El pequeño Chad era un muchachito tímido y callado.
Un día, al llegar a casa,
dijo a su madre que quería preparar una tarjeta de San
Valentín para cada chico
de su clase. Ella pensó, con el corazón oprimido:
"Ojalá no haga eso", pues
había observado que, cuando los niños volvían
de la escuela, Chad iba siempre
detrás de los demás. Los otros reían, conversaban
e iban abrazados, pero Chad
siempre quedaba excluido.
Así y todo, por seguirle la corriente compró
papel, pegamento y lápices de
colores. Chad, dedicó tres semanas a trabajar con mucha
paciencia, noche tras
noche, hasta hacer treinta y cinco tarjetas.
Al amanecer del Día de San Valentín, Chad no
cabía en sí de entusiasmo. Apiló
los regalos con todo cuidado, los metió en una bolsa
y salió corriendo a la
calle. La madre decidió prepararle sus pastelitos favoritos,
para servírselos
cuando regresara de la escuela. Sabía que llegaría
desilusionado y de ese modo
esperaba aliviarle un poco la pena. Le dolía pensar que
él no iba a recibir
muchos obsequios. Ninguno, quizá.
Esa tarde, puso en la mesa los pastelitos y el vaso de leche.
Al oír el
bullicio de los niños, miró por la ventana. Como
cabía esperar, venían riendo y
divirtiéndose en grande. Y como siempre, Chad venía
último, aunque caminaba
algo más deprisa que de costumbre.
La madre supuso que estallaría en lágrimas en
cuanto entrara. El pobre venía
con los brazos vacíos. Le abrió la puerta, haciendo
un esfuerzo por contener
las lágrimas.
-Mami te preparó leche con pastelitos -dijo.
Pero él apenas oyó esas palabras, pasó
a su lado con expresión radiante, sin
decir más que: -¡Ninguno! ¡Ninguno!
Ella sintió que el corazón le daba un vuelco.
Y entonces el niño agregó: -¡No me olvidé
de ninguno! ¡De ninguno!
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