Pablo Mejía
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Tal vez las nuevas generaciones podrán conversar sobre el tema del sexo sin sentir bochorno, sin ataduras, misterios, tapujos ni malicia, porque nadie puede negar que para nuestros antepasados y para quienes pertenecemos a la generación de los años cincuenta, el tema en mención no deja de ser embarazoso. Y no utilizo esta palabra porque tenga que ver con el embarazo, que al final es el resultado de todo este cuento, sino porque crecimos en una sociedad que hizo del sexo un tabú. Por desgracia a nosotros nos tocó dizque enseñarle a nuestros hijos la importancia de la sexualidad, siendo que nunca nos mencionaron ni una palabra acerca del asunto en el hogar o en el colegio. Por allá en cuarto de bachillerato, cuando veíamos anatomía humana, el profesor buscaba la forma de dibujar en el tablero los aparatos reproductores femenino y masculino, de forma que no quedaran muy explícitos para que los muchachos no comenzaran a mamar gallo y a sacarle malicia a la cuestión. Solamente a una clase de cincuenta minutos se reducía la educación sexual de la época.
Pienso que nosotros somos maliciosos, picantes y morbosos al abordar este asunto, por la simple razón que nos tocó conocer la materia por medio de revistas pornográficas, películas de cine rojo y una que otra sesión de práctica en algún metedero de mala muerte. Por lo tanto nunca supimos cómo sostener una conversación al respecto y mucho menos mencionar el tema delante de personas mayores o frente a los niños. De puro milagro no adquirimos quien sabe cuantas aberraciones y desviaciones, ya que por ejemplo nuestro asesoramiento impreso no venía propiamente de revistas como la Play Boy, que presenta las fotografías con altura, elegancia y cierto arte, pero que debido a su alto costo era inalcanzable para nuestro reducido presupuesto, sino de ciertas publicaciones ordinarias y decididamente vulgares.
A partir de la revolución estudiantil de finales de los años sesenta, el sexo fue sacado del closet donde lo habían mantenido escondido y lentamente los jóvenes empezaron a practicar aquello del amor libre, lo cual correspondía simplemente a tener relaciones sexuales con una mujer que no fuera una prostituta. A diferencia de ahora que los niños pueden ver en la televisión una vieja empelota a cualquier hora, escenas de sexo, desfiles de moda en donde las modelos muestran “las repisas” sin ningún recato, afiches y folletos que promocionan sus productos con mujeres semi desnudas, publicidad abierta de condones y tampax, campañas de planificación familiar o contra el aborto, a nosotros la “papaya” de ver una vieja “viringa” se nos presentaba muy de vez en cuando. Recuerdo cuando una colonia de “jipis” se instaló en un terreno llamado “Pozo Redondo”, a orillas del río La Miel, y nosotros viajábamos varias horas desde una finca cercana a instalarnos tardes enteras en una platanera que había en la orilla opuesta, para “guindar” a unas mechudas teti caídas y de sobaco peludo, que bajo el rayo del sol dedicaban su tiempo a lavar calzones, cuidar muchachitos y hacer oficio como cualquier ama de casa, mientras los “manes” fumaban marihuana y disfrutaban de la naturaleza con la “mecha” al aire.
Un aspecto que no ha cambiado mucho en nuestra sociedad con el paso de los años, es el machismo en el sexo. Lógicamente que en ciertas regiones del país es más marcado, como en la costa atlántica donde algunos papás llevan a sus hijos varones a que cumplan los quince años a una casa de citas, para que de una vez “boten la cachucha”; de ahí en adelante el muchacho se vanagloria de sus conquistas amorosas delante de los mayores y compañeros, las cuales deben terminar indefectiblemente en la cama, o de lo contrario, no tienen ninguna gracia. En nuestro medio dicha costumbre no es común, aunque la mayoría de los jóvenes se enteran de las andanzas de sus padres cuando al visitar una casa de mala reputación, la dueña después de preguntarle el nombre y algunas referencias, se queda admirada del parecido del muchacho con el papá.
Está completamente comprobado que a los hombres les gusta practicar el acto sexual con mayor frecuencia que a las mujeres; claro que cuando aparece una fémina que se asemeja a los varones en dicho gusto, los desgraciados la tildan de ninfómana. La diferencia que existe entre los dos sexos con respecto a la necesidad de tener relaciones con determinada periodicidad, puede ser la causa para que al poco tiempo de contraer matrimonio, muchos hombres busquen la compañía de una querida, amante, concubina o moza que llaman. El problema radica en que el tipo a toda hora está entucando y le quiere hacer la siesta hasta a un tinto, mientras a la esposa se le disminuye el apetito sexual paulatinamente (algunos aseguran que en forma vertiginosa). Lógicamente al desairado marido le parece “la otra” la mujer ideal, porque siempre la encuentra dispuesta y amorosa. Claro, dirán ellas, como a la fulana no le toca aguantárselo renegando, chochando, poniendo pereque y quejándose por falta de plata; además pueden “ejercer” encima del poyo de la cocina, en la tina, en el sofá de la sala, caerse de la cama, rodar por las escalas y gritar lo que quieran, porque no hay dos o tres mocosos rondando por ahí.
Alguna vez oí de una señora que un domingo muy temprano aprovechó que el marido estaba durmiendo a pierna suelta, para sacar de la nevera un pepino cohombro y llevárselo para la cama. Acto seguido procedió a refregarle al tipo la helada hortaliza por todas partes, a acomodársela de diferentes formas y por último a empujársela con decidido empeño, hasta que el hombre se despertó aterrado y supremamente molesto. Cuando recriminó a la mujer y le preguntó a qué carajos se debía tan extraño comportamiento, la vieja le contestó:
- Eso es para que vea lo desesperante que es el julepe que coge usted cada que abre el ojo.