Morir con las botas puestas, llevando el propio combate hasta el final, manteniendo la actividad hasta donde el cuerpo aguante.
Eso ha sido una lección para todos, especialmente en tiempos de general renuncia.
Envejecer bien ostensiblemente, mostrando al mundo el dolor de unas piernas renqueantes, de una espalda encorvada, de unas mandíbulas fragilizadas, de una voz trémula.
Eso ha sido una lección para una sociedad obsesionada por la tópica juventud y por la elemental belleza del canon publicitario.
Enfermar sin tapujos, caer en el lecho con la determinación de no ocultarlo, soportar la decrepitud y la degeneración físicas con la convicción de que todo esto también forma parte de la existencia.
Eso ha sido una lección para una sociedad obsesionada por la salud, incapaz de entender la dignidad de la vida al margen de la tecnología clínica.
Morir de viejo, en la cama de uno, rodeado por los tuyos, aguantando la lucidez hasta el último instante; extinguirse con la misma naturalidad con la que viniste al mundo.
Eso ha sido sencillamente envidiable.
Si hay una idea de la "muerte digna", la del Papa lo ha sido en grado supremo.
Porque ha sido una muerte pintada con los colores que componen la sustancia misma de la vida: la voluntad, el dolor, el amor, la fragilidad, la finitud, la determinación de quedar…
He ahí la buena muerte.
Descanse en paz Juan Pablo II.
Autor del texto: José Javier Esparza
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