Este hombre se llama Juan. Yo lo conozco bien, pues
vive en el Potrero. Puedo decir lo que hace cada día. Se levanta
cuando no hay luz en el cielo todavía. Almuerza un macro
almuerzo y se va a la labor. Ahí trabaja un a jornada dura, con
el sol de plomo o frío que congela. Su huerto es un jardín
bien cultivado.
Esta mujer se llama Luisa. Es la esposa de Juan. Se afana hora
tras hora en sus quehaceres. No sabe lo que es descanso, pero sus
5 hijos andan limpiecitos, y la pequeña casa albea como una
blanca sábana recién lavada.
Juan y Luisa me invitan a comer. La comida es pobre. La comida es
rica. Al terminarla ambos se persignan y dicen la sencilla
oración aprendida de sus padres:
"Gracias a Dios que nos dio de comer sin haberlo merecido.
Amén".
¿Sin haberlo merecido? ¿Ellos? Entonces ¿qué puedo decir yo? Rezo
también pero en mis labios la frase de acción de gracias es
verdad. Yo sí que no he merecido esta comida. Ni siquiera merezco
rezar con ellos la oración
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