Jorge Echeverri González
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Desastres
naturales: ¿destino o producto humano ?
La experiencia de los desastres recientes y antiguos que hemos vivido debe
llevarnos a encontrar los mecanismos para lograr que afecten lo menos posible
a las poblaciones. No podemos llegar a soluciones simplistas o reduccionistas
del estilo: es la voluntad de Dios, o: la naturaleza es ciega. Cuando un
fenómeno natural vulnera poblaciones produciendo desastres, normalmente
es porque esas poblaciones no han tomado las medidas necesarias para mitigar
sus rigores. Las comunidades deben organizarse para analizar sus condiciones
de vulnerabilidad y hacer planes para controlarla. Debemos cambiar la mentalidad
de resignación hacia la inevitabilidad de ciertos fenómenos
naturales y sus consecuencias, como producto de fuerzas incrontroladas,
por otra que permita crear condiciones sociales favorables en las cuales
la actividad humana enfrente y controle los retos que le presenta la naturaleza.
La naturaleza no se debe mirar como enemiga. La relación del hombre
con el mundo debe darse para que se pueda vivir en armonía social
y con la naturaleza, superando los factores adversos que se le presenten
y mejorando los favorables. En esta relación armónica debe
aprenderse a controlar los fenómenos naturales, con los cuales tienen
que convivir los conglomerados humanos. Las amargas lecciones deparadas
por tragedias deben servirnos para aprender la lección, que además
debemos transmitir a las generaciones futuras, de modo que no se vean golpeadas
tan duramente como por ejemplo lo fue la región del eje cafetero
de Colombia en el terremoto del 25 de enero de 1999.
Los riesgos y la vulnerabilidad no son solo frente a los desastres naturales.
Una de las fuentes más frecuentes de desastres son las mismas acciones
humanas, si no se toman las precauciones adecuadas: deslizamientos por
desagües no controlados, carreteras sin el diseño ni infraestructura
suficiente, asentamientos humanos en sitios no aptos o con materiales vulnerables.
Costumbres peligrosas como mantener fuegos encendidos en sitios cerrados
o almacenamientos, instalaciones eléctricas e hidráulicas
antitécnicas. En estos casos los desastres son evitables y cuando
se presentan no son más que fruto de la imprevisión humana.
Sin embargo no aprendemos. En el Colombia es habitual la presencia de desastres
por deslizamientos e inundaciones. En la región sufrimos trece años
antes (13 de noviembre de 1985) las consecuencias de avalanchas producidas
por la erupción del Volcán Nevado del Ruiz que arrasó
a la población de Armero y otras regiones aledañas. Fuimos
testigos de las movilizaciones y campañas posteriores a tal desastre.
Se analizaron los errores cometidos y se supuso que daños de tal
magnitud no podrían volvernos a ocurrir. Pero la tragedia de Armenia,
Pereira y pueblos vecinos fue peor, porque si en Armero murieron más
de 20.000 personas (nunca se pudo tener el dato oficial), quedaron pocos
damnificados. En esta otra tragedia los muertos fueron menos pero los damnificados
inmensamente más numerosos: cerca de 200 000 personas directamente
más los afectados indirectos. De poco sirvió saber que estamos
en una zona de alto riesgo sísmico. De poco sirvió la presencia
de comités de emergencia que deben tener por ley todos los municipios
y departamentos. Los planes de emergencia se quedaron cortos. La oficina
gubernamental de la nación para la prevención y atención
de desastres se encontró sumida en su marasmo burocrático.
Los gobernantes locales fueron desbordados y se perdieron inicialmente
en sus rivalidades políticas. Por eso tocó de nuevo recurrir
a soluciones coyunturales.
La alternativa es lo que podemos llamar la Cultura de la Prevención,
que podemos resumir como la construcción de un sistema social mínimo
que mitigue al máximo los efectos de los fenómenos naturales
de modo que no se conviertan en desastres. Debe trascender así las
acciones coyunturales. Organización comunitaria que permita una
acción duradera y permanente en el manejo de situaciones de emergencia.
Implica una labor sostenida de muchos años en la que debe participar
la sociedad entera, pero donde el Estado tiene papel protagónico.
Con acciones aisladas es imposible abocar el problema. La prevención
se torna así, a largo plazo, más importante que la operación
en el desastre mismo.
La Cultura de la Prevención implica labor intensa y sostenida que
incluya análisis de las experiencias pasadas y establecimiento de
planes permanentes., trabajo interinstitucional y dedicación de
recursos. Presencia del Estado y organización comunitaria. De otra
manera estaremos sólo "apagando incendios" cuando la labor principal
es evitarlos. El doloroso análisis después del desastre por
el terremoto del 25 de enero de 1999 en el eje cafetero de Caldas es que
no hemos aprendido de las experiencias pasadas, por lo que continuaremos
expuestos a los desastres como si fueran condición inevitable.
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