La princesa Gertrudis vivía en una cueva llena de hojas verdes y esqueletos de vasallos de otros tiempos, muertos en peleas para defender el castillo y algunos más de aburrimiento.
Nunca se supo cuál fue el origen del fin del imperio; los mitos y leyendas cuentan que un día la princesa despertó con el cuerpo verde y rugoso, las extremidades se encogieron poco a poco y llegaron a ser unas patitas
que medían más o menos 1 cm., se le fue cayendo el cabello hasta dejar a la vista de todo el mundo la tiara formada por manchas amarillas y verdes, formando un caleidoscopio interminable que hipnotizaba a aquel que tuviera la osadía de verla fijamente; sus ojos, que alguna vez fueran soles, de pronto mutaban a lunas separadas casi 180 grados, coronadas por enormes zurcos negros.
Los ricos ropajes confeccionados justo a su realeza quedaron difuminados en la piel y aquella seda esmeralda se transformó en miles de escamas amarillentas.
Su mirada aún buscaba esperanzada los cristales de colores de su imperio; la luz se transfiguraba por cada uno de los cristales, pero ya no eran las imágenes multicolores, era ahora una ráfaga luminosa en un sólo tono pálido, casi muerto.
La luz del sol dejaba de descomponerse en el prisma de su balcón de ensueño siendo sólo un reflejo cristalino dejando como simple recuerdo el brillo púrpura de antaño.
Contempló cómo aquel castillo de fantasía desde el cual dominaba su imperio iba perdiendo sus torres y cornisas a la par que su cuerpo la movilidad usual; su majestuosidad había cedido al paso de su sueño.
De aquellas torres imponentes que se alzaban, ahora no quedaban más que cuatro esquinas que le rodeaban y dejaban solo entrar el aire que en otra época desdeñaba para no despeinar su cabello, del cual sólo queda un recuerdo.