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Cuando regresaba del parque, ví una muchacha que radiante de felicidad, saludaba de una manera efusiva y amplia a todos los amigos que encontraba al paso. Su acento era una canción de primavera; y sus rubios rizos, flotaban sobre los hombros al compás de su marcha rápida y precisa.


La muchacha penetró en una tienda de modas, midióse varios sombreros y charló largo rato con las empleadas de la casa. Cuando salió con su paquete, encontró un mendigo en la puerta que le extendió el brazo. Casi me pareció que lo atropellaba con la alegría de su sombrero nuevo; cuando de pronto, advertí que se paraba dejando caer algo sobre la mano escuálida del mendigo. Después, la ví perderse en el tumulto de la gente que llenaba las avenidas claras y limpias.

Pocas personas comparten su alegría con los hambrientos del camino. Llevan las manos llenas y no son capaces de arrojar una semilla en el surco crispado de sed.

El mendigo ignorará siempre su nombre; pero jamás olvidará, que una mano de seda perfumada, dejo en las suyas el pan del día que alivió su jornada.

 

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