Jorge Echeverri González

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LA DANZA DE LOS SIMBOLOS
 
La historia de Colombia -¿o será la historia toda?- está signada como una maldición por la violencia. En los albores de nuestra independencia, cuando el ciudadano presidente Antonio Nariño, el 29 de abril de 1813 quiso realizar la fiesta de la libertad y crear un símbolo que concitara la armonía nacional alterada por las facciones de partidos opuestos, inclusive con las armas, invitó a los santafereños a sembrar el árbol de la libertad: un arrayán de cinco varas de alto.

No habían acabado de congratularse por haber participado en tan "memorable acto" de "haber levantado el signo de la transformación de Cundinamarca" cuando un crimen conmocionó el festejo: el mulato Tomás, apenas un niño, esclavo del norteamericano coronel de topógrafos Antonio Bailly, apuñaleó a su amo. ¿Por qué lo hizo? ¿No aguantó más la esclavitud? ¿Oyó decir que ya todos eran libres e iguales, que se había acabado la esclavitud y que se plantaba el árbol de la libertad? El terrible desenlace fue que ese mismo día, a las cinco de la tarde, el niño asesino era fusilado como castigo, que se quiso fuera simbólico, para que no se entendiera que el árbol recién plantado daba patente de corso a nombre de una aún no muy bien entendida libertad que apenas se estrenaba.

En "Los Árboles de la Libertad" (Hernández de Alba, Gonzalo. Bogotá: Planeta, 1989) se rastrea la influencia francesa en la actuación de los líderes criollos de una lejana provincia andina del norte de Sur América: el autor concentra su investigación en Santafé de Bogotá y la limita a los años comprendidos entre 1794 y 1813. Hernández de Alba va mostrando cómo "la revolución de la libertad afirmada en el derecho natural" va dando cuerpo a una nueva forma de ser social que, al principio, no es claro, pero que poco a poco va desarrollando conceptos como el de "libertad", "independencia", "cambio", "legitimidad" y "poder", conceptos todos relativos e históricos y por ende signados de la coyuntura en que se implantan.

El ensayo que comento tiene valor, no en la reconstrucción de los hechos, suficientemente conocidos en la historia de mi país, sino en el enfoque interpretativo que les da, presentándonos una visión de la historia más allá de la descripción, para centrarse en el análisis de la construcción de significados sociales.

¿Por qué los árboles de la libertad? ¿A qué alude el título? Construir imaginarios con influencia social que alteren la vida de las colectividades es una labor pedagógica ardua y lenta. En un momento histórico en que el dominio de la palabra escrita es escaso, aún en la culta Santafé de Bogotá influida de la Ilustración dominante en las metrópolis imperiales de ese cambio de siglo, y donde las comunicaciones son parsimoniosas, con un transcurrir lento, extraño para nosotros, contemporáneos del vértigo del cambio creciente, acelerado y total, exigía la instauración de símbolos que desde lo concreto -por ejemplo el árbol recién sembrado- propiciaran otras realidades abstractas: la libertad y la igualdad, los derechos del hombre y del ciudadano, en un mundo donde son inimaginables. Los principios filosóficos no llegan hechos y maduros sino que crecen poco a poco, si se les riega diario el agua de la práctica cotidiana en la cual se construyen en el imaginario del pueblo, pues es bastante arduo que lleguen a traducirse en conciencia actuante.

Así lo comprenden Antonio Nariño y los afrancesados próceres locales que importan palabras, imágenes y símbolos de la metrópolis de moda por la Revolución triunfante. El gorro frigio, por ejemplo, como uno de los más conocidos por la imaginería y que todavía adorna nuestro escudo nacional. El árbol de la libertad es de esta categoría. Se quiere así reemplazar el fuerte imaginario religioso que ha primado en la cultura de occidente. Estamos en el imperio de la razón ilustrada: la búsqueda de esa mayoría de edad que pide Kant al hombre que controla la sociedad y la naturaleza desde sí mismo y no por fuerzas míticas.

Se necesita terminar una sociedad para construir otra. El camino adoptado es el de desarrollar una campaña educativa que arraigue los nuevos imaginarios. Los símbolos juegan un papel importante, y así lo comprende Antonio Nariño: "un símbolo fácilmente comprensible, de profunda raigambre intelectual y ramas que se extiendan sobre lo mejor del pasado, cubran el presente y abonen el futuro. Un símbolo que lograra sintetizar comprensiblemente las recientes luchas europeas y las nuevas esperanzas americanas" (cita el autor, p. 125). "Lo natural-real y lo simbólico-natural se confunden con la bondad, la moralidad y la nueva sociedad..."

El primer árbol se planta en la villa de Honda, puerto ribereño del Río Magdalena camino de la capital a la costa Atlántica, el 19 de abril de 1813. El 29 de abril se siembra un arrayán en Santafé de Bogotá. No duró mucho pues una noche del siguiente julio un desconocido lo corta y huye en las sombras. Hubo que renovarlo y esta vez se hace con un olivo, el cual sigue igual suerte pues pronto es arrancado por "insidiosos enemigos de la libertad". El que se le corte o arranque no perjudica al símbolo, antes bien lo afianza, porque al hacerlo están reconociendo su carácter simbólico, representativo del orden nuevo. Destruir el árbol significa atacar lo nuevo que está construyéndose en la sociedad. El símbolo empieza a tener sentido de lucha, empieza a significar.

El análisis de los símbolos es uno de los aspectos interesantes del ensayo de Hernández de Alba, al cual le dedica el capítulo V: "La danza de los símbolos". "El juego propio de los símbolos es altamente unificador, es cierto, pero también es discriminador" (p. 151). Polariza a la comunidad entre un sector que los acepta, acata y se identifica con ellos y otro que los rechaza porque no comparten los imaginarios a los que se asocian. Por lo mismo, para ambos polos empiezan a funcionar los símbolos. "De todas formas, lo que se pide al símbolo y a los sistemas simbólicos no es otra cosa que el permitir con facilidad el reconocimiento de su contenido expresivo, lo que se hace tanto más fácil, cuando los miembros de la sociedad han llegado a ponerse de acuerdo en torno de su posible significación" (p. 153).

Este ensayo de Hernández de Alba me lleva a pensar si en el actual momento, doscientos años después, en un nuevo cambio de siglo, crucial como lo fue ese momento en el desarrollo de nuestra sociedad , si en este momento estamos huérfanos de imaginarios simbólicos que unifiquen de nuevo nuestra conciencia nacional y social. ¿Qué nos identifica actualmente como grupo social? ¿Con qué valores actuamos, construimos la sociedad colombiana sumida en el desconcierto posterior a la constitución de 1991que pretendió establecer un nuevo contrato social sin lograrlo? ¿O sólo hay dispersión y desencanto? ¿Podemos construir modelos culturales alternativos que redefinan nuestras relaciones sociales y nuestro actuar en el mundo? He aquí un inmenso campo abonado para los investigadores de la cultura.

En ese entonces, como ahora, aunque desde otra perspectiva, "se estaba inventando la República, se estaba creando la libertad y se aspiraba a la igualdad y la fraternidad". Hoy, el optimismo heredado de la ilustración francesa, que confiaba en los valores naturales y universales del hombre, se ha agotado. El uso de la razón ilustrada no evitó ni evita el irrespeto a la vida, a la tranquilidad, y la masacre, el enriquecimiento fácil y la falta de respeto hacia el otro, la insolidaridad expandida por todo el cuerpo social, imperan como una razón individual esquizofrénica, por fuera del control del Estado que ha perdido legitimidad. Es necesario, entonces, que se abran nuevas vías a la interpretación de lo que es el hombre y cómo debe ser su comportamiento social, es necesario que se planteen de nuevo los problemas desde la filosofía, la política y la sociología.

Una de esas vías, nada despreciable, es el componente del poder. Desde la Revolución Francesa, nos hemos acostumbrado y hemos instaurado como dogma el Estado llamado "democrático", como única posibilidad, como única alternativa política, a nombre del cual incluso se declaran guerras y el imperio vigente se convierte en policía internacional, practicando incluso el bárbaro precepto de "ojo por ojo, diente por diente", que a veces se traduce en toda la dentadura por un solo diente. Estado supuestamente democrático basado en la separación de los tres poderes y que supone como cimiento los conceptos filosóficos de libertad para todos, igualdad ante la ley y fraternidad universal. Que firma y acoge los enunciados de los derechos humanos. Pero 200 años no han sido suficientes para convencernos en la cotidianidad de la verdad y la bondad del modelo.

De hecho los poderes con frecuencia son más de tres, si se considera por ejemplo el poder de la información, de la manipulación de la opinión pública, la influencia de los poderes económicos representados en gremios o grupos económicos legales e ilegales que mueven el poder de la economía, los sindicatos privilegiados alejados de la masa popular, estamentos todos ellos que en la práctica cogobiernan o condicionan el ejercicio del poder político. También se establecen maridajes que desdibujan la separación de poderes. Los mismos personajes pasan del legislativo al ejecutivo y viceversa sin solución de continuidad. El poder judicial amarra al legislativo y no deja avanzar tímidas reformas constitucionales. Se imponen golpes de opinión propiciados por el mismo ejecutivo para cambiar el Estado. En asuntos de menor monto a cada momento se invaden terrenos de unos poderes por otros, por ejemplo, legislando a la medida de los intereses individuales para escamotear la acción independiente de los jueces. Se cambia la legislación por prevendas burocráticas. El poder electoral apenas se ejerce entorpecido por prácticas nocivas como el clientelismo. En todo este panorama, el poder de la intelectualidad se destaca por su ausencia. Habiendo abandonado las ideologías, los partidos desfigurados imponen un pragmatismo rayano en maquiavelismo. No hay razones de estado sino intereses personales o de grupos.

En este panorama estamos en mora de repensar y replantear las formas de gobierno y de Estado. El pueblo nunca ha tenido poder real. ¿Para qué mantenemos las farsas de las representaciones populares que sólo se representan a sí mismas?. La historia debe servir para repensarnos y reconstruirnos. El ensayo de Gonzalo Hernández de Alba que comento puede darnos la oportunidad para revisar el esquema optimista que heredamos de la Revolución Francesa y que muestra síntomas de agotamiento. ¿Nos podremos inventar otro o tendremos, otra vez, qué importarlo?

 

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