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"EL CAPITAN VENENO", de Pedro Antonio de Alarcón (Español. 1833-1891) |
1 - HERIDAS EN EL CUERPO
UN POCO DE HISTORIA POLITICA
La tarde del 26 de marzo de 1848 hubo tiros y cuchilladas en Madrid entre un puñado de paisanos que, al expirar, lanzaban el hasta entonces extranjero grito de ¡Viva la República!, y el Ejército de la Monarquía española (traído o creado por Ataúlfo, reconstituido por don Pelayo y reformado por Trastamara), de que a la sazón era jefe visible, en nombre de doña Isabel II, el Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de la Guerra, don Ramón María Narváez.
Y basta con esto de historia y de política, y pasemos a hablar de cosas menos sabidas y más amenas, a que dieron origen y coyuntura aquellos lamentables acontecimientos.
NUESTRA HEROINA
En el piso bajo de la izquierda de una humilde pero graciosa y limpia casa de la calle de Preciados, calle muy estrecha y retorcida en aquel entonces y teatro de la refriega en tal momento, vivían solas, esto es, sin la compañía de hombre alguno, tres buenas y piadosas mujeres, que mucho se diferenciaban entre sí en cuanto al ser físico y estado social, puesto que éranse que se eran una señora mayor, viuda, guipuzcoana, de aspecto grave y distinguido; una hija suya, joven soltera, natural de Madrid y bastante guapa, aunque de tipo diferente al de la madre (lo cual daba a entender que había salido en todo a su padre), y una doméstica, imposible de filiar o describir, sin edad, figura ni casi sexo determinables, bautizada hasta cierto punto en Mondoñedo, y a la cual ya hemos hecho demasiado favor (como también se lo hizo aquel señor Cura) con reconocer que pertenecía a la especie humana...
La mencionada joven parecía el símbolo, o representación viva con faldas, del sentido común, tal equilibrio había entre su hermosura y su naturalidad, entre su elegancia y su sencillez, entre su gracia y su modestia. Facilísimo era que pasase inadvertida por la vía pública, sin alborotar a los galanteadores de oficio; pero imposible que nadie dejara de admirarla y de prendarse de sus múltiples encantos, luego que fijase en ella la atención. No era, no (o, por mejor decir, no quería ser), una de esas beldades llamativas, aparatosas, fulminantes, que atraen todas las miradas, no bien se presentan en un salón, teatro, o paseo, y que comprometen o anulan al pobrete que las acompaña, sea novio, sea marido, sea padre, sea el mismísimo Preste Juan de las Indias... Era un conjunto sabio y armónico de perfecciones físicas y morales, cuya prodigiosa regularidad no entusiasmaban al pronto, como no entusiasman la paz ni el orden, como acontece
con los monumentos bien proporcionados, donde nada nos choca ni maravilla hasta que formamos juicio de que, si todo resulta llano, fácil y natural, consiste en que todo es igualmente bello. Dijérase que aquella diosa honrada de la clase media había estudiado su modo de vestirse, de peinarse, de mirar, de moverse, de conllevar, en fin, los tesoros de su espléndida juventud en tal forma y manera, que no se la creyese pagada de sí misma, ni presuntuosa, ni incitante, sino muy diferente de las deidades por casar que hacen feria de sus hechizos y van por esas calles de Dios diciendo a todo el mundo: Esta casa se vende... o se alquila.
Pero no nos detengamos en floreos ni dibujos, que es mucho lo que tenemos que referir, y poquísimo el tiempo de que disponemos.
NUESTRO HEROE
Los republicanos disparaban contra la tropa desde la esquina de la calle de Peregrinos y la tropa disparaba contra los republicanos desde la Puerta del Sol, de modo y forma que las balas de una y otra procedencia pasaban por delante de las ventanas del referido piso bajo, si ya no era que iban a dar en los hierros de sus rejas, haciéndoles vibrar con estridentes ruidos e hiriendo de rechazo persianas, maderas y cristales.
Igualmente profundo, aunque vario en su naturaleza y expresión, era el terror que sentían la madre... y la criada.
Temía la noble viuda, primero por su hija, después por el resto del género humano, y en último término por sí propia; y temía la gallega, ante todo, por su querido pellejo: en segundo lugar, por su estómago y por el de sus amas, pues la tinaja del agua estaba casi vacía, y el panadero no había aparecido con el pan de la tarde, y, en tercer lugar, un poquitillo por los soldados o paisanos hijos de Galicia que pudieran morir o perder algo en la contienda. Y no hablamos del terror de la hija, porque, ya lo neutralizase la curiosidad, ya no tuviese acceso en su alma, más varonil que femenina, era el caso que la gentil doncella, desoyendo consejos y órdenes de la madre y lamentos o aullidos de la criada, ambas escondidas en los aposentos interiores, se escurría de vez en cuando a las habitaciones que daban a la calle, y hasta abría las maderas de alguna reja, para formar exacto juicio del ser y estado de la lucha.
En una de esas asomadas, peligrosas por todo extremo, vio que las tropas habían ya avanzado hasta la puerta de aquella casa, mientras que los sediciosos retrocedían hacia la plaza de Santo Domingo, no sin continuar haciendo fuego por escalones, con admirable serenidad y bravura. Y vio asimismo que a la cabeza de los soldados, y aun de los oficiales y jefes, se distinguía por su enérgica y denodada actitud y por las ardorosas frases con que los arengaba a todos, un hombre como de cuarenta años, de porte fino y elegante, y delicada y bella, aunque dura, fisonomía; delgado y fuerte como un manojo de nervios, más bien alto que bajo, y vestido medio de paisano, medio de militar. Queremos decir que llevaba gorra de cuartel con los tres galoncillos de la insignia de capitán; levita y pantalón civiles, de paño negro; sable de oficial de infantería, canana y escopeta de cazador... no del ejército, sino de conejos y perdices.
Mirando y admirando estaba precisamente la madrileña a tan singular personaje, cuando los republicanos hicieron una descarga sobre él, por considerarlo sin duda más terrible que todos los otros, o suponerlo General, Ministro, o cosa así, y el pobre capitán, o lo que fuera, cayó al suelo, como herido de un rayo y con la faz bañada en sangre; en tanto que los revoltosos huían alegremente, muy satisfechos de su hazaña, y que los soldados echaban a correr detrás de ellos, anhelando vengar al infortunado caudillo.
Quedó, pues, la calle sola y muda, y en medio de ella, tendido y desangrándose, aquel buen caballero, que acaso no había expirado todavía, y a quien manos solícitas y piadosas pudieran tal vez librar de la muerte... La joven no vaciló un punto: corrió adonde estaban su madre y la doméstica; explicóles el caso; díjoles que en la calle de Preciados no había ya tiros; tuvo que batallar, no tanto con los prudentísimos reparos de la generosa guipuzcoana como con el miedo puramente animal de la informe gallega, y a los pocos minutos las tres mujeres transportaban en peso a su honesta casa, y colocaban en la alcoba de honor de la salita principal, sobre la lujosa cama de la viuda, el insensible cuerpo de aquel que, si no fue el verdadero protagonista de la jornada del 26 de marzo, va a serlo de nuestra particular historia.
EL PELLEJO PROPIO Y EL AJENO
Poco tardaron en conocer las caritativas hembras que el gallardo capitán no estaba muerto, sino meramente privado de conocimiento y sentidos, por resultas de un balazo que le había dado de refilón en la frente, sin profundizar casi nada en ella. Conocieron también que tenía atravesada y acaso fracturada la pierna derecha, y que no debía descuidarse ni por un momento aquella herida, de la cual fluía mucha sangre. Conocieron, en fin, que lo único verdaderamente útil y eficaz que podían hacer por el desventurado, era llamar en seguida a un facultativo...
-Mamá -dijo la valerosa joven-. A dos pasos de aquí, en la acera de enfrente, vive el doctor Sánchez... ¡Que Rosa vaya, y le haga venir! Todo es asunto de un momento, y sin que en ello se corra ningún peligro...
En esto sonó un tiro muy próximo, al que siguieron cuatro o seis, disparados a un tiempo a mayor distancia. Después volvió a reinar profundo silencio.
-¡Yo no voy! -gruñó la criada-. Esos que oyéronse ahora fueron también tiros, y las señoras no querrán que me fusilen al cruzar la calle.
-¡Tonta! ¡En la calle no ocurre nada! -replicó la joven, quien acababa de asomarse a una de las rejas.
-¡Quítate de ahí, Angustias! -gritó la madre, reparando en ello.
-El tiro que sonó primero -prosiguió diciendo la llamada Angustias-, y a que han contestado las tropas de la Puerta del Sol, debió de dispararlo desde la buhardílla del número 19 un hombre muy feo, a quien estoy viendo volver a cargar el trabuco... Las balas, por consiguiente, pasan ahora muy altas, y no hay peligro alguno en atravesar nuestra calle. ¡En cambio, fuera la mayor de las infamias que dejásemos morir a este desgraciado, por ahorrarnos una pequeña molestia!
-Yo iré a llamar al médico -dijo la madre, acabando de vendar a su modo la pierna rota del capitán.
-¡Eso no! -gritó la hija, entrando en la alcoba-. ¿Qué se diría de mí? ¡Iré yo, que soy más joven y ando más de prisa! ¡Bastante has padecido tú ya en este mundo con las dichosas guerras!
-Pues, sin embargo, tú no vas -replicó imperiosamente la madre.
-¡Ni yo tampoco! -añadió la criada.
-¡Mamá, déjame ir! ¡Te lo pido por la memoria de mi padre! ¡Yo no tengo alma para ver desangrarse a este valiente, cuando podemos salvarlo! ¡Mira, mira de qué poco le sirven tus vendas!... La sangre gotea ya por debajo de los colchones.
-¡Angustias! ¡Te he dicho que no vas!
-No iré, si no quieres; pero, madre mía, piensa en que mi pobre padre, tu noble y valeroso marido, no habría muerto, como murió, desangrado, en medio de un bosque, la noche de una acción, si alguna mano misericordiosa hubiese restañado la sangre de sus heridas.
-¡Angustias!
-Mama... ¡Déjame! ¡Yo soy tan aragonesa como mi padre, aunque he nacido en este pícaro Madrid! Además, no creo que a las mujeres se nos haya otorgado ninguna bula, dispensándonos de tener tanta verguenza y tanto valor como los hombres.
Así dijo aquella buena moza; y no se había repuesto su madre del asombro, acompañado de sumisión moral o involuntario aplauso, que le produjo tan soberano arranque, cuando Angustias estaba ya cruzando impávidamente la calle de Preciados.
TRABUCAZO
-¡Mire usted, señora! ¡Mire qué hermosa va! -exclamó la gallega, batiendo palmas y contemplando desde la reja a nuestra heroína.
Pero ¡ay! en aquel mismo instante sonó un tiro muy próximo; y como la pobre viuda, que también se había acercado a la ventana, viera a su hija detenerse y tentarse la ropa, lanzó un grito desgarrador, y cayó de rodillas, casi privada de sentido.
-¡No diéronle!- ¡No diéronle! -gritaba en tanto la sirvienta-. ¡Ya entra en la casa de enfrente! Repórtese la señora...
Pero ésta no la oía. Pálida como una difunta, luchaba con su abatimiento hasta que, hallando fuerzas en el propio dolor, alzóse medio loca y corrió a la calle... en medio de la cual se encontró con la impertérrita Angustias, que ya regresaba, seguida del médico.
Con verdadero delirio se abrazaron y besaron madre e hija, precisamente sobre el arroyo de sangre vertida por el capitán, y entraron al fin en la casa, sin que en aquellos primeros momentos se enterase nadie de que las faldas de la joven estaban agujereadas por el alevoso trabucazo que le disparó el hombre de la buhardilla al verla atravesar la calle...
La gallega fue quien, no sólo reparó en ello, sino que tuvo la crueldad de pregonarlo.
-¡Diéronle! ¡Diéronle! -exclamó con su gramática de Mondoñedo-. ¡Bien hice yo en no salir! ¡Buenos forados habrían abierto las balas en mis tres refajos!
Imaginémonos un punto el renovado terror de la pobre madre, hasta que Angustias la convenció de que estaba ilesa. Básteos saber que, según iremos viendo, la infeliz guipuzcoana no había de gozar hora de salud desde aquel espantoso día... Y acudamos ahora al mal parado capitán, a ver qué juicio forma de sus heridas el diligente y experto doctor Sánchez.
DIAGNOSTICO Y PRONOSTICO
Envidiable reputación tenía aquel facultativo, y justificólo de nuevo en la rápida y feliz primera cura que hizo a nuestro héroe, restañando la sangre de sus heridas con medicinas caseras, y reduciéndole y entablillándole la fractura de la pierna sin más auxiliares que las tres mujeres. Pero como expositor de su ciencia no se lució tanto, pues el buen hombre adolecía del vicio oratorio de Pero Grullo.
Desde luego respondió de que el capitán no moriría, "dado que saliese antes de veinticuatro horas de aquel profundo amodorramiento" indicio de una grave conmoción cerebral, causada por la lesión que en la frente le había producido un proyectil oblicuo "disparado con arma de fuego, sin quebrantarle, aunque sí confundiéndole, el hueso frontal", "precisamente en el sitio en que tenía la herida, a consecuencia de nuestras desgraciadas discordias civiles y de haberse mezclado aquel hombre en ellas"; añadiendo en seguida, por vía de glosa, que si la susodicha conmoción cerebral no cesaba dentro del plazo marcado, el capitán moriría sin remedio, "en señal de haber sido demasiado fuerte el golpe del proyectil"; y que, respecto a si cesaría la tal conmoción antes de las veinticuatro horas, "se reservaba su pronóstico hasta la tarde siguiente".
Dichas estas verdades de a folio, recomendó muchísimo y hasta con pesadez (sin duda por conocer bien a las hijas de Eva), que cuando el herido recobrase el conocimiento, no le permitieran hablar, ni le hablaran ellas de cosa alguna, por urgente que les pareciese entrar en conversación con él; dejó instrucciones verbales y recetas escritas para todos los casos y accidentes que pudieran sobrevenir; quedó en volver al otro día, aunque también hubiese tiros, a fuer de hombre tan cabal como buen médico y como inocente orador, y se marchó a su casa, por si le llamaban para otro apuro semejante, no, empero, sin aconsejar a la conturbada viuda que se acostara temprano, pues no tenía el pulso en caja, y era muy posible que le entrase una poca de fiebre al llegar la noche (que ya había llegado).
EXPECTACION
Serían las tres de la madrugada; y la noble señora, aunque, en efecto, se sentía muy mal, continuaba a la cabecera de su enfermo huésped, desatendiendo los ruegos de la infatigable Angustias, quien, no sólo velaba también, sino que todavia no se había sentado en toda la noche.
Erguida y quieta como una estatua, permanecía la joven al pie del ensangrentado lecho con los ojos fijos en el rostro blanco y afilado, semejante al de un Cristo de marfil, de aquel valeroso guerrero a quien tanto admiró por la tarde, y de esta manera esperaba con visible zozobra a que el sin ventura despertara de aquel profundo letargo, que podía terminar en la muerte.
La dichosísima gallega era quien roncaba, si había que roncar, en la mejor butaca de la sala, con la vacía frente clavada en las rodillas, por no haber caído en la cuenta de que aquella butaca tenía un respaldar muy a propósito para reclinar el occipucio.
Varias observaciones o conjeturas habían cruzado la madre y la hija, durante aquella larga velada, acerca de cuál podría ser la calidad originaria del capitán, cuál su carácter, cuáles sus ideas y sentimientos. Con la nimiedad de atención que no pierden las mujeres ni aun en las más terribles y solemnes circunstancias, habían reparado en la finura de la camisa, en la riqueza del reloj, en la pulcritud de su persona y en las coronitas de Marqués de los calcetines del paciente. Tampoco dejaron de fijarse en una muy vieja medalla de oro que llevaba al cuello bajo sus vestiduras, y en que aquella medalla representaba a la Virgen del Pilar de Zaragoza; de todo lo cual se alegraron sobremanera sacando en limpio que el capitán era persona de clase y buena y cristiana educación. Lo que naturalmente respetaron fue el interior de sus bolsillos, donde tal vez había cartas o tarjetas que declarasen su nombre y las señas de su casa; declaracione
s que esperaban en Dios podría hacerles él mismo, cuando recobrase el conocimiento y la palabra, en señal de que le quedaban días para vivir.
Mientras tanto, y aunque la refriega política había concluido por entonces quedando victoriosa la Monarquía, oíase de tiempo en tiempo, ora algún tiro remoto y sin contestación, como solitaria protesta de tal o cual republicano convertido por la metralla, ora el sonoro trotar de las patrullas de caballería que rondaban, asegurando el orden público; rumores ambos lúgubres y fatídicos, muy tristes de escuchar desde la cabecera de un militar herido y casi muerto.
INCONVENIENTES DE LA GUIA DE FORASTEROS
Así las cosas, y a poco de sonar las tres y media en el reloj del Buen Suceso, el capitán abrió súbitamente los ojos; paseó una hosca mirada por la habitación; fijóla sucesivamente en Angustias y en su madre, con cierta especie de temor pueril, y balbuceó desapaciblemente:
-¿Donde diablos estoy?
La joven se llevó un dedo a los labios recomendándole que guardara silencio; pero a la viuda le había sentado muy mal la segunda palabra de aquella interrogación, y apresuróse a responder:
-Está usted en un lugar honesto o sea en la casa de la Generala Barbastro, Condesa de Santurce, servidora usted.
-¡Mujeres! ¡Qué diantre!... -tartamudeó el Capitán, entornando los ojos, como si volviese a su letargo.
Pero muy luego se notó que ya respiraba con la libertad y fuerza del que duerme tranquilo.
-¡Se ha salvado! -dijo Angustias muy quedamente.
-Rezando estaba por su alma... -contestó la madre-. ¡Aunque ya ves que el primer saludo de nuestro enfermo nos ha dejado mucho que desear!
-Me sé de memoria -profirió con lentitud el Capitán, sin abrir los ojos-, el Escalafón del Estado Mayor General del Ejército Español, inserto en la Guía de Forasteros y en él no figura, ni ha figurado en este siglo, ningun General Barbastro.
-¡Le diré a usted!... -exclamó vivamente la viuda-. Mi difunto marido...
-No le contestes ahora, mamá... -interrumpió la joven, sonriéndose. Está delirando, y hay que tener cuidado con su pobre cabeza. ¡Recuerda los encargos del doctor Sánchez!
El Capitán abrió sus hermosos ojos; miró a Angustias muy fríamente, y volvió a cerrarlos, diciendo con mayor lentitud:
-¡Yo no deliro nunca, señorita! ¡Lo que pasa es que digo siempre la verdad a todo el mundo, caiga el que caiga!
Y dicho esto, sílaba por sílaba, suspiró profundamente, como muy fatigado de haber hablado tanto, y comenzó a roncar de un modo sordo, cual si agonizase.
-¿Duerme usted, Capitán? -le preguntó muy alarmada la viuda.
El herido no respondió.
MAS INCONVENIENTES DE LA GUIA DE FORASTEROS
-Dejémosle que repose... -dijo Angustias en voz baja, sentándose al lado de su madre-. Y supuesto que ahora no puede oírnos, permíteme, mamá, que te advierta una cosa... Creo que no has hecho bien en contarle que eres Condesa y Generala...
-¿Por qué?
-Porque... bien lo sabes, no tenemos recursos suficientes para cuidar y atender a una persona como ésta, del modo que lo harían Condesas y Generalas de verdad.
-¿Qué quiere decir de verdad? -exclamó vivamente la guipuzcoana-. ¿También tú vas a poner en duda mi categoría? ¡Yo soy tan Condesa como la del Montijo y tan Generala como la del Espartero!
-Tienes razón; pero hasta que el Gobierno resuelva en este sentido el expediente de tu viudedad, seguiremos siendo muy pobres...
-¡No tan pobres! Todavía me quedan mil reales de los pendientes de esmeraldas, y tengo una gargantilla de perlas con broches de brillantes, regalo de mi abuelo, que vale más de quinientos duros, con los cuales nos sobra para vivir hasta que se resuelva mi expediente, que será antes de un mes y para cuidar a este hombre como Dios manda, aunque la rotura de la pierna le obligue a estar aquí dos o tres meses... Ya sabes que el Oficial del Consejo opina que me alcanzan los beneficios del artículo 10 del Convenio de Vergara; pues, aunque tu padre murió con anterioridad, consta que ya estaba de acuerdo con Maroto...
-Santurce... Santurce... ¡Tampoco figura este condado en la Guía de Forasteros! -murmuró borrosamente el Capitán, sin abrir los ojos.
Y luego, sacudiendo de pronto su letargo, y llegando hasta incorporarse en la cama, dijo con voz entera y vibrante, como si ya estuviese bueno:
-¡Seamos claros, señora! Yo necesito saber dónde estoy y quiénes son ustedes... ¡A mí no me gobierna ni me engaña nadie! ¡Diablo, y cómo me duele esta pierna!
-Señor Capitán, usted nos insulta -exclamó la Generala destempladamente.
-¡Vaya, Capitán!... Estése usted quieto y calle... -dijo al mismo tiempo Angustias con suavidad, aunque con enojo-. Su vida correrá mucho peligro, si no guarda usted silencio o si no permanece inmóvil. Tiene usted rota la pierna derecha y una herida en la frente, que le ha privado a usted de sentido durante más de diez horas...
-¡Es verdad! -exclamó el raro personaje, llevándose las manos a la cabeza y tentando las vendas que le había puesto el médico-. ¡Estos pícaros me han herido! Pero, ¿quién ha sido el imprudente que me ha traído a una casa ajena, teniendo yo la mía, y habiendo hospitales militares y civiles? ¡A mi no me gusta incomodar a nadie, ni deber favores, que maldito si merezco y quiero merecer! Yo estaba en la calle de Preciados...
-Y en la calle de Preciados está usted, número 14, cuarto bajo... -interrumpió la guipuzcoana, desatendiéndose de las señas que le hacía su hija para que callase. ¡Nosotras no necesitamos que nos agradezca usted cosa alguna; pues no hemos hecho ni haremos más que lo que manda Dios y la caridad ordena! Por lo demás, está usted en una casa decente. Yo soy doña Teresa Carrillo de Albornoz y Azpeitia, viuda del General carlista don Luis Gonzaga de Barbastro, convenido en Vergara... ¿Entiende usted? Convenido en Vergara, aunque fuese de un modo virtual, retrospectivo e implícito, como en mis instancias se dice, el cual debió su título de Conde de Santurce a un real nombramiento de don Carlos V, que tiene que realizar doña Isabel II, al tenor del artículo 10 del Convenio de Vergara. ¡Yo no miento nunca, ni uso nombres supuestos, ni me propongo con usted otra cosa que cuidarlo y salvar su vida, ya que la Providencia me ha confiado este encar
go!...
-Mamá, no le des cuerda... -observó Angustias-. Ya ves que, en lugar de aplacarse se dispone a contestarte con mayor ímpetu... ¡Y es que el pobre está malo... y tiene la cabeza débil! ¡Vamos, señor Capitán! Tranquilícese usted, y mire por su vida...
Tal dijo la noble doncella con su gravedad acostumbrada. Pero el Capitán no se amansó por ello, sino que la miró de hito en hito con mayor furia, como acosado jabalí a quien arremete nuevo y más temible adversario y exclamó valerosísimamente:
EL CAPITAN SE DEFINE A SI PROPIO
-¡Señorita!... En primer lugar, yo no tengo la cabeza débil, ni la he tenido nunca, y prueba de ello es que no ha podido atravesármela una bala. En segundo lugar, siento muchísimo que me hable usted con tanta conmiseración y blandura; pues yo no entiendo de suavidades, zalamerías ni melindres. Perdone usted la rudeza de mis palabras, pero cada uno es como Dios lo ha criado y a mí no me gusta engañar a nadie. ¡No sé por qué ley de mi naturaleza prefiero que me peguen un tiro a que me traten con bondad! Advierto a ustedes, por consiguiente, que no me cuiden con tanto mimo; pues me harán reventar en esta cama en que me ha atado mi mala ventura... Yo no he nacido para recibir favores, ni para agradecerlos o pagarlos; por lo cual he procurado siempre no tratar con mujeres ni con niños, ni con santurrones, ni con ninguna otra gente pacífica y dulzona.
Yo soy un hombre atroz, a quien nadie ha podido aguantar, ni de muchacho, ni de joven, ni de viejo, que principio a ser. ¡A mí me llaman en todo Madrid el Capitán Veneno! Conque pueden ustedes acostarse y disponer, en cuanto sea de día, que me conduzcan en una camilla al Hospital general. He dicho.
-¡Jesús, qué hombre! -exclamó horrorizada doña Teresa.
-¡Así debían ser todos! -respondió el Capitán-. ¡Mejor andaría el mundo, o ya habría parado hace mucho tiempo!
Angustias volvió a sonreírse.
-No se sonría usted, señorita; ¡que eso es burlarse de un pobre enfermo, incapacitado de huir para librarla a usted de su presencia! -continuó diciendo el herido con algún asomo de melancolía-. ¡Harto sé que les pareceré a ustedes muy malcriado; pero crean que no lo siento mucho! ¡Sentiría por el contrario que me estimasen ustedes digno de aprecio y que luego me acusasen de haberlas tenido en un error! ¡Oh! Si yo cogiera al infame que me ha traído a esta casa, nada más que a fastidiar a ustedes y a deshonrarme...
-Trajímosle en peso yo y la señora y la señorita... -pronunció la gallega, a quien habían despertado y atraído las voces de aquel energúmeno-. El señor estaba desangrándose a la puerta de casa, y entonces la señorita se ha condolido de él. Yo también me condolí algo. Y como también se había condolido la señora, cargamos entre las tres con el señor, que ¡vaya si pesa, tan cenceño como parece!
El Capitán había vuelto a amostazarse al ver en escena a otra mujer; pero la relación de la gallega le impresionó tanto, que no pudo menos que exclamar:
-¡Lástima que no hayan ustedes hecho esta buena obra por un hombre mejor que yo! ¿Qué necesidad tenían de conocer al empecatado Capitán Veneno?
Doña Teresa miró a su hija, como para significarle que aquel hombre era mucho menos malo y feroz de lo que él creía, y se halló con que Angustias seguía sonriéndose con exquisita gracia en señal de que opinaba lo mismo.
Entretanto, la elegíaca gallega decía lastimosarnente:
-¡Pues más lástima le daría al señor si supiese que la señorita fue en persona a llamar al médico para que curase esos dos balazos; y que, cuando la pobre iba por mitad del arroyo, tiráronle un tiro... mire usted... le han agujereado la basquiña!
-Yo no se lo hubiera contado a usted, nunca, señor Capitán, por miedo de irritarlo -expuso la joven entre modesta y burlona, o sea bajando los ojos y sonriendo con mayor gracia que antes-. Pero, como esta Rosa se lo habla todo, no puedo menos de suplicar a usted me perdone el susto que causé a mi querida madre, y que todavía tiene a la pobre con calentura.
El Capitán estaba espantado, con la boca abierta, mirando alternativamente a Angustias, a doña Teresa y a la criada; y, cuando la joven dejó de hablar, cerró los ojos, dio una especie de rugido y exclamó, levantando al cielo los puños:
-¡Ah, crueles! ¡Cómo siento el puñal en la herida! ¡Conque las tres os habéis propuesto que sea vuestro esclavo o vuestro hazmerreír! ¡Conque tenéis empeño en hacerme llorar o decir ternezas! ¡Conque estoy perdido, si no logro escaparme! ¡Pues me escaparé! ¡No faltaba más sino que, al cabo de mis años, viniera yo a ser juguete de la tiranía de tres mujeres de bien! ¡Señora! -prosiguió con más énfasis, dirigiéndose a la viuda-. ¡Si ahora mismo no se acuesta usted, y no toma, después de acostada, una taza de tilo con flor de azahar, me arranco todos estos vendajes y trapajos y me muero en cinco minutos, aunque Dios no quiera! En cuanto a usted, señorita Angustias, hágame el favar de llamar al sereno y decirle que vaya en casa del Marqués de los Tomillares, Carrera de San Francisco, número... y le participe que su primo don Jorge de Córdoba le espera en esta casa gravemente herido. En seguida se acostará usted también, dejándome en poder
de esta insoportable gallega, que me dará de vez en cuando agua con azúcar, único socorro que necesitaré hasta que venga mi primo Alvaro. Conque lo dicho, señora Condesa: principie usted por acostarse.
La madre y la hija se guiñaron, y la primera respondió apaciblemente:
-Voy a dar a usted ejemplo de obediencia y de juicio. Buenas noches, señor Capitán; hasta mañana.
-También yo quiero ser obediente... -añadió Angustias, después de apuntar el verdadero nombre del Capitán Veneno y las señas de la casa de su primo-. Pero como tengo mucho sueño, me permitirá usted que deje para mañana el enviar ese atento recado al señor Marqués de los Tomillares. Buenos días, señor don Jorge; hasta luego. ¡Cuidadito con moverse!
-¡Yo no me quedo sola con este señor! -gritó la gallega-. ¡Su genio de demonio póneme el cabello de punta, y háceme temblar como una cervata!
-Descuida, hermosa... -respondió el Capitán -que contigo seré más dulce y amable que con tu señorita.
Doña Teresa y Angustias no pudieron menos de soltar la carcajada al oír esta primera salida de buen humor de su inaguantable huésped.
Y véase por qué arte y modo, escenas tan lúgubres y trágicas como las de aquella tarde y aquella noche, vinieron a tener por remate y coronamiento un poco de júbilo y alegría. ¡Tan cierto resulta que en este mundo todo es fugaz y transitorio, así la felicidad como el dolor, o por mejor decir, que de tejas abajo no hay bien ni mal que cien años dure!
2 - VIDA DEL HOMBRE MALO
LA SEGUNDA CURA
A las ocho ae la mañana siguiente, que, por la misericordia de Dios, no ofreció ya señales de barricadas ni de tumulto (misericordia que había de durar hasta el 17 de mayo de aquel mismo año, en que ocurrieron las terribles escenas de la Plaza Mayor) hallábase el doctor Sánchez en casa de la llamada Condesa de Santurce poniendo el aparato definitivo en la pierna del Capitán Veneno.
A éste le había dado aquella mañana por callar. Sólo había abierto hasta entonces la boca, antes de comenzarse la dolorosa operación, para dirigir las breves y ásperas interpelaciones a doña Teresa y a Angustias, contestando a sus afectuosos buenos días.
-¡Por los clavos de Cristo, señora! ¿Para qué se ha levantado usted, estando tan mala? ¿Para que sean mayores mi sofocación y mi verguenza? ¿Se ha propuesto usted matarme a fuerza de cuidados?
Y dijo a Angustias:
-¿Qué importa que yo esté mejor o peor? ¡Vamos al grano! ¿Ha enviado usted a llamar a mi primo, para que me saque de aquí y nos veamos todos libres de impertinencias y ceremonias?
-¡Sí, señor Capitán Veneno! Hace media hora que la portera le llevó el recado... -contestó muy tranquilamente la joven, arreglándole las almohadas.
En cuanto a la inflamable Condesa, excusado es decir que había vuelto a picarse con su huésped al oír aquellos nuevos exabruptos. Resolvió, por tanto, no dirigirle más la palabra, y se limitó a hacer hilas y vendas, y a preguntar una vez y otra, con vivo interés, al impasible doctor Sánchez, cómo encontraba al herido (sin dignarse a nombrar a éste? y si llegaría a quedarse cojo, y si a las doce podría tomar caldo de pollo y jamón, y si era cosa de enarenar la calle para que no le molestara el ruido de los coches, etc., etc.
El facultativo, con su ingenuidad acostumbrada, aseguró que del balazo de la frente nada había ya que temer, gracias a la enérgica y saludable naturaleza del enfermo, en quien no quedaba síntoma alguno de conmoción ni fiebre cerebral; pero su diagnóstico no fue tan favorable respecto a la fractura de la pierna. Calificóla nuevamente de grave y peligrosísima, por estar la tibia muy destrozada, y recomendó a don Jorge absoluta inmovilidad, si quería librarse de una amputación y aun de la misma muerte...
Habló el doctor en términos tan claros y rudos, no sólo por falta de arte para disfrazar sus ideas, sino porque ya había formado juicio del carácter voluntarioso y turbulento de aquella especie de niño consentido. Pero a fe que no consiguió asustarlo: antes bien le arrancó una sonrisa de incredulidad y de mofa.
Las asustadas fueron las tres buenas mujeres: doña Teresa por pura humanidad; Augustias, por cierto empeño hidalgo y de amor propio que ya tenía en curar y domesticar a tan heroico y raro personaje, y la criada, por terror instintivo a todo lo que fuera sangre, mutilación y muerte.
Reparó el Capitán en la zozobra de sus enfermeras, y, saliendo de la calma con gue estaba soportando la curación, dijo furiosamente al doctor Sánchez:
-¡Hombre! ¡Podía usted haberme notificado a solas todas esas sentencias! ¡El ser buen médico no releva de tener buen corazón! ¡Dígolo, porque ya ve usted qué cara tan larga y tan triste ha hecho poner a mis tres Marías!
Aquí tuvo que callar el paciente, dominado por el terrible dolor que le acusó el médico al juntarle el hueso partido.
-¡Bah! ¡bah! -continuó luego-. ¡Para que yo me quedase en esta casa!... ¡Precisamente no hay nada que me subleve tanto como ver llorar a las mujeres!
El pobre Capitán Veneno se calló otra vez, mordiéndose los labios algunos instantes sin lanzar ni un suspiro...
Era indudable que sufría mucho.
-Por lo demás, señora... -concluyó dirigiéndose a doña Teresa -¡figúraseme que no hay motivo para que me eche usted esas miradas de odio; pues ya no puede tardar en venir mi primo Alvaro, y las librará a ustedes del Capitán Veneno!... Entonces verá este señor Doctor... (¡cáspita, hombre! ¡no apriete usted tanto!), qué bonitamente, sin pararse en eso de la inmovilidad (¡caracoles, qué mano dura tiene usted!), me llevan cuatro soldados a mi casa en una camilla, y terminan todas estas escenas de convento de monjas! ¡Pues no faltaba mas! ¡Calditos a mí! ¡A mí substancias de pollo! ¡A mí enarenarme la calle! ¿Soy yo acaso algún militar de alfeñique, para que se me trate con tantos mimos y ridiculeces?
Iba a responder doña Teresa, apelando al ímpetu belicoso en que consistía su única debilidad (y sin hacerse cargo, por supuesto, de que el pobre don Jorge estaba sufriendo horriblemente), cuando, por fortuna, llamaron a la puerta, y Rosa anunció al Marqués de los Tomillares.
-¡Gracias a Dios! -exclamaron todos a un mismo tiempo, aunque con diverso tono y significado.
Y era que la llegada del Marqués había coincidido con la terminación de la cura.
Don Jorge sudaba de dolor.
Dióle Angustias un poco de agua y vinagre, y el herido respiró alegremente, diciendo:
-Gracias, prenda-.
En esto llegó el Marqués a la alcoba, conducido por la Generala.
IRIS DE PAZ
Era don Alvaro de Córdoba y Alvarez de Toledo un hombre sumamente distinguido, todo afeitado ya a aquella hora; como de sesenta años de edad; de cara redonda, pacífica y amable, que dejaba traslucir el sosiego y benignidad de su alma, y tan pulcro, simétricamente y atildado en el vestir, que parecía la estatua del método y del orden.
Y cuenta que iba muy conmovido y atropellado por la desgracia de su pariente; pero ni aun así se mostró descompuesto ni faltó un ápice a la más escrupulosa cortesía. Saludó correctísimamente a Angustias, al Doctor y hasta un poco a la gallega, aunque ésta no le había sido presentada por la señora de Barbastro, y sólo entonces dirigió al Capitán una larga mirada de padre austero y cariñoso, como reconviniéndole y consolándole a la par y aceptando, ya que no el origen, las consecuencias de aquella nueva calaverada.
Entretanto, doña Teresa, y sobre todo la locuacísima Rosa (que cuidó mucho de nombrar varias veces a su ama con los dos títulos en pleito), enteraron, velis nolis, al ceremonioso Marqués, de todo lo acontecido en la casa y sus cercanías, desde que la tarde anterior sonó el primer tiro hasta aquel mismísimo instante, sin omitir la repugnancia de don Jorge a dejarse cuidar y compadecer por las personas que le habían salvado la vida...
Luego que dejaron de hablar la Generala y la gallega, interrogó el Marqués al doctor Sánchez, el cual le informó acerca de las heridas del Capitán en el sentido que ya conocemos, insistiendo en que no debía trasladársele a otro punto, so pena de comprometer su curación y hasta su vida.
Por último: el buen don Alvaro se volvió hacia Angustias en ademán interrogante o sea explorando si quería añadir alguna cosa a la relación de los demás; y, viendo que la joven se limitaba a hacer un leve saludo negativo, tomó su excelencia las precauciones nasales y laríngeas, asi como la expedita y grave actitud de quien se dispusiese a hablar en un Senado (era senador), y dijo entre serio y afable...
(Pero este discurso debe ir en pieza separada, por si alguna vez lo incluyen en las Obras completas del Marqués, quien también era literato... de los apellidos "de orden".)
PODER DE LA ELOCUENCIA
-Señores: en medio de la tribulación que nos aflige, y prescindiendo de consideraciones políticas acerca de los tristísimos acontecimientos de ayer, paréceme que en modo alguno podemos quejarnos...
-¡No te quejes tú, si es que nada te duele!... Pero ¿cuándo me toca a mí hablar? -interrumpió el Capitán Veneno.
-A ti nunca, mi querido Jorge (le respondió el Marqués suavemente). Te conozco demasiado para necesitar que me expliques tus actos positivos o negativos. ¡Bástame con el relato de estos señores!
El Capitán, en quien ya se había notado el profundo respeto... o desprecio con que sistemáticamente se abstenía de llevar la contraria a su ilustre primo, cruzó los brazos a lo filósofo, clavó la vista en el techo de la alcoba, y se puso a silbar el himno de Riego.
-Decía... -prosiguió el Marqués -que de lo peor ha sucedido lo mejor. La nueva desgracia que se ha buscado mi incorregible y muy amado pariente don Jorge de Córdoba, a quien nadie mandaba echar su cuarto a espadas en el jaleo de ayer tarde (pues que está de reemplazo, segun costumbre, y ya podría haber escarmentado de meterse en libros de caballerías), es cosa que tiene facilísimo remedio, o que lo tuvo, felizmente en el momento oportuno, gracias al heroísmo de esta gallarda señorita, a los caritativos sentimientos de mi señora la generala Barbastro, condesa de Santurce, a la pericia del digno doctor en medicina y cirugía, señor Sánchez, cuya fama érame conocida hace muchos años, y al celo de esta diligente servidora...
Aquí la gallega se echo a llorar.
-Pasemos a la parte dispositiva... -continuó el Marqués, en quien, por lo visto, predominaba el órgano de la clasificación y el deslinde, y que, de consiguiente, hubiera podido ser un gran perito agrónomo-. Señoras y señores: supuesto que, a juicio de la ciencia, de acuerdo con el sentido común, fuera muy peligroso mover de ese hospitalario lecho a nuestro interesante enfermo y primo hermano mío, don Jorge de Córdoba, me resigno a que continúe perturbando a esta sosegada vivienda hasta que pueda ser trasladado a la mía o a la suya. Pero entiéndase que todo ello es partiendo de la base, ¡oh querido pariente!, de que tu generoso corazón y el ilustre nombre que llevas sabrán hacerte prescindir de ciertos resabios de colegio, cuartel y casino, y ahorrar descontentos y sinsabores a la respetable dama y a la digna señorita que, eficazmente secundada por su activa y robusta doméstica, te libraron de morir en mitad de la calle... ¡No me repliques! ¡Sabes que yo pienso mucho las cosas antes de proveer, y que nunca revoco mis propios autos! Por lo demás, la señora Generala y yo hablaremos a solas (cuando le sea cómodo, pues yo no tengo nunca prisa) acerca de insignificantes pormenores de conducta, que darán forma natural y admisible a lo que siempre será, en el fondo, una gran caridad de su parte... Y como quiera que ya he dilucidado por medio de este ligero discurso, para el cual no venía preparado, todos los aspectos y fases de la cuestión, ceso por ahora en el ejercicio de la palabra. He dicho.
El Capitán seguía silbando el himno de Riego, y aun creemos que el de Bilbao y el de Maella, con los iracundos ojos fijos en el techo de la alcoba, que no sabemos cómo no principió a arder o no se vino al suelo.
Angustias y su madre, al ver derrotado a su enemigo, habían procurado dos o tres veces llamarle la atención, a fin de calmarlo o consolarlo con su mansa y benévola actitud, pero él les había contestado por medio de rápidos y agrios gestos, muy parecidos a juramentos de venganza, tornando en seguida a su patriótica música con expresión más viva y ardorosa.
Dijérase que era un loco en presencia de un loquero; pues no otro oficio que este último representaba el Marqués en aquel cuadro.
PREAMBULOS INDISPENSABLES
Retiróse en esto el doctor Sánchez, quien a fuer de experimentado fisiólogo y psicólogo, todo lo había comprendido y calificado, cual si se tratase de autómatas y no de personas, y entonces el Marqués pidió de nuevo a la viuda que le concediese unos minutos de audiencia particular.
Doña Teresa le condujo a su gabinete situado al extremo opuesto de la sala, y, una vez establecidos allí en sendas butacas los dos sexagenarios, comenzó el hombre de mundo por pedir agua templada con azúcar, alegando que le fatigaba hablar dos veces seguidas, desde que pronunció en el Senado un discurso de tres días en contra de los ferrocarriles y los telégrafos; pero, en realidad, lo que se propuso al pedir el agua, fue dar tiempo a que la guipuzcoana le explicase qué generalato y qué condado eran aquellos de que el buen señor no tenía anterior noticia, y que hacían mucho al caso, dado que iban a tratar de dinero.
¡Pueden imaginarse los lectores con cuánto gusto se explayaría la pobre mujer en tal materia a poco que le hurgó don Alvaro!... Refirió su expediente de pe a pa, sin olvidar aquello del derecho virtual, retrospectivo e implícito... a tener que comer, que le asistía, con sujeción al artículo 10 del Convenio de Vergara, y, cuando ya no le quedó más que decir y comenzó a abanicarse en señal de tregua, apoderóse de la palabra el Marqués de los Tomillares y habló en los términos siguientes:
(Pero bueno será que vaya también por separado su interesante relación, modelo de análisis expositivo que podrá figurar en la Sección Vigésima de sus obras: Cosas de mis parientes, amigos y servidores).
HISTORIA DEL CAPITAN
-Tiene usted, señora Condesa, la mala fortuna de albergar en su casa a uno de los hombres más enrevesados e incovenientes que Dios ha echado al mundo. No diré yo que me parezca enteramente un demonio, pero sí que se necesita ser de pasta de ángeles, o quererlo, como yo lo quiero, por ley natural y por lástima, para aguantar sus impertinencias, ferocidades y locuras. ¡Bástele a usted saber que las gentes disipadas y poco asustadizas con quienes se reúne en el Casino y en los cafés, le han puesto por mote el Capitán Veneno, al ver que siempre está hecho un basilisco y dispuesto a romperse la crisma con todo bicho viviente por un quítame allá esas pajas!, Urgeme, sin embargo, advertir a usted, para su tranquilidad personal y la de su familia, que es casto y hombre de honor y vergenza, no sólo incapaz de ofender el pudor de ninguna señora, sino excesivamente huraño y esquivo con el bello sexo. Digo más: en medio de su perpetua iracundia,
todavía no ha hecho verdadero daño a nadie, como no sea a sí propio, y por lo que a mí toca, ya habrá visto que me trata con el acatamiento y el cariño debidos a una especie de hermano mayor o segundo padre... Pero aun así y todo, repito que es imposible vivir a su lado, según lo demuestra el hecho elocuentísimo de que, hallándonos él soltero y yo viudo, y careciendo el uno y el otro de más parientes, arrimos o presuntos eventuales herederos, no habite en mi demasiado anchurosa casa, como habitaría el muy necio si lo desease; pues yo, por naturaleza y educación, soy muy sufrido, tolerante y complaciente con las personas que respetan mis gustos, hábitos, ideas, horas, sitios y aficiones. Esta misma blandura de mi carácter es a todas luces lo que nos hace incompatibles en la vida íntima, según han demostrado ya diferentes ensayos; pues a él le exasperan las formas suaves y corteses, las escenas tiernas y cariñosas, y todo lo que no sea r
udo, áspero, fuerte y belicoso. ¡Ya se ve! Crióse sin madre y hasta sin nodriza... (Su madre murió al darlo a luz, y su padre, por no lidiar con amas de leche, le buscó una cabra... por lo visto montés, que se encargase de amamantarlo). Se educó en colegios, como interno, desde el punto y hora que lo destetaron; pues su padre, mi pobre hermano Rodrigo, se suicidó al poco tiempo de enviudar. Apuntóle el bozo haciendo la guerra en América, entre salvajes, y de allí vino a tomar partido en nuestra discordia civil de los siete años. Ya sería General, si no hubiese reñido con todos sus superiores desde que le pusieron los cordones de cadete, y los pocos grados y empleos que ha obtenido hasta ahora le han costado prodigios de valor y no sé cuántas heridas; sin lo cual no habría sido propuesto para la recompensa por sus jefes, siempre enemistados con él a causa de las amargas verdades que acostumbraba a decirles. Ha estado en arresto dieciséis
veces, y cuatro en diferentes castillos; todas ellas por insubordinación. ¡Lo que nunca ha hecho ha sido pronunciarse! Desde que se acabó la guerra, se halla constantemente de reemplazo; pues, si bien he logrado, en mis épocas de favor político, proporcionarle tal o cual colocación en oficinas militares, regimientos, etcétera, a las veinticuatro horas ha vuelto a ser enviado a su casa. Dos ministros de la Guerra han sido desafiados por él; y no le han fusilado todavía por respeto a mi nombre y a su indisputable valor. Sin embargo de todos esos horrores, y en vista de que había jugado al tute, en el pícaro Casino del Príncipe, su escaso caudal con arreglo a su clase, ocurrióseme, hace siete años, la peregrina idea de nombrarle Contador de mi casa y hacienda, rápidamente desvinculadas por la muerte sucesiva de los tres últimos poseedores (mi padre y mis hermanos Alfonso y Enrique), y muy decaídas y arruinadas a consecuencia de estos mism
os frecuentes cambios de dueño. ¡La Providencia me inspiró sin duda alguna pensamiento tan atrevido! Desde aquel día mis asuntos entraron en orden de prosperidad; antiguos e infieles administradores perdieron su puesto o se convirtieron en santos, y al año siguiente se habían duplicado mis rentas, casi cuadruplicadas en la actualidad por el desarrollo que Jorge ha dado a la ganadería... ¡Puedo decir que hoy tengo los mejores carneros del Bajo Aragón, y todos están a la orden de usted! Para realizar tales prodigios, hale bastado a ese tronera con una visita que giró a caballo por todos mis estados (llevando en la mano el sable, a guisa de bastón), y con una hora que va cada día a las oficinas de mi casa. Devenga allí un sueldo de treinta mil reales; y no le doy más, porque todo lo que le sobra, después de comer y vestir, únicas necesidades que tiene (y ésas con sobriedad y modestia), lo pierde al tute el último de cada mes... De su paga
de reemplazo no hablemos, dado que siempre está afecta a las costas de alguna sumaria por desacato a la autoridad... En fin: a pesar de todo, yo lo amo y compadezco, como a un mal hiio... y, no habiendo logrado tenerlos buenos ni malos en mis tres nupcias, y debiendo ir a parar a él, por ministerio de ley, mi título nobiliario, pienso dejarle mi saneado caudal; cosa que el muy necio no se imagina, y que Dios me libre de que llegue a saber; pues, de saberlo, dimitiría su cargo de Contador, o trataría de arruinarme, para que nunca le juzgara interesado personalmente en mis aumentos. Creerá sin duda el desdichado, fundándose en apariencias y murmuraciones calumniosas, que pienso testar en favor de cierta sobrina de mi última consorte: y yo le dejo en su equivocación, por las razones antedichas!... ¡Figúrese usted, pues, su chasco el día que herede mis nueve milloncejos! ¡Y qué ruido meterá con ellos en el mundo! Tengo la seguridad de que,
a los tres meses, o es Presidente del Consejo de Ministros y Ministro de la Guerra, o lo ha pasado por las armas al General Narvaez! Mi mayor gusto hubiera sido casarlo, a ver si el matrimonio lo amansaba y domesticaba y yo le debía, lateralmente, más dilatadas esperanzas de sucesión para mi título de Marqués: pero ni Jorge puede enamorarse, ni lo confesaría aunque se enamorara, ni ninguna mujer podría vivir con semejante erizo. Tal es, imparcialmente retratado, nuestro famoso Capitán Veneno; por lo que suplico a usted tenga paciencia para aguantarlo algunas semanas, en la seguridad de que yo sabré agradecer todo lo que hagan ustedes por su salud y por su vida, como si lo hicieran por mí mismo.
El Marqués sacó y desdobló el pañuelo al terminar esta parte de su oración y se lo pasó por la frente, aunque no sudaba... Volvió en seguida a doblarlo simétricamente; se lo metió en el bolsillo posterior izquierdo de la levita; aparentó beber un sorbo de agua, y dijo así, cambiando de actitud y de tono:
LA VIDA DEL CABECILLA
-Hablemos ahora de pequeñeces, impropias hasta cierto punto de personas de nuestra posición, pero en que hay que entrar forzosamente. La fatalidad, señora Condesa, ha traído a esta casa e impide salir de ella en cuarenta o cincuenta días, a un extraño para ustedes, a un desconocido, a un don Jorge de Córdoba, de quien nunca habían oído hablar, y que tiene un pariente millonario. Usted no es rica, según acaba de contarme...
-¡Lo soy! -interrumpió valientemente la guipuzcoana.
-No lo es usted...; cosa que la honra mucho, puesto que su magnánimo esposo se arruinó defendiendo la más noble causa... ¡Yo, señora, soy también algo carlista!
-¡Aunque usted fuera el mismísimo don Carlos! ¡Hábleme de otro asunto, o demos por terminada esta conversación! ¡Pues no faltaba más, sino que yo aceptara el dinero ajeno para cumplir con mis deberes de cristiana!
-Pero, señora, usted no es médico ni boticario, ni...
-¡Mi bolsillo es todo para su primo de usted! Las muchas veces que mi esposo cayó herido defendiendo a don Carlos (menos la última, que, indudablemente en castigo de estar ya de acuerdo con el traidor Maroto, no halló quien lo auxiliara, y murió desangrado en medio de un bosque), fue socorrido por campesinos de Navarra y Aragón que no aceptaron reintegro ni regalo alguno... ¡Lo mismo haré yo con don Jorge de Córdoba, quiera o no quiera su millonaria familia!
-¡Sin embargo, Ccndesa, yo no puedo aceptar!... -observó el Marqués, entre complacido y enojado.
-¡Lo que no podrá usted nunca es privarme de la alta honra que el cielo me deparó ayer! Contábame mi difunto esposo, que, cuando un buque mercante o de guerra descubre en la soledad del mar y salva de la muerte a algún náufrago, se recibe a éste a bordo con honores reales, aunque sea el más humilde marinero. La tripulación sube a las vergas; extiéndese rica alfombra en la escala de estríbor, y la música y los tambores baten la Marcha Real Española... ¿Sabe usted por qué? ¡Porque en aquel náufrago ve la tripulación a un enviado de la Providencia! ¡Pues lo mismo haré yo con su primo de usted! Yo pondré a sus plantas toda mi pobreza por vía de alfombras, como pondría miles de millones si los tuviese!
-¡Generala! -exclamó el Marqués, llorando a lágrima viva- ¡Permítame besarle la mano!
-¡Y permite, querida mamá, que yo te abrace llena de orgullo! -añadió Angustias, que había oído toda la conversación desde la puerta de la sala.
Doña Teresa se echó también a llorar, al verse tan aplaudida y celebrada. Y como la gallega, reparando en que otros gemían, no desperdiciaba tampoco la ocasión de sollozar (sin saber por qué) armóse allí tal confusión de pucheros, suspiros y bendiciones, que más vale volver la hoja, no sea que los lectores salgan también llorando a moco tendido, y yo me quede sin público a quien seguir contando mi pobre historia.
LOS PRETENDIENTES DE ANGUSTIAS
-¡Jorge! -dijo el Marqués al Capitán Veneno, penetrando en la alcoba con aire de despedida-. ¡Ahí te dejo! La señora Generala no ha consentido en que corran a nuestro cargo ni tan siquiera el médico y la botica; de modo que vas a estar aquí como en casa de tu propia madre, si viviese. Nada te digo de la obligación en que te hallas de tratar a estas señoras con afabilidad y buenos sentimientos, de que no dudo, y de los ejemplos de urbanidad y cortesía que te tengo dados; pues es lo menos que puedes y debes hacer en obsequio de personas tan principales y caritativas. A la tarde volveré yo por aquí, si mi señora la Condesa me da permiso para ello, y haré que te traigan ropa blanca, las cosas más urgentes que tengas que firmar, y cigarrillos de papel. Dime si quieres algo más de tu casa o de la mía.
-¡Hombre! -respondió el Capitán-. Ya que eres tan bueno, tráeme un poco de algodón en rama y unos anteojos ahumados.
-¿Para qué?
-El algodón, para taparme las orejas y no oír palabras ociosas, y las gafas ahumadas, para que nadie lea en mis ojos las atrocidades que pienso.
-¡Vete al diantre! -respondió el Marqués, sin poder conservar la gravedad, como tampoco pudieron refrenar la risa doña Teresa ni Angustias.
Y, con esto, se despidió de ellas el potentado, dirigiéndoles las frases más cariñosas y expresivas, cual si llevara ya mucho de conocerlas y tratarlas.
-¡Excelente persona! -exclamó la viuda, mirando de reojo al Capitán.
-¡Muy buen señor! -dijo la gallega, guardándose una moneda de oro que el Marqués la había regalado.
-¡Un zascandil! -gruñó el herido, encarándose con la silenciosa Angustias-. ¡Así es como las señoras mujeres quisieran que fuesen todos los hombres! ¡Ah, traidor! ¡Seráfico! ¡Cumplimentero! ¡Marica! ¡Tertuliano de monjas! ¡No me moriré yo sin que me pague esta mala partida que me ha jugado hoy, al dejarme en poder de mis enemigos! ¡En cuanto me ponga bueno, me despediré de él y de su oficina, y pretenderé una plaza de comandante de presidios, para vivir entre gentes que no me irriten con alardes de honradez y sensibilidad! Oiga usted, señorita Angustias: ¿quiere usted decirme por qué se está riendo de mí? ¿Tengo yo alguna danza de monos en la cara?
-¡Hombre! ¡Me río pensando en lo muy feo que va usted a estar con los anteojos ahumados.
-¡Mejor que mejor! ¡Así se librará usted del peligro de enamorarse de mí! -respondió furiosamente el Capitán.
Angustias soltó la carcajada; doña Teresa se puso verde, y la gallega rompió a decir con la velocidad de diez palabras por segundo:
-¡Mi señorita no acostumbra a enamorarse de nadie! Desde que estoy acá ha dado calabazas a un boticario de la calle Mayor, que tiene coche; al abogado del pleito de la señora, que es millonario, aunque algo más viejo que usted, y a tres o cuatro paseantes del Buen Retiro...
-¡Cállate, Rosa! -dijo melancólicamente la madre. ¿No conoces que esas son... flores que nos echa el caballero Capitán? ¡Por fortuna ya me ha explicado su señor primo todo lo que importaba saber respecto del carácter de nuestro amabilísimo huésped! Me alegro, pues, de verle de tan buen humor; y ¡así esta pícara fatiga me permitiese a mí bromear también!
El Capitán se había quedado bastante mohíno, y como excogitando alguna disculpa o satisfacción que dar a madre e hija. Pero sólo se le ocurrió decir con voz y cara de niño enfurruñado que se aviene a razones:
-Angustias, cuando me duela menos esta condenada pierna, jugaremos al tute arrastrado... ¿Le parece a usted bien?
-Será para mí un señalado honor... -contestó la joven, dándole la medicina que le tocaba en aquel instante-. ¡Pero cuente usted desde ahora, señor Capitán Veneno, con que le acusaré a usted las cuarenta!
Don Jorge la miró con ojos estúpidos y sonrió dulcemente por la primera vez de su vida.
3 - HERIDAS EN EL ALMA
ESCARAMUZAS
Entre conversaciones y pendencias por este orden, pasaron quince o veinte días, y adelantó mucho la curación del Capitán. En la frente sólo le quedaba ya una breve cicatriz y el hueso de la pierna se iba consolidando.
-¡Este hombre tiene carne de perro! -solía decir el facultativo.
-¡Gracias por el favor, matasanos de Lucifer! -respondía el Capitán en son de afectuosa franqueza-. Cuando salga a la calle, he de llevarlo a usted a los toros y a las riñas de gallos; pues es usted todo un hombre!... ¡Cuidado si tiene hígados para remendar cuerpos rotos!
Doña Teresa y su huésped habían acabado también por tomarse mucho cariño, aunque siempre estaban peleándose. Negábale todos los días don Jorge que tuviese hechura la concesión de la viudedad, lo cual sacaba de sus casillas a la guipuzcoana; pero a renglón seguido la invitaba a sentarse en la alcoba, y le decía que, ya que no con los títulos de General ni de Conde, había oído citar varias veces en la guerra civil al cabecilla Barbastro como uno de los jefes carlistas más valientes y distinguidos y de sentimientos más humanos y caballerescos... Pero, cuando la veía triste y taciturna, por ccnsecuencia de sus cuidados y achaques, se guardaba de darle bromas sobre el expediente y la llamaba con toda naturalidad Generala y Condesa; cosa que la restablecía y alegraba en el acto; si ya no era que, como nacido en Aragón y para recordar a la pobre viuda sus amores con el difunto carlista, le tarareaba jotas de aquella tierra, que acababan de e
ntusiasmarla y por hacerla reír juntamente.
Estas amabilidades del Capitán Veneno y, sobre todo, el canto de la jota aragonesa, eran privilegio exclusivo en favor de la madre; pues tan luego como Angustias se acercaba a la alcoba cesaban completamente, y el enfermo ponía cara de turco. Dijérase que odiaba de muerte a la hermosa joven, tal vez por lo mismo que nunca lograba disputar con ella, ni verla incomodada, ni que tomase por lo serio las atrocidades que él le decía, ni sacarla de aquella serenidad un poco burlona que el cuitado calificaba de constante insulto.
Era de notar, sin embargo, que cuando alguna mañana tardaba Angustias en entrar a darle los buenos días, el pícaro don Jorge preguntaba cien veces, en su estilo de hombre tremendo:
-¿Y ésa? ¿Y doña Náuseas? ¿Y esa remolona? ¿No ha despertado aún su señoría? ¿Por qué ha permitido que se levante usted tan temprano, y no ha venido ella a traerme el chocolate? Dígame usted, señora Teresa: ¿está mala acaso la joven princesa de Santurce?
Todo esto si se dirigía a la madre, y, si era la gallega, decíale con mayor furia:
-¡Oye y entiende, monstruo de Mondoñedo! Dile a tu insoportable señorita que son las ocho y tengo hambre. ¡Que no es menester que venga tan peinada y reluciente como de costumbre! ¡Que de todos modos la detestaré con mis cinco sentidos! ¡Y, en fin, que si no viene pronto, hoy no habrá tute!
El tute era una comedia y hasta un drama diario. El Capitán lo jugaba mejor que Angustias; pero Angustias tenía más suerte, y los naipes acababan por salir volando hacia el techo o hacia la sala desde las manos de aquel niño cuarentón, que no podía aguantar la graciosísima calma con que le decía la joven:
-¿Ve usted, Capitán Veneno, como soy yo la única persona que ha nacido en el mundo para acusarle a usted las cuarenta?
SE PLANTEA LA CUESTION
Así las cosas, una mañana, sobre si debían abrirse o no los cristales de la reja de la alcoba, por hacer un magnífico día de primavera, mediaron entre don Jorge y su hermosa enemiga palabras tan graves como las siguientes:
EL CAPITAN.-¡Me vuelve loco el que no me lleve usted nunca la contraria, ni se incomode al oírme decir disparates! ¡Usted me desprecia! ¡Si fuera usted hombre, juro que habíamos de andar a cuchilladas!
ANGUSTIAS.-Pues si yo fuera hombre me reiría de todo ese geniazo, lo mismo que me río siendo mujer. Y sin embargo seríamos buenos amigos...
EL CAPITAN.-¡Amigos usted y yo! ¡Imposible! Usted tiene un don infernal de dominarme y exasperarme con su prudencia; yo no llegaría a ser nunca amigo de usted sino su esclavo; y, por no serlo, le propondría a usted que nos batiéramos a muerte. Todo esto... siendo usted hombre. Siendo mujer como es...
ANGUSTIAS.-¡Continúe! ¡No me escatime galanterías!
EL CAPITAN.-¡Si, señora! ¡Voy a hablarle con toda franqueza! Yo he tenido siempre aversión instintiva a las mujeres, enemigas naturales de la fuerza y de la dignidad del hombre, como lo acreditan Eva, Armida, aquella otra bribona que peló a Sansón, y muchas otras que cita mi primo. Pero si hay algo que me asuste más que una mujer, es una señora, y, sobre todo, una señora inocente y sensible, con ojos de paloma y labios de rosicler, con talle de serpiente del Paraíso y voz de sirena engañadora, con manecitas blancas como azucenas que oculten garras de tigre, y lágrimas de cocodrilo capaces de engañar y perder a todos los santos de la corte celestial... Así es que mi sistema constante se ha reducido a huir de ustedes. Porque, dígame: ¿qué armas tiene un hombre de mi hechura para tratar con una tirana de veinte abriles, cuya fuerza consiste en su propia debilidad? ¿Es decorosamente posible pegarle a una mujer? ¡De ningún modo! Pues, ento
nces, ¿qué camino le queda a uno, cuando conozca que tal o cual mocosilla, muy guapa y puesta en sus puntos, lo domina y gobierna, y lo lleva y lo trae como un zarandillo?
ANGUSTIAS.-¡Lo que yo hago cuando usted me dice estas atrocidades tan graciosas! ¡Agradecerlas... y sonreír! Porque ya habrá observado que yo no soy llorona...; razón por la cual en su retrato de las Angustias sobra aquello de las lágrimas de cocodrilo...
EL CAPITAN.-¿Está usted viendo? ¡Esa respuesta no la daría Lucifer! Sonreír... ¡Reírse de mí, es lo que hace usted continuamente! ¡Pues bien! Decía, cuando usted me ha clavado ese nuevo puñal, que de todas las damiselas que había temido encontrar en el mundo, la más terrible, la más odiosa para un hombre de mi temple... -perdóneme la franqueza-, ¡es usted! ¡Yo no recuerdo haber experimentado nunca la ira que siento cuando usted se sonríe al verme furioso! ¡Paréceme como que duda usted de mi valor, de la sinceridad de mis arrebatos, de la energía de mi carácter!
ANGUSTIAS.-Pues óigame usted a mí ahora, y crea que le hablo con entera verdad. Muchos hombres he conocido ya en el mundo; alguno que otro me ha solicitado; de ninguno me he prendado todavía... Pero si yo hubiera de enamorarme con el tiempo, sería de algun indio bravo por el estilo de usted. ¡Tiene usted un genio hecho de molde para el mío!
EL CAPITAN.-¡Vaya usted a los mismísimos diablos! ¡Generala! ¡Condesa! ¡Llame usted a su hija y dígale que no me queme la sangre! En fin; ¡mejor es que no juguemos al tute! Conozco que no puedo con usted... Llevo algunas noches de no dormir, pensando en nuestros altercados, en las cosas duras que me obliga usted a decirle, en las irritantes bromas que me contesta, y en lo imposible que es el que usted y yo vivamos en paz a pesar de lo muy agradecido que estoy... a la casa. ¡Ah! ¡Mas me hubiera valido que me dejase morir en la mitad de la calle!... ¡Es muy triste aborrecer, o no poder tratar como Dios manda, a la persona que nos ha salvado la vida, exponiendo la suya! ¡Afortunadamente, pronto me iré a mi cuartito de la calle de Tudescos, a la oficina de mi seráfico pariente y a mi casino de mi alma y cesará este martirio a que me ha condenado usted con su cara, su cuerpo y sus acciones de serafín, y con su frialdad, sus bromas y su son
risa de demonio! Pocos días nos quedan de vernos... Ya discurriré yo alguna manera de seguir tratando a solas a su madre de usted, ora sea en casa de mi primo, ora por cartas, ora citándonos para tal o cual iglesia... ¡Pero lo que es a usted, gloria mía, no volveré a acercarme hasta que sepa que se ha casado!... ¿Qué digo? ¡Entonces menos que nunca! En resumen... ¡déjeme usted en paz o écheme mañana solimán en el chocolate!
El día que don Jorge de Córdoba pronunció estas palabras, Angustias no se sonrió, sino que se puso grave y triste...
Reparó en ello el Capitán, diose prisa a taparse el rostro con el embozo de la cama, murmurando para si mismo: -¡Me he fastidiado con decir que no quiero jugar al tute! ¿Pero cómo volverme atrás? ¡Sería deshonrarme! ¡Nada! ¡Trague usted quina, señor Capitán Veneno! ¡Los hombres deben ser hombres!
Angustias, que había salido ya de la alcoba, no se enteró del arrepentimiento y tristeza que se revolcaban bajo las ropas de aquel lecho.