Pablo Mejía
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Quienes conocieron al abuelo lo definen como un personaje supremamente sencillo, poseedor del más fino humor y dedicado por completo a la familia y los amigos. A Gabriel, el mayor de los hijos, le faltó un pelo para ser reconocido como científico y su charla, además de amena e interesante, era una mezcla entre la lógica filosófica y la gracia innata de un hombre que para todo tenía una explicación y una salida magistral. Gracielita además de artista y mujer de belleza excepcional, fue una persona que decía las cosas sin rodeos y que siempre hacía reír a carcajadas a los demás. A mi tío Alberto lo recuerdo como a un hombre aplomado, talentoso, ecuánime y conciliador, pero con una chispa y una simpatía que lo hacían dueño de una benevolencia sin par. Quienes conocen a Eduardo saben que no exagero cuando digo que en él están reflejadas la rectitud, la inteligencia y la generosidad, acompañadas por una sensibilidad especial para disfrutar la vida y un reconocimiento por parte de sus allegados y amigos como “mamagallista profesional”. Misiá Lucy y doña Lety, mi madre, son un par de mujeres fantásticas que embrujan a cualquiera con su simpatía natural y sus ocurrencias geniales. A Guillermo, el menor, le tocó ser el serio de la prole debido a que era el médico y consejero de tan numerosa familia; claro que se tomaba dos aguardientes y se olvidaba de su condición, para dejar aflorar un humor agudo y malicioso. No creo pasar por pretencioso al hablar así de mi familia materna, ya que no estoy diciendo que hayan sido adinerados, sabios, perfectos o superdotados, sino que simplemente todos se han caracterizado por ser, como decimos coloquialmente, “buenas papas” y “muy platos”. Para la muestra un botón:
En los últimos años de su vida el abuelo Rafael padeció algunos quebrantos de salud, entre los que se cuenta una pérdida del conocimiento durante varios días por causa de un problema de azúcar en la sangre. Todos los parientes y amigos estaban consternados con su estado crítico y los médicos aseguraban que solo quedaba esperar a ver si el enfermo reaccionaba. Por aquella época no existían las unidades de cuidados intensivos y por lo tanto el estado de coma lo pasaban los pacientes en su cama, igual a como se trataba una gripa o un cólico miserere. Mi abuela no se apartaba del lado de su marido ni un solo instante esperando cualquier signo de vida y en compañía de la familia rezaba por su pronta recuperación. Por fin cierta mañana la resignada mujer sintió que Rafael le apretó un poco la mano, mientras empezaba a abrir lentamente los ojos. Preocupada porque le habían advertido sobre la posibilidad de que al recuperar el conocimiento perdiera completamente la memoria, le empezó a preguntar insistentemente si la reconocía, si sabía quién era ella. El viejo la miraba con ojos perdidos, mientras en su interior trataba de recordar el nombre de una educadora reconocida en la ciudad como una mujer excepcional, pero además por ser supremamente fea. Cuando estaba listo para dar su respuesta, esperó a que Graciela insistiera un poco más para hacerle saber con un movimiento de cabeza que la reconocía, y contestarle con voz cansada y gangosa:
-Cla... Cla... Claudina Múnera.
Mi tío Eduardo perdió uno de sus ojos en un accidente familiar cuando estaba joven. Cierta vez mientras armaban un paseo, pasatiempo favorito de la familia, Alberto insistía en que viajaran en avión porque el trayecto por vía terrestre era demasiado largo. Como Eduardo siempre ha preferido la carretera porque disfruta del fiambre, comprando artesanías, mecatiando de lo que vendan y tomándose unos aguardientes cuando no va manejando, trató de convencer a los demás viajeros para salirse con la suya, haciéndoles énfasis en que el paisaje que verían durante el viaje sería espectacular. Cuando Alberto se vio perdido, dedujo lo siguiente:
-Claro Eduardito, como usted ve un lado de la panorámica de ida y el otro de vuelta, con razón no le parece monótono el paseo...
Hace poco don Eduardo debió visitar a la dietista porque el sobrepeso le estaba causando problemas en la salud. La profesional comenzó preguntando sus hábitos alimenticios durante el día, si ingería licor y en qué cantidad, qué clase de comidas prefería y demás asuntos pertinentes para poder llegar a un diagnóstico preciso. Después de anotar todo en una libreta y sopesar la información, llegó a la conclusión de que el paciente estaba ingiriendo diariamente el doble de calorías permitidas, la mitad de las cuales estaban representadas en diferentes tipos de licor. Cuando le informó que definitivamente había que tomar cartas en el asunto y rebajar esa cifra a la mitad, el hombre le preguntó aterrado:
-Ay doctora, no me diga que voy a tener que dejar la comida...
Alguna vez la ciudadanía de Manizales se reunió en El Casino a rendirle un homenaje a mi abuelo y en medio de los discursos alguien propuso que a tan eminente escritor deberían levantarle un busto en un lugar público de la ciudad. Como Rafael era supremamente modesto, hizo la siguiente observación:
-Honor que me hacen con la propuesta del busto, pero les agradecería que mejor se lo “levantaran” a mi hija Gracielita, quien por estos días va para un reinado de belleza y tiene cierta desventaja en esa parte de su anatomía.