Mensaje del célebre naturalista francés Jorge Cuvier "La ciencia es la
que enlaza las cosa a las cosas. Señores: Correspóndeme hoy la tarea de daros un ligero resumen acerca del hombre primitivo, tarea ésta que me preocupaba de vivo. La muerte vino a interrumpir los trabajos que yo había proyectado para conocer el origen del hombre. Las investigaciones científicas han progresado mucho en nuestros días, desde la época en que la ciencia empezó a proyectar luz sobre estas cuestiones obscuras para un espíritu humano. Comprenderéis que no basta la vida de un hombre para dilucidar estas grandes cuestiones. Yo había comenzado por reconstruir los animales. Faltóme tiempo material para reconstruir al hombre. Precisamente, me interesaba mucho esta cuestión, pues la había estudiado afanosamente en el silencio de mi gabinete, tal como lo hacia en otros tiempos. Aunque han pasado muchos años que será para vosotros una larga distancia, -no son tampoco para mí un segundo-; vengo a hablaros para que así podáis decir a todos, lo que yo, Cuvier, os digo acerca del hombre primitivo. Remontáos a aquellos tiempos en que la tierra salía apenas de las aguas; elevad vuestros pensamientos a aquella época en que existían animales tan gigantescos que se hubiera podido decir que eran creados por una imaginación enferma. Remontáos, os digo, a los tiempos en que una entreatmosfera cálida y pesada, cargada de vapor, rodeaba el globo apenas recién formado que llamáis Tierra. Volad por los aires, deslizáos por las revueltas ondas y encontrareis animales monstruosos que no son ni reptiles, ni aves, ni tortugas. Contemplad el lagarto gigantesco, cuyas dimensiones apenas puede concebir vuestra imaginación. El reno antiguo, que lleva sobre su frente un bosque de anchas paletas, todavía se encuentra en lagunas islandesas. En medio de estos animales poderosos y extraños, veis por fin al hombre sin defensa. Las bestias están acorazadas al abrigo de las aguas todavía calientes que vuelven a cubrir los volcanes recién apagados. El hombre, en medio de estos seres, ha llegado al nivel de la animalidad. Encuéntrase en constante lucha con lo elementos y todo lo que le rodea. Ninguna escama cubre su piel, cubierta por rugosos pelos; ninguna defensa forma su boca; ninguna garra sale de su mano; tiene la inteligencia de la fiera leonada que cava una madriguera para resguardarse de las escarchas; tiene la sagacidad del animal que cae de lleno, cautelosamente, sobre otra fiera más fuerte que él. ¡Ved por fin al hombre, otra fiera sin defensa! Si, sólo el hombre andaba en dos pies y podía ver el cielo. Esta bestia es algo más que una bestia, porque el progreso no estriba únicamente en la extensión de la forma. Sobre de ese hombre cae una chispa que le hace comprender que hay una cosa más que él, y es la intuición del infinito. El hombre primitivo tenía un pulgar relativamente oblongado en el sentido de los dedos. El movimiento que tenía más fácil era el de la apropiación. De lo sucesivo, los dedos y el pulgar se desligaron gradualmente de generación en generación, y el hombre acabó por hacer ese movimiento, y aunque es el animal más semejante al hombre en su aspecto exterior, no tiene un de la mano con el puño cerrado. El mono no podía hacer lo que ningún otro animal del planeta pudo hacer ante el hombre en su forma exterior, no tiene un pulgar oponible. El hombre primitivo tropezaba constantemente con obstáculos para procurarse el alimento; esto lo desarrolló: de tan pequeño que era paso a ser gigante. Su fuera física era enorme; ancha su espalda, brazos, músculos y piernas que ninguna distancia fatigaba. A pesar de ello, su cabeza era relativamente pequeña y con su áspera melena volando en libertad. Pensó que la Naturaleza entera debía sometérsele, y empezó por subyugar a la materia más inerte: ¡la piedra! haciendo armas de ella que le llevaron a ser el rey de los animales. ¿Quién fue el primero en fabricar armas de piedra? Nadie lo sabe. Los hombres de esta época que conocen algo de las leyes de lo eterno, me comprenderán mejor si les digo que inteligencias superiores tuvieron cuidado de esta animalidad que ya empezaba a transformarse en humanidad. Lo mismo sucede con vosotros: a veces sugerimos la idea que origina una invención. Una inteligencia superior encontró uno de aquéllos seres primitivos apto para comprender que siendo la piedra más dura que las manos que le había dado la Naturaleza, le serviría para herir al animal feroz, y a aquel cuya carne le proporcionaría el alimento. Ya os lo he dicho: el hombre primitivo apenas sabía servirse de sus miembros, venía de la bestia. Vivía en una ,madriguera como el zorro, y destrozaba con sus uñas la presa palpitante. Esta inteligencia salida del crisol de la animalidad, tenía el presentimiento de una fuerza superior invisible. El temblaba ante la tormenta, se ocultaba en su madriguera cuando mugía el huracán. ¡Ah! vosotros hombres del siglo veinte y veintiuno: creéis que solo basta subyugar el rayo a que repita las modulaciones de vuestra voz. Ojalá que el hierro y el acero no sean más que arcilla en las potentes garras de las maquinas inventadas por el hombre para detener la nada. Porque la materia es nada. Acordáos de aquellos remotos tiempos a fin de no ser ingratos con vosotros mismos como corresponde a vuestro pasado. Cuando en vuestras excavaciones encontréis un hacha de piedra, ella os dirá cuantos pobres seres han tenido que pasar por evoluciones sucesivas para llegar a ser lo que vosotros sois. Si yo no hubiese vivido aquí en este planeta, quien sabe no hubiera podido decir estas cosas. ¡Cuánto os engañan los ojos de la carne! Yo vine a reconstruir algunos animales y a poner ante vuestros ojos la bestia que teníais olvidada ya; pues era menester que así lo comprendiera y recordara, para así darles una narración ordenada, y hacerles saber, que el hombre de entonces, estaba también protegido por inteligencias invisibles, a quienes daba gracias desde su débil corazón. Diríase que el hombre ha olvidado aquellos tiempos. Porque ha tenido progreso, créese haber llegado a la cumbre de la montaña. I recordad, hermanos, que las bestias de los tiempos pretéritos inundan vuestros ojos actualmente, quizás conteniendo partículas de vuestra vida de antaño. Os engrandecéis ensalzando a Dios que es el progreso. No quiero entrar en más detalles. Quizás volveré. Pero deseo de todo corazón que esta obra sea provechosa, y me lisonjeo dignamente en haberme permitido dictar uno de los primeros capítulos. Vuestro hermano Cuvier
|