Gustavo Román Rodríguez, M.D.
Psiquiatra.
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No es frecuente en Colombia que los hombres dedicados a la política se ocupen de asuntos que tradicionalmente -quizás por razones de la cultura machista- se han dejado al análisis y arbitrio de la mujer. Tal es el caso de un tema de vital importancia para el adecuado funcionamiento de cualquier sociedad: la Familia. Por eso llama poderosamente la atención que Juan Manuel Santos, de excelente preparación en cuestiones económicas y de Estado, se ocupe con alguna vehemencia en sus disertaciones y escritos de tan fundamental organismo. En su columna del viernes 9 de Julio, y bajo el título de "¿Una Institución Hueca?", plantea la urgente necesidad de fortalecer la familia y de dar prioridad en la legislación a la protección de los niños; y menciona además la importancia de abolir la violencia y el poder autoritario que se ejercen ancestralmente sobre los hijos, permitiéndoles en cambio, el diálogo y negociando con ellos las reglas del juego.
Todas sus propuestas tienen plena validez y vigencia. Sin embargo la 'negociación' hay que tomarla con pinzas, para ajustarla a un adecuado término medio: "ni tanto que queme el santo, ni tan poco que no lo alumbre". No se puede reducir el impacto de los excesos de autoridad -especialmente paterna-, pero tampoco hay que exagerar su gravedad. En este terreno -guardando las proporciones- los abusos son quizás menos graves que las insuficiencias, porque los primeros, con todo y su exageración, conservan el sentido de la función. Un padre débil es más perjudicial que uno autoritario; más aún, si la 'debilidad' es generada por ausencia real o virtual de esa figura de autoridad. Con la última, hago referencia a que hay padres que abandonan su hogar en su propio seno: demasiadas actividades sociales como fiestas, cocteles, y aún el golf y la televisión -aparato éste incomunicador por excelencia-; el exceso de trabajo, recargadas actividades políticas o sindicales; el desinterés por la suerte de los hijos, hacen que los padres, a pesar de hacer presencia física en el hogar, están por entero ausentes en corazón y en espíritu.
Es además absolutamente necesario que la presencia del padre esté acompañada de mucho afecto y de una gran comprensión, fusionados con los principios de autoridad que el niño necesita. Son comunes los comportamientos paradójicos que denotan resentimiento del hijo contra un padre, al parecer excelente, pero en realidad demasiado débil: cuanto más multiplica las pruebas de afecto, o incluso las concesiones, para conseguir el afecto de su hijo, más se aleja éste y más se incomunica.
El autoritarismo o los abusos de autoridad
pueden ser igualmente perjudiciales para el niño: las amenazas y
las manifestaciones tiránicas, disimulan mal la falta de autoridad
real y generan el silencio del temor. Los excesos verbales de los padres
bloquean la captación del mensaje por parte del receptor-hijo, por
lo cual no tiene cabida el diálogo. Franz Kafka decía en
"Carta a su Padre":
"...en tu presencia me ponía
a tartamudear, se trastornaba mi dicción, me callaba finalmente,
primero por desafío, quizás más tarde, porque tu presencia
me incapacitaba para pensar, para hablar..."
La base de una educación positiva y dinámica depende de que se establezca una buena comunicación con el niño, las tensiones disminuirán y siempre será más fácil suavizarlas. La libre expresión entre padres e hijos, sin miedo y sin restricciones, tendrá por frutos niños más tranquilos, más equilibrados y menos agresivos; pero al niño se le debe dar seguridad con la exigencia en el cumplimiento de normas precisas y coherentes -horarios, labores domésticas, orden, comportamiento con los hermanos, estudio, comportamiento social- de acuerdo a sus posibilidades.
El diálogo, ese 'fluir' entre dos personas, requiere acuerdo y armonía en la emisión y recepción de los mensajes. Ambas partes deben estar preparadas para transmitir sus comunicados, pero también para recibir los del otro. Se debe hablar el mismo leguaje en un ambiente cordial, y en lo posible, ver de la misma manera la realidad de las cosas. Es la dificultad que se nos presenta con los hijos adolescentes: no hablamos el mismo idioma, no vemos en igual forma la realidad; además, ellos en la búsqueda de una propia identidad y de su independencia, no quieren escuchar nada de los adultos. Allí es donde debe funcionar una afectuosa y comprensiva, pero en todo caso operante, autoridad. El dejar los adolescentes a su albedrío (¿libre desarrollo de la personalidad?), es irresponsable y peligroso porque pueden tomar senderos equívocos -drogas, vagabundeo, pandillas-.
Autoridad y diálogo son pues complementarios y necesarios para el adecuado funcionamiento de la familia nuclear, pero también de esa gran familia social de las naciones. Si no, observemos la dificultad de dialogar con el vecino Presidente Chávez, ejemplo típico de autoritarismo, cuya grandilocuencia no le deja escuchar la voz de los demás; y la dificultad que tenemos para dar comienzo a los diálogos con la guerrilla, que obedece entre otros factores, a la debilidad crónica de la autoridad del Estado frente a la insurgencia, y a que el estruendoso estallido de las bombas de la guerra, no permite escuchar los delicados sonidos del lenguaje de la paz.