COLUMNA DE ARENA 9.

Bestiario personal.

Se han propuesto numerosas motivaciones para el Coleccionismo, las cuales podrían resumirse en tres: la voluntad de preservar los vestigios del pasado (que incluye el Arte), la obsesión por poseer (que contempla también la dimensión económica de los objetos y su valor como símbolos de estatus), y la obsesión con la idea misma de Colección (por encima de los objetos que la conforman). Las colecciones personales, que casi todos tenemos o hemos tenido (hay una etapa en la niñez en la que el coleccionar se vuelve una actividad casi obligada), responden usualmente a la última motivación. Pero estas colecciones infantiles son dignas de un análisis mas profundo, pues el niño es más veraz a sus pulsiones que el adulto calculador.

Toda colección es la expresión tangible del deseo de asir el mundo a través de sus fragmentos, y esta voluntad se expresa de variadas maneras. Las colecciones "serias" de los museos y ciertas galerías se basan en una serie de criterios firmemente anclados en la norma, pero no hay que olvidar que las categorías que logran el consenso social distan de ser objetivas o verdaderas: el caso de Linneo -el enciclopedista por excelencia- es bien conocido: se dio a la imposible tarea de clasificar racionalmente todo ser vivo, y las cosas marcharon bien por un tiempo. Sin embargo, al verse confrontado con el ornitorrinco y al no poder incluirlo en las categorías que ya había establecido para catalogar las especies animales, se vio obligado a crear una nueva… los Varia.

Desde los búhos de la más absurda factura que invaden con proliferación de metástasis los hogares todas las clases sociales, hasta la expresión tardo-púber de las colecciones de soldaditos de plomo o modelos de carros, parece que al recolector que todos llevamos dentro, herencia atávica de nuestra primigenia inclusión en lo Cultural, lo termina por dominar el taxonomista implícito en el acto de nombrar que nos llega con la aprehensión del lenguaje. "Nombrar es pensar en grupos", afirma Rafael Moneo en Sobre la Tipología , subrayando el rol clasificatorio implícito en el lenguaje. Una colección es una metáfora de nuestras pulsiones más básicas: el cazador que busca el nuevo ítem, el recolector que lo atesora y organiza. De niño tuve las colecciones de rigor, (estampillas, monedas, conchas marinas, el Album Jet) y otras menos previsibles, como balineras usadas de camión, o latas de cerveza; todas las boté a la basura el día en que alguien me puso dos cosas en evidencia: una, que la aspiración de totalidad que tiene toda colección lleva implícita su incompletitud, con lo cual se evidencia la futilidad de toda pretensión de ser comprehensivos, o que esto solo se logra especializando a tal nivel el objeto de estudio que se pierde la visión amplia del campo (en buen castellano, "nunca tendrás todas las estampillas hechas en Colombia, pues se producen en un volumen tal que sobrepasarían siempre tu capacidad de reacción, o bien colecciona solo las emitidas en el Amazonas, que no sean con temas selváticos, y que tengan forma triangular"); la otra, que la ansiedad de poseer todo objeto que se pudiera incluir en el parámetro tipológico (laxo) que había establecido, me había hecho perder el placer del objeto en cuestión: el objeto ya solo era visto en tanto que Colección.

Para Escenas de Caza, exposición de colecciones privadas en Espacio Vacío, propongo un museo que me pertenece, que existe -como toda colección- en las leyes taxonómicas que le sirven de referencia, y en una intersección entre lo público y lo privado. Esta colección es un museo de lo bizarro. Pero no en el sentido Madame Tussaudiano, ni en el de un cierto museo del absurdo que me contaron existe en Cali (con "joyas" como los brazos de la Venus de Milo, etc.); este bestiario existe como mirada transversal a los museos de Bogotá y sus alrededores. Lo que propongo es una visita a las colecciones de algunos museos o a ciertos espacios, en los cuales hay objetos o imágenes que me han causado intriga desde niño y que han quedado en un inventario personal que se ha acrecentado con los años.

Los objetos que conforman mi colección son:

1. Las momias de San Bernardo. La figura de la momia siempre ha despertado asociaciones terroríficas, pero usualmente se refiere a un cuerpo al cual el embalsamamiento voluntario, con la pretensión de pasar a la posteridad (y con la intención -¿quien sabe?- de conservar el cuerpo para cuando las condiciones permitan un retorno), ha preservado a través de los milenios. Si embargo, hace algunos años, los residentes del pueblo de San Bernardo, situado al sur del departamento de Cundinamarca por la salida hacia Arbeláez, fueron sorprendidos por la noticia de que el cuerpo exhumado de alguien que había muerto hacía poco tiempo no se había descompuesto, por la acción tal vez de un medio ambiente mineral que cumplía las funciones de embalsamador natural y espontáneo. Pero el asunto tomó un carácter colectivo cuando se constató que una gran cantidad de los cadáveres recientes había sufrido la misma suerte. Actualmente los han agrupado en un sótano del cementerio, donde el turista ávido de exotismo puede visitar la aterradora cripta repleta de momias, las cuales -no obstante ser, por ejemplo, la prima del carnicero del pueblo, el hermano del boticario, la madre del señor de la esquina- han sido dotadas de un aura intemporal: han logrado trascender la muerte al lograr evitar (por lo menos en él Mas Allá), la corrupción de la carne. La vieja aspiración de trascender en el tiempo, propia de los reyes egipcios está siendo llevada a cabo -de oficio- por la tierra misma. Polvo eres, pero la tierra no permitirá que te conviertas en polvo. La expresión coloquial que se aplica a los burócratas bogotanos, "te vas a convertir en pieza de museo" tiene el valor de una profecía en el otrora pueblo tranquilo de San Bernardo.

2. La piedra lunar del Planetario. Hay dos piedras regaladas al país por el gobierno norteamericano: una le fue entregada a un presidente colombiano, quien no tuvo inconveniente en llevársela para su residencia privada, lo cual la convirtió en "piedra de toque" de un escándalo político pues a la opinión pública literalmente le "sacaron la piedra". La otra reposaba hasta hace algunos años en el Planetario Distrital, en una urna de vidrio, y no he podido averiguar acerca de su paradero actual. En el momento álgido de la Guerra Fría, la carrera espacial cobró un inusitado valor simbólico. Rusia había logrado no solamente situar el primer objeto en el espacio (el famoso Sputnik, que en ruso significa "compañero de viaje"), sino que había agregado a la humillación al colocar a la perrita Laika a dar vueltas en torno al planeta. Por lo anterior, la llegada a la Luna por parte de los Estados Unidos significó un logro simbólico de enormes proporciones. En una operación inversa al saqueo de los países conquistados (Egipto, Grecia) por parte de las potencias imperiales europeas del siglo 19, las cuales saquearon el patrimonio para colocarlo en los Museos como testimonio de expoliación, los Estados Unidos, triunfantes, en vez de saquear se dedicaron a repartir por todo el mundo fragmentos de su última conquista: la Luna. Esta estrategia de diseminación tiene una componente de dominación ideológica inversa a la europea, pero igualmente efectiva: nosotros, satélites del Gran Hermano, ya sabemos a quien le pertenece el satélite otrora patrimonio del planeta entero.

3. El cáliz fundador. En la Bóveda de las Custodias de la Biblioteca Luis Ángel Arango, entre la profusión de ornamentos litúrgicos de oro, plata y piedras preciosas, resaltan dos objetos de humilde presencia: son el cáliz y la vinajera de plomo con los cuales, nos dice la ficha técnica, se celebró la primera misa en Santa Fe de Bogotá en 1538. Sin embargo, queda una duda en el espíritu. ¿Cómo saber si es cierto?¿ Pero, finalmente, ¿porqué no? La leyenda dice que los conquistadores, ante la ausencia de los elementos adecuados, se vieron obligados a fundir las balas de los cañones en plomo para hacer el cáliz y la vinajera para la misa con que se bendijo la ciudad recién fundada. En este caso, la contingencia parece ser apropiada para uno de los actos fundadores de nuestra nacionalidad, pues se bendijo esta tierra de infieles con la materia misma que sería instrumento de su destrucción a sangre y fuego. El cáliz con la sangre de Cristo, el fuego de los cañones: el fuego que transmuta la materia también le da forma. De esta manera podemos decir sin temor a equivocarnos que la celebración de la primera misa en Santa Fe fue un verdadero acto fundidor. (Calle 11 # 4-14).

4. La Ventana de Bolívar. Frente al Teatro Colón de Bogotá está una ventana con la siguiente inscripción en latín: SISTE PARUMPER SPECTATOR GRADUM / SI VACAS MIRATORUS VIAM SALUTIS / QUA SESE LIBERAVIT / PATER SALVATORE PATRIAE / SIMON BOLIVAR / IN NEFANDA NOCTE SEPTEMBRINA , que en buen cristiano significa algo así como "por esta ventana escapó el Libertador Simón Bolívar cuando lo iban a matar". Esta imagen me vino a la mente la noche del incendio del Palacio de Justicia, el 7 de Noviembre de 1985. Un edificio que había ganado un concurso arquitectónico nacional en los años setenta, un momento en el cual -si bien la modernidad entraba en crisis- la validación de la referencia histórica que supuso el Posmodernismo de la década posterior aún no había hecho su aparición. Este pastiche en el que se mezclaban piedra aserrada y vidrio negro (digna de la mejor arquitectura mafiosa de finales de los ochenta), fue responsable sin duda de incontables muertas durante la conflagración, pues la norma mas evidente de la seguridad, dictada por el sentido común, no consiste que nadie pueda entrar a un recinto: es poder salir de él en caso de peligro inminente. (Calle 10, Cra 6a..).

5. Un Jeff Wall de restaurante. La obra fotográfica de este artista canadiense escenifica lo cotidiano, en complejas mise en scéne en donde está implícita una narrativa autorreferencial, a menudo críptica, y una voluntad de crítica social que escapa a las definiciones ortodoxas del "arte comprometido". Wall, en referencia a su obra, dice: "El arte antiguo imaginaba una sociedad buena, pero estaba también abierta al concepto de lo deforme. Esto es, era capaz de reconocer que ella no era la sociedad que ella misma podía imaginar. Ahora vivimos en un momento en el cual ya hemos imaginado, inclusive en gran y excesivo detalle, mejores formas de vida que aquella en la que realmente vivimos. Como resultado, nos sentimos a menudo humillados cuando observamos sobriamente la forma en que de hecho vivimos". La inclusión de la obra de Jeff Wall en un local elegante de la zona del parque de la 93 no deja de ser irónica, pues la imagen de la fotografía -un oscuro pabellón de suburbia- deconstruye la solemnidad de la construcción social que supone el restaurante, que se llama, muy museológicamente, "Bilbao", ciudad a la cual el Guggenheim acaba de exportar su franquicia.

6. El avión precolombino. Una de las lecturas obligadas de juventud fue el famoso Triángulo de las Bermudas de Charles Berlitz. En esa época que popularizó personajes como Uri Geller (el israelita que doblaba cucharas por televisión) y joyas literarias como Yo visité Ganímedes, el libro de Berlitz, amparado en una jerga pseudo-científica y aportando un cúmulo de ejemplos convincentes, se dotaba de un aura de plausibilidad difícil de ignorar. Uno de los objetos que según el autor testimoniaban de manera más fehaciente la presencia de extraterrestres a través de toda la historia de la humanidad era una pieza de orfebrería del Museo del Oro en la cual se representa un avión con alas delta. En el Museo, los arqueólogos ven en esta pieza un sincretismo entre los animales de varios mundos simbólicos. A las categorías morfológicas usuales antropomorfo, zoomorfo y fitomorfo -y sus combinaciones- habría que agregar otra: avionomorfo. La pieza, connotada por razones otras al rigor arqueológico, puede verse aún en la bóveda del tercer piso del Museo del Oro, no muy lejos del famoso Poporo Quimbaya. (Calle 16 # 5-41 ).

7. El becerro bicéfalo del Museo de La Salle. Cuando supimos que mi esposa estaba embarazada, la pregunta obligada de los amigos fue: ¿quieres que sea niño, o niña? La respuesta que me vino de manera automática a los labios fue: "cualquier cosa menos gemelos". Mas adelante hice una introspección para intentar evidenciar la razón de tan vehemente respuesta, y recordé que durante la visita obligada del grupo de colegio al Museo de Historia Natural de Bogotá había visto un aterrador becerro de dos cabezas, que a su vez me trajo a cuento una historia que había leído sobre los famosos Chang y Eng, hermanos que nacieron en el reino de Siam unidos por el costado (de allí el término genérico de siameses para todos los seres dobles). Estos hermanos se casaron (con dos hermanas), tuvieron varios hijos (lo que despierta una curiosidad morbosa sobre la naturaleza e inventiva de su(s) vida(s) sexual(es) y tuvieron una larga vida (los cuatro); pero lo aterrador de la historia es que, ya viejos, uno de los dos murió. A pesar de que la unión por el costado no comprometía ningún órgano vital (hoy en día la medicina los hubiera separado con una operación relativamente sencilla), el otro murió, de terror, al día siguiente. Esta historia de niñez, desatada en la memoria por la visión del becerro bicéfalo, volvió a la superficie de lo consciente al verme confrontado a la posibilidad de tener un hijo (no sobra acotar que finalmente tuvimos mellizas, eso sí, separadas). Una pregunta sobre el Becerro: al llegar a un cruce de caminos, ¿cómo hacía para decidirse cual tomar?. El becerro (y otras anomalías genéticas) pueden ser vistos en el Museo de la Salle (Cra 2 # 10-70). 8. El leopardo asesino. En la colección de escritos que finalmente es esta Columna, transcribo parte de un texto que escribí hace poco: En la segunda sala de la Colección Permanente de Arte de la Biblioteca Luis Ángel Arango, la vista se detiene inevitablemente en un cuadro extraño, situado en el remate visual del eje del acceso. Se trata de "La muerte de Sucre" de Pedro José Figueroa, un óleo sobre lienzo de fuerte presencia, firmado al dorso y fechado en 1835. Su iconografía es extraña: en un primer plano resaltan una mula de rasgos caricaturescos (de caballo de carrusel), y un hombre yacente con un agujero de bala nítidamente dibujado en su frente. En segundo plano encontramos el escenario del histórico magnicidio, el bosque de Berruecos. A la izquierda, emboscados, los autores materiales del crimen. A la derecha, único testigo, su mozo acompañante que observa impotente el hecho. Cuando la vista cree haber abarcado este cuadro fácilmente clasificable en la estética de lo ingenuo, se tropieza con un detalle curioso: en el centro de la composición, en un tercer plano, se halla la figura enigmática, también cercana a la caricatura, de un leopardo de mirada perpleja que parece jugar con una especie de corona de flores, representadas como girando en el aire según una convención propia de la historieta que significa el "ver estrellas". El tono general de la pintura, vista con la distancia de los años y con la ventaja histórica del conocimiento de la historia del arte, es decididamente naif y más específicamente Rousseau, a pesar de que fue pintada 13 años antes del nacimiento del célebre pintor francés.

La interpretación de la presencia de esta figura en el cuadro de Figueroa nos la da la pintora Beatriz González: "la inclusión de la alegoría al colocar al sospechoso principal del crimen como leopardo -José María Obando, llamado "El tigre de Berruecos"-, cambia el carácter de la obra pasando de la glorificación del héroe a la denuncia". Este cuadro, manifestación temprana de Realismo Mágico y de Arte Comprometido en la cultura visual colombiana, puede ser visto en la Casa de Exposiciones de la Biblioteca Luis Ángel Arango. (Calle 11 # 4-41).

9. El revólver de Pablo Escobar. Hecho en oro, hoy reposa, según cuentan, en las bóvedas de seguridad del Banco de la República. Aparte de la piedra lunar, es el único objeto de este museo personal que no está a la vista del público. La interpretación tradicional de la bandera de Colombia asigna un valor alegórico a los colores: amarillo, oro, nuestras riquezas; azul, los dos mares "que bañan nuestras costas" (las cuales, dicho sea de paso, son una riqueza que no explotamos para nada); rojo, la sangre derramada en nuestros conflictos de independencia. Aunque una conocida senadora-bruja, típica de nuestro bestiario tropical propuso una definición tal vez más certera (amarillo, la riqueza del país; Azul y Rojo, los que se la reparten), queda claro que oro y sangre son constantes de nuestra definición como nación, desde nuestro museo más emblemático (el Museo del Oro), hasta nuestra realidad más inocultable (treinta mil muertes violentas al año). El revólver en oro de Pablo Escobar, símbolo de la época más sangrienta de nuestra historia reciente, tiene mas valor como emblema de nuestro imaginario colectivo que toda la Galería de retratos de gobernantes del Museo Nacional, y debería estar, por derecho propio, en el guión museológico que cuenta nuestra compleja historia nacional.

En Colección de Arena (Alianza, 1987), reseñando de una exposición de colecciones raras presentada en París en 1980, Italo Calvino afirma que "la fascinación de una colección reside en lo que revela y en lo que oculta del impulso secreto que la ha motivado". Giuseppe Panza di Biumo, célebre coleccionista de arte povera y minimal, explica las motivaciones del coleccionismo: "en último término, el gesto del coleccionista es la elección, y las verdaderas motivaciones de este acto fundamental se hallan en el interior de la conciencia del individuo". Esta colección que les propongo esconde pasiones personales que terminan por ser explicitadas, y como toda colección es un poco la persona que la concibe, termino por evidenciar mi lado perverso. Estos objetos diseminados en un territorio conceptual diverso, pueden ser detonantes, tal vez, de otras pasiones y de otras inquietudes para aquellos de ustedes que se resuelvan a realizar la visita.



JOSE IGNACIO ROCA.

Bogotá, Octubre de 1998.

1