Los
Libros
Cuando quieras halagar a un niño, llévale dulces y juguetes. Cuando quieras halagar a un
adolescente de esta nueva generación tan preocupada, llévale libros que dejen huellas de
perfección en su alma.
Todos necesitamos una señal que nos indique el camino. Sé tú el de la señal para los
que se encuentran en el primer peldaño de la vida. Enrumba la nave para que llegue al
puerto con el lastre infinito de tu esfuerzo. ¡Qué dolor! Si por falta de un timonel
experto, llega rota e indefensa por el choque formidable de las olas.
Hay millones de seres buscando el camino de la luz, y aún tarde la mano
bienhechora que rasgue el velo de tinieblas y encienda la antorcha para alumbrar el
camino.
Sé tú, el puente que une la noche al alba para que llegue el día. Y cuando
pongas ese gran tesoro o vehículo de cultura en sus manos, dile: -Este será tu mejor
amigo. Si su lenguaje no está al alcance de tu escasa preparación, busca su hermano
menor o instructor que adecuadamente corresponda a u capacidad intelectiva; pues sólo los
hombres que tienen la mente de piedra y el alma en tinieblas, son capaces de aborrecer y
mirar con indiferencia los libros.
Regala un libro con la devoción del que practica un rito, pues su función es
mucho más grande y útil que la de todos los ritos del mundo. No será necesario
advertir, que me refiero al libro constructivo que edificará atalayas de moral y justicia
para el progreso de la humanidad.
Vivir sin pan es menos triste que vivir sin libros. El pan calma el hambre, los
libros la quitan
y eternamente, sentirás un hilo de luz que dignificará tu
existencia y te revelará por qué hay muchas bocas sin pan, mostrándole al que pasa la
protesta callada del harapo.
A propósito de libros, quiero referiros lo que hubo de ocurrirme cierta vez que
visite un Asilo. Paso a paso observaba y deteníame a escuchar de los recluídos, retazos
de existencia y punzantes dolores de aquellas vidas grises.
Los suelos brillaban, y el sol caía a raudales sobre las paredes del jardín que
perfumaba el ambiente. Más allá, cerca de la verja, ví una cara triste y marchita que
creí reconocer. Era una maestra vieja, quien conocí en cierta ocasión en una de las
Convenciones anuales del magisterio venezolano; y como ocurre muchas veces-, sin
familia ni una prolongación de su existencia; ignorada y olvidados sus largos años de
labor por el engrandecimiento de la patria, fué a refugiarse y a morder el pan amargo de
su soledad en las paredes blancas de aquel piadoso Asilo.
Por sus dedos descarnados y marchitos, deslizábanse las cuentas de un rosario; y
cuando le pregunté si deseaba realizar algo en aquella última etapa de su existencia, me
respomdió con voz temblorosa y llena de emoción:
-Sólo quisiera, que antes de bajar mis restos a la fosa, en vez de flores y
lágrimas, un coro de niños entonaran un himno luminoso. Un himno de amor al libro;
porque los libros y niños fueron siempre los compañeros de mi vida. ¿Crees tú que los
maestros deben morir sin una canción de despedida? Tú puedes hacerlo, porque también
eres soldado de esa gran legión; y así, los maestros no partiríamos tan tristes y
olvidados como presiento que muy pronto partiré.
Algo debió advertir en mis ojos, porque de los suyos, -ya casi apagados por la
muerte-, cayeron dos perlas sobre el dorso de mis manos que en señal de despedida,
habíanse posado en las manos temblorosas y descarnadas que sostenían un rosario para
entibiarlas con un profundo ¡adiós!
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