Me encontraba en Betanzos dando unas conferencias sobre Federico García Lorca y el cine. Muy temprano, en ese momento en que la humedad de Galicia es aún sólo una caricia fría y fugitiva, salgo del hotel y voy a comprar un diario nacional al quiosco del Campo de Feira, que en esta hora desnuda de la mañana se prepara para los mil bullicios de un día agitado por veraneantes y turistas. Al llegar al hotel abro el periódico, como siempre por las páginas culturales, y mi mujer y yo nos quedamos sobrecogidos con la terrible noticia de la muerte de Javier Egea.
El primer sentimiento es el de una pena profunda como de cristales rotos por dentro y un largo silencio de bisturí. Después me viene a la memoria la última charla que mantuve con él en el Palacio de La Madraza a mediados de junio. Como siempre buen conversador, ocurrente, divertido, inteligente, con la gracia y la luz habitual de su personalidad. Me habló de su inmediato proyecto con Susana Oviedo: un recital sobre la poesía del exilio, que le había sugerido Andrés Soria para el simposio que preparamos para noviembre. Me preguntó por algún poeta o poema que, menos conocidos que los habituales, interesara incorporar al recital. Recuerdo que le hablé de Nuria Parés, una catalana residente en México, hija de exiliados y exiliada ella misma, que representa a la generación de los niños partidos por la guerra civil, y autora de Canto llano (México, 1959), un libro muy interesante y significativo del que precisamente Juan Carlos Rodríguez y yo recitábamos algunos poemas en aquellas memorables conferencias-recitales que sobre la poesía del destierro dábamos al alimón en los años sesenta: "Nadie eligió su herencia./Ni tú ni yo. Nosotros no elegimos./ Fue un desigual reparto. Fue un trallazo,/ un tajo doloroso y dolorido,/ un cuchillo de sombras, una herida/ derramada en hondura y sin alivio"..., así comienza el primer poema. A Javier le interesó la cuestión y le prometí el libro, que aún espera su visita en mi mesa de La Madraza. Pienso y con un mínimo esfuerzo consigo oír interiormente cómo hubieran sonado esos versos en el decir serio, expresivo, fluyente y marcadamente rítmico de Javier, tan admirable lector de poesía como reconocido poeta, que reprimía su evidente y brillante facilidad para el verso y el poema ofreciendo libros lentos pero firmes.
Al volver a Granada repaso sus libros, acaricio con pesar los trazos de sus dedicatorias y entre las páginas de Troppo mare, junto a un verso esperanzador, "hoy sólo sé que existo y amanece", me encuentro un recorte de prensa, recogido de no sé que diario ni fecha, que ahora se revela absolutamente trágico: "Mi vida es una muerte acostumbrada", titula el poeta este breve texto en el que habla de su sentimiento de la muerte con tan fría claridad y conciencia que no parecía querer traslucir y sin embargo trasluce que en algún momento pudiera dejarse caer por la pendiente del último abismo; un párrafo resulta especialmente sobrecogedor: "una vez que te conviertes en practicante de la muerte diaria creo que nos debería asustar bastante poco la otra, que incluso puede convertirse en una gran liberación". ¿De qué has querido librarte de un golpe, Javier? ¿De las pequeñas muertes de todos los días de tu vida que se te han acumulado, que te han cercado con agobiante obsesión en un instante: muertes familiares, muertes amorosas, muertes políticas, muertes sociales, muertes de besos, vasos y versos, tres rasgos distintivos de tu biografía al que te referías con tu característico humor poético? Lírico revolucionario, poeta de la solidaridad y de las plazas, pero también poeta del rincón sentimental y de la soledad, mi querido Javier, ahora cobra para mí un desgraciado sentido aquel verso tuyo de Raro de luna con el que desgarradamente he querido titular esta colaboración: Soledades al filo de la pólvora. Nunca te olvidaremos.