Edad contemporánea
1. INTRODUCCIÓN
Edad contemporánea, periodo histórico que sucede a la denominada edad moderna y cuya proximidad y prolongación hasta el presente le confieren unas connotaciones muy particulares por su cercanía en el tiempo. Benedetto Croce, filósofo italiano de la primera mitad del siglo XX, afirmaba que la “historia es siempre contemporánea” y si ciertamente la historia tiene como centro al hombre, no menos cierto es que ésta tiene como centro al hombre actual. En consecuencia, si la visión del pasado remoto está condicionada por las circunstancias y la mentalidad del hombre actual, también lo estará, y en mayor medida, el pasado reciente tan cercano a su experiencia vital.
El término, acuñado desde la historiografía occidental y plenamente asumido como referencia cronológica, se aplica a un objeto histórico con entidad en sí mismo y, por tanto, no se le considera como un último tramo de la historia moderna. No obstante, la determinación de sus límites y su evolución siguen siendo objeto de controversia entre las distintas historiografías nacionales, en virtud de la diferente concepción en torno al significado de la contemporaneidad, o la posmodernidad, como la han denominado algunos especialistas. Desde la historiografía francesa, el concepto de contemporaneidad y de historia contemporánea se introdujo en la reforma de la enseñanza secundaria de Victor Duruy en 1867, estableciendo sus orígenes desde 1789. En la historiografía anglosajona, donde la concepción de la modernidad es más elástica, la contemporaneidad resulta más dinámica en la medida en que une al presente un pasado muy próximo.
De cualquier modo, en toda la historiografía occidental persiste la controversia en torno a la naturaleza y el contenido semántico de lo contemporáneo. Un concepto que, asimismo, ha sido afrontado desde diferentes actitudes intelectuales a lo largo del tiempo, como puede apreciarse en el rechazo de la historia positivista de conferir la dignidad de la historia a la actualidad o el creciente interés desde la década de 1960 por abarcar el pasado más inmediato desde la historia, en diálogo permanente con las demás ciencias sociales. Desde esta perspectiva han ido aflorando, especialmente desde la década de 1980, los estudios sobre la historia del tiempo presente, u otras denominaciones como historia reciente o historia del mundo actual, para referirse a un periodo cronológico en que desarrollan su existencia los propios actores e historiadores.
2. LA ESPECIFICIDAD Y LOS LÍMITES DEL MUNDO CONTEMPORÁNEO
En sus orígenes, la controversia sobre la especificidad y los límites del mundo contemporáneo se desarrolló dentro de un marco esencialmente occidental y eurocentrista, pero la compleja y heterogénea naturaleza de éste y los cambios sobrevenidos en Occidente han influido en la revisión de estos postulados hacia horizontes más amplios, acordes a la globalidad del mismo.
La cercanía en la memoria histórica, sus difusos contenidos por tratarse de procesos inconclusos que percuten en el presente y mediatizan el porvenir, la asincronía y las peculiaridades con que las sociedades se insertan o no en los parámetros de la contemporaneidad, así como su proyección hasta el presente y, por tanto, su carácter esencialmente dinámico y abierto, ilustran la especificidad de ésta respecto a otras eras del pasado.
Tradicionalmente, la historiografía europea occidental, y en concreto la francesa, ha emplazado los orígenes de la contemporaneidad en el ciclo revolucionario iniciado en 1789 (Revolución Francesa), enmarcándola más adelante en los cambios estructurales asociados a la disolución del Antiguo Régimen. La asunción de estos criterios, de cualquier modo, son vinculados por las diferentes historiografías nacionales a su propia singularidad histórica: 1808, en el caso español a partir de la guerra de la Independencia; 1848, en los países de Europa central a raíz de la oleada revolucionaria que tuvo lugar en aquella coyuntura (revoluciones de 1848); o el agitado periodo revolucionario entre 1905 y 1917 en la Rusia imperial que desembocó en la Revolución Rusa. La transición de una era a otra se asocia a dos procesos fundamentales: la aparición de la sociedad capitalista, cuyos síntomas iniciales y primer modelo se forjaron en Gran Bretaña con la primera Revolución Industrial; y las revoluciones burguesas, que irán jalonando la transición hacia un modelo social y hacia fórmulas de organización del poder diferentes de las del Antiguo Régimen. En la historiografía anglosajona, los inicios de la contemporaneidad se sitúan en el siglo XX, no sin disparidad de criterios a tenor de cómo se interprete el término. El historiador inglés Geoffrey Barraclough escribía en 1964 que la historia contemporánea “empieza cuando los problemas reales del mundo de hoy se plantean por primera vez de una manera clara”, y que “hasta 1945 el aspecto más destacado de la historia reciente era el fin del antiguo mundo”.
La proyección de la contemporaneidad hasta el presente constituye uno de sus rasgos más peculiares, pero precisamente esa cercanía al presente dificulta su periodización interna. Las opciones planteadas por los historiadores son múltiples, proponiendo desde la división en una alta y una baja edad contemporánea, la distinción entre un siglo XIX largo y un siglo XX corto, o la diferenciación entre la contemporaneidad propiamente histórica y la historia actual o del tiempo presente, cuyos límites internos son objeto de continua discusión. De cualquier modo, lo evidente es que el cambio de las estructuras, siempre lento y por debajo de la aceleración del tiempo histórico en determinadas coyunturas, se sitúa en un proceso de transición desde la modernidad al mundo contemporáneo, en el caso de mantener esa proyección lineal del tiempo, cuyos rasgos aparecen mejor delineados a medida que avanza el siglo XX, y en la que cada sociedad habrá trazado un itinerario con su propio ritmo y peculiaridades. Del mismo modo, se podría afirmar que el carácter global e interdependiente del mundo contemporáneo ha facilitado un mejor conocimiento del mismo y la constatación de la concurrencia de sociedades cuyos ritmos históricos son diferentes y que reaccionan de forma plurivalente hacia lo que Occidente ha definido como constitutivo de lo contemporáneo.
3. LA ESPECIFICIDAD Y LOS LÍMITES DEL MUNDO CONTEMPORÁNEO
Partiendo de estas consideraciones previas y enfatizando el fenómeno de la transición en la configuración de la contemporaneidad, desde una concepción amplia y global, y en la que conviven elementos de permanencia de la modernidad con las fuerzas y tendencias de cambio, conviene tener en consideración dos planteamientos previos: en primer término, la tendencia hacia la universalización de la civilización occidental, en clave de imposición, por lo general, a partir de su supremacía tecnológica y material y de la proyección de su modelo de sociedad como paradigma de modernización, que le ha llevado a desarrollar una relaciones desiguales con otras civilizaciones; y en segundo lugar, la presencia de otras civilizaciones, cuyas actitudes varían según el caso y los diferentes momentos históricos frente a la tendencia uniformizadora de Occidente y reivindicadoras de su propia identidad, sin cuya consideración difícilmente podría comprenderse el mundo contemporáneo.
En el ámbito de lo político, uno de los rasgos más ilustrativos de la contemporaneidad es la creación y extensión del Estado-Nación y de los fenómenos intrínsecamente vinculados al mismo, como el nacionalismo, cuyo nacimiento tuvieron lugar en el continente europeo y cuya generalización a lo largo de todo el globo están fuera de toda discusión. La reivindicación y extensión del derecho a la autodeterminación —esgrimido tanto desde planteamientos democráticos como marxistas—, el rebrote de los nacionalismos en Europa central y oriental (tras las revoluciones de 1989 y el final de la Guerra fría), el protagonismo de los estados en las relaciones internacionales o la descolonización ponen de relieve la vitalidad del Estado-Nación. Una realidad que, en modo alguno, puede ocultar las dificultades para plasmar ese concepto no sólo en el mundo extraeuropeo sino en partes de la vieja Europa, y que han sido a menudo motivo de sangrientos conflictos. En un mismo plano, habría que incluir los modelos político-ideológicos que generados y suscitados desde Europa habrían de tener una amplio eco en el mundo, como las formas liberales y democráticas, los fascismos o el socialismo, que según diferentes épocas y las distintas realidades sociales se intentaron plasmar con mayor o menor fidelidad o con un consciente afán de búsqueda de una adaptación original. En ciertos casos, el fracaso de estas fórmulas ha impulsado la búsqueda de soluciones originales inspiradas en la propia tradición, como puede observarse en algunos ejemplos del mundo islámico.
En el ámbito económico, el capitalismo se ha convertido en el marco conceptual y estructural sobre el que se configura la actual economía mundial. El proceso iniciado en Europa, concretamente en Gran Bretaña, y su progresiva expansión, no sin fuertes convulsiones y desequilibrios desde sus primeros momentos, ha alcanzado una dimensión planetaria. Tras los reajustes industriales, mercantiles y financieros posteriores a la II Guerra Mundial, el capitalismo ha generado unas posibilidades de consumo insospechadas. Un proceso posibilitado por los avances de la ciencia y de la tecnología y la creciente interdependencia económica, favorecido, entre otros factores, por la progresiva concentración de la riqueza, en manos de un pequeño grupo de estados, en entidades económicas como las multinacionales y en organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional o el Banco Mundial que dictan las pautas de comportamiento económico de los estados. Un sistema que de forma permanente se ha basado en una relación desigual en favor de los actores que han mantenido una posición hegemónica en el sistema económico y fomentado unas relaciones de dependencia, antes bajo formas de colonización en la era del imperialismo o en la actualidad mediante la perpetuación de los desequilibrios Norte-Sur. Una influencia que también se ha manifestado en la propia concepción de las teorías y modelos económicos, y que se ha agudizado tras el fracaso del socialismo real y el escaso efecto de las propuestas realizadas en pro de un nuevo orden económico internacional más justo.
Uno de los cambios aparejados al desarrollo de las sociedades industriales en Europa desde el siglo XIX fue el cambio en el comportamiento demográfico y el crecimiento de la población. A lo largo del siglo XX, la explosión demográfica ha sido uno de los fenómenos de mayor relevancia y, de hecho, se ha convertido en uno de los grandes problemas globales que se le plantean a la humanidad de cara al próximo milenio. Asimismo, a lo largo del siglo XX se ha configurado y generalizado la sociedad de masas tendente a disfrutar de altos e igualitarios niveles de vida, consumo y bienestar, pero cuya materialización presenta grandes disfuncionalidades ya se trate de poblaciones que tienen acceso al desarrollo o viven sumidas en el subdesarrollo. Indudablemente, los problemas sociales que aparecen en cada universo social son radicalmente diferentes, pero en el caso de estas últimas se plantea la frustración ante el hito de la modernización y la experiencia vivida respecto a la misma. Estas condiciones plantean un desequilibrio constante para aquellas sociedades, provocando fenómenos complejos de alcance mundial como las migraciones desde el Sur hacia el Norte o la búsqueda de soluciones revolucionarias, que en ocasiones ponen de relieve las reticencias hacia Occidente o la debilidad de las estructuras incorporadas desde Occidente, por ejemplo el Estado-Nación, como se ha puesto de manifiesto en los estados centroafricanos a finales del siglo XX.
La fisonomía del mundo contemporáneo sería difícilmente comprensible sin apreciar la transcendental importancia del desarrollo de la ciencia y la tecnología, en especial en lo concerniente a la información y a las comunicaciones. La interdependencia y la globalidad del mundo, sintetizadas en la expresión de la “aldea global” de Marshall McLuhan, han sido posibles gracias a dichos avances. Asimismo, los avances en la ciencia han sobrepasado los límites del mundo occidental para mostrar un claro policentrismo en los focos de desarrollo de la ciencia, como bien refleja el papel que ha jugado Japón tras la II Guerra Mundial. Un desarrollo científico cuyas aplicaciones han alcanzado un altísimo grado de difusión a lo largo del globo, aunque los beneficios del mismo todavía sean objeto de una asimétrica distribución. La cultura y su amplio elenco de manifestaciones ha sido uno de los ámbitos que mejor ha reflejado y ha dotado de un nuevo lenguaje y una nueva imaginería a la contemporaneidad. La crisis de la posmodernidad manifiesta en el pensamiento filosófico, en las ciencias y en las expresiones artísticas han puesto de relieve las limitaciones sobre las que se habían basado los preceptos de la modernidad euro-occidental, y la necesidad de replantear sobre nuevas bases el conocimiento del cosmos y la naturaleza humana. En este proceso ha influido no sólo el propio devenir de la sociedad occidental y la crisis de civilización experimentada a lo largo del siglo XX, sino también el encuentro con otras formas de cultura y con otras civilizaciones.
Por último, el ámbito que mejor ilustra los nuevos signos del mundo contemporáneo son los cambios que han sobrevenido en la configuración de la sociedad internacional actual. Los dos últimos siglos han mostrado la transición desde una sociedad internacional forjada desde la hegemonía eurocéntrica, a partir de un modelo de equilibrio de poder entre las grandes potencias europeas y que culminó en los imperialismos de principios del siglo XX, hacia una sociedad internacional plenamente universalizada, cuyo alumbramiento corrió parejo a la crisis del poder de Europa a través de dos sangrientas guerras mundiales. La nueva sociedad internacional establecida sobre unos pilares decididamente universales, se fraguó tras 1945 sobre la lógica de la bipolaridad de dos superpotencias no europeas, los Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, y más adelante, al finalizar la Guerra fría, sobre una realidad policéntrica, cuyos contornos y definición son todavía objeto del debate sobre el denominado ‘nuevo orden mundial’. La sociedad internacional tras 1945 ha sido el resultado de dos juegos de fuerzas: la dialéctica Este-Oeste, sobre la que se manifestó la Guerra fría, y la dialéctica Norte-Sur, cuya notoriedad fue mayor a medida que fue emergiendo una nueva realidad, el Tercer Mundo, cuya irrupción tuvo lugar con los procesos de descolonización. Una tensión que aflora en toda su complejidad en el final del siglo XX, mostrando no sólo las fisuras existentes entre el Norte y el Sur en términos socioeconómicos, sino en un plano más amplio, al evidenciar las tensiones entre civilizaciones. Una nueva sociedad internacional más vertebrada, en la medida en que se ha ido institucionalizando la multilateralización de las relaciones internacionales, y más compleja a tenor de la incorporación de nuevos actores, como los organismos internacionales, las organizaciones no gubernamentales, las multinacionales o las internacionales de los partidos, que sustraen protagonismo a la tradicional primacía de los estados. Y en última instancia, una sociedad internacional que expresa en su totalidad la interdependencia y la globalidad de los fenómenos y los acontecimientos del mundo contemporáneo.