Por un taparrabos

 

Había un asceta, santo y penitente, que vivía en la selva, lejos de caminos humanos; se sustentaba de los frutos de los árboles y las raíces del suelo, y bebía del agua cristalina del río que fluía al borde de su cabaña.

Vestía sólo un taparrabos y guardaba otro para cambiarse. Y pasaba todo el día en la contemplación sagrada del Dios que había hecho esas maravillas.

Pero había ratones en la selva y, mientras él estaba en oración, le roían el taparrabos que había puesto a secar. Pronto quedó inservible.

Había que hacer algo. Los vecinos devotos de aldeas cercanas y lejanas que lo visitaban para pedirle su bendición, le indicaron el remedio.

La presencia de un gato ahuyenta los ratones. Le trajeron un gato y el taparrabos quedó a salvo.

Pero ahora había que darle de comer al gato. Al gato le gusta la leche. Los siempre devotos visitantes le regalaron una vaca.

¿Qué comerá la vaca? hierba, ya se entiende. Pues le regalaron unos campos para que pastara la vaca.

El ermitaño sólo tenía que cuidar de los campos, regarlos, abonarlos, cortar hierba para cuando hiciera falta. Y ordeñar la vaca para que diera leche y comiera el gato y espantara a los ratones y quedara protegido el taparrabos de cambio.

Así lo hizo el monje, dejándose llevar por el cariño y la sabiduría práctica de sus fieles devotos.

Hasta que un día cayó en la cuenta de que ya no hacía oración. Se pasaba todo el tiempo con los campos y la vaca y el gato. No tenía tiempo. No tenía ganas. Se había convertido en terrateniente.

Y los vecinos devotos dejaron de visitarlo. Decían que su bendicion ya no surtía efecto.

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