrar que han sufrido para
que sus versos tengan valor. Es como si el único club al que valiera
la pena pertenecer fuera el de los poetas muertos. He decidido, por tanto,
despedir el verano leyendo a Javier Egea, al que nunca antes le presté
atención seguramente porque él estaba vivo y yo muerto.
Así que, sin más demora, voy a tratar de salvarme mirándome
por dentro, utilizando el periscopio de las palabras de este poeta que,
como a todo poeta, la fortuna o el destino le dio una suerte rara. Me voy
a sentar en una hamaca frente a mi jazmín y abriré Paseo
de los Tristes. Ejercitando ese acto tan sencillo podré luchar
contra la suciedad y la ambición que nos envuelve y nos atosiga.
No exigiré nada, no esperaré nada, sólo quiero entender
lo que el escritor dijo en su estado más puro. Si alguien llega
a la médula de un poeta tiene media vida espiritual resuelta. También
prometo no detenerme en sus versos más trágicos, en aquellos
en que los incautos ven ligeros indicios de la futura desgracia. Trataré
de llegar al fondo, de bucear en todos los sentimientos, y de que, al despertarme
entre las sombras, queden palabras en mi memoria. A estas alturas, ya sé
que escribir un libro no es un hecho banal, pero para escribir un libro
de poesía se requieren la aureora y el poniente, siglos, armas y
el mar que une y separa. Así lo pensó Ariosto y lo escribió
Borges.
Podría suceder que los versos de Javier Egea me desollaran el alma,
que no actuaran como bálsamo sino como piedra pómez, de modo
que no sintiera alivio sino tristeza. Pero es un riesgo que tengo que asumir.
Con la poesía nunca se sabe.
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