edi0111 Adelanto de página literaria domingo 11 de febrero al 3 de marzo de 1995
Ramón Iñiguez
El terrible señor Urbieta
Tenía veintiún años cuando, por primera vez, entré a la oficina del gerente del matutino "El Informador", de Guadalajara. Era un señor moreno, calvo, entrecano y de estatura más bien baja. "Soy el señor Urbieta". -Ramón Iñiguez, su servidor. Se me figuraba, detrás de su escritorio, un mastín al acecho. De mirada inquisidora, me recibió con gesto impersonal. -¿Sabe usted escribir a máquina?.. y me hizo sentar frente a una viejísima Remington negra. -Ponga usted por qué quiere trabajar en 'El Informador'. De inmediato, procedí a teclear furiosamente la idea, con cuatro dedos. En realidad estaba sin trabajo, y lo que más me gustaba de aquel periódico eran sus tiras cómicas de El Fantasma, Joe Palooka, Rex Morgan, Educando a Papá, Henry, Periquita, Benitín y Eneas, don Abundio, etc. Mi presencia obedecía, aquella mañana de mayo de 1964, a la cita que me daban, en respuesta a una carta previa. Habían puesto en su Aviso de Ocasión un cuadro lacónico, solicitando persona joven, con experiencia en redacción y que supiera escribir a máquina. ¡Ese era yo! En un santiamén terminé el texto de diez líneas y se lo entregué. Se acomodó sus lentes bifocales y leyó detenidamente. Dejó la cuartilla sobre la pulida superficie de caoba de su escritorio. Se quedó mirándome fijamente y volvió a preguntarme por experiencias de trabajo. Le conté de mis relaciones con Cinerama, una publicación de cine, en la cual fungí como subdirector. De pronto, cortó la conversación y me dijo: "Vaya con el señor José Luis Alvarez del Castillo y dígale que ya habló conmigo. Desde hoy trabaja usted con nosotros." Fue así como tuve el primer contacto con José N. Urbieta (no recuerdo si la N era de Nepomuceno). Luego, en la planta alta del periódico, identifiqué a José Luis Alvarez del Castillo como "el Cheli" de la secundaria en el Colegio Cervantes, aquel güerito "popis" que siempre aportaba buenas sumas de dinero para la "propa", entiéndase la colecta mañanera, diaria, que los hermanos maristas promovían para "la propagación de la fe". Fue una situación extraña, un tanto incómoda, pero la superé. José Luis no pareció reconocerme después de diez años, o fingió amnesia. Sin embargo, al recordárselo, me di cuenta que el compañero de aula no existía ya, y ahora se trataba de trabajar. Simplemente cuestiones de trabajo, lo cual entendí. A partir de ese momento, con horario de cuatro de la tarde a las doce de la noche, con sólo un descanso dominical por mes, cambió mi existencia radicalmente. Se terminó mi vida social. No más veladas bohemias para escribir poesía. Cero idas al cine, excepto los domingos por la mañana. Corregía cables de UPI, AFP, Informex, Asociación de Editores de los Estados (AEE). Se le llamaba puntearlos, porque todas las noticias e informaciones llegaban sin acentos y con puras mayúsculas. Sin embargo, fue una excelente escuela para el aprendizaje en el duro batallar de darle a los lectores las informaciones diarias, como un reloj de alta precisión. Eramos esclavos del trabajo, con una conciencia del deber a toda prueba. Nuestro jefe inmediato era Ramón Hernández Salmerón, un tipazo bromista, alburero y hábil para manipular emocionalmente a sus pupilos. En forma ocasional y por motivos intrascendentes, bajaba de vez en cuando a ver al señor Urbieta, que imponía con su presencia inmutable. No recuerdo haberlo visto sonreír. Se me figuraba un guardián-esfinge, siempre en su puesto. Un día, sin embargo, las cosas se me pusieron difíciles, cuando mi padre, que había regresado de Estados Unidos cuatro años antes, presentó un cuadro de insuficiencia renal aguda. Lo vio René, uno de sus ahijados, retoño del que fuera su compadre, un buen homeópata. -Mira Ramón, mi padrino está muy malo. Tiene problemas cardiacos y del riñón. Toma esta receta y súrtela. Yo volver‚ a ver cómo sigue. Me quedé con aquella hoja entre los dedos. Lo primero que se me vino a la mente fue averiguar el costo. De pasada llegué a Droguería Levy. Me dieron el precio y casi azoto cuando lo supe: la friolera de setecientos cincuenta pesos. Ni pensar en llevarme nada. Apenas ganaba $127.50 a la semana, que religiosamente cobraba los sábados por la mañana en pagaduría de "El Informador". Le di vueltas y más vueltas al asunto. Ese día, por la tarde, lo platiqué con Luis René Navarro, uno de los compañeros veteranos de la página local. Fue quien me dijo: "Mire, joven Iñiguez, vaya con el señor Urbieta y cuéntele lo que pasa." -No me animo, porque tiene cara de pocos amigos. Parece que siempre anda enojado. "Usted vaya con él; acuérdese que no es el león como lo pintan", fue su comentario sentencioso. Como no podía pensarlo mucho tiempo, pues mi papá se hinchaba a ojos vistas y yo era su alternativa inmediata, ya que mis hermanos vivían fuera de Guadalajara. El asunto urgía, de vida o muerte. Sin más, pedí permiso a Ramón Hernández para bajar a la gerencia y hablar con "la fiera". Con el corazón en un puño y sin percibir a mi alrededor más que confusión y angustia, llegué hasta la oficina del temible gerente de "El Informador". Puse el ánimo por delante y toqué a la puerta del señor Urbieta. Había pasado un año desde la última vez que nos entrevistamos para arreglar lo de mi trabajo. Desde el interior, aunque la puerta estaba generalmente abierta, salió su voz: "¡Adelante!", respondiendo a mi llamado. No quise complicar las cosas, y en pocas palabras le presenté‚ el panorama... “Y vengo a ver si usted...el periódico pueden ayudarme". Aquel hombre, curtido y de apariencia ruda, tenía una experiencia humana mucho mayor de la que yo, con mis veintidós años no cumplidos, podía percibir a simple vista. "Siéntese, joven." Interpreté sus palabras como invitación, más que orden. Tenía unos sillones de la misma madera que su escritorio, tapizados con piel negra. Creo haber enrojecido por el intenso rubor que sentía al estar pidiendo ayuda. "Mire, yo sé que usted es una persona de mucha vergüenza y que está pidiendo para su papá. Tráigame la receta; voy autorizarla y cada vez que lo necesite, venga conmigo". No sé lo que experimenta un sentenciado a muerte, perdonado en el postrer momento, cuando la orden de "¡fuego!" no se cumple, o la descarga eléctrica queda suspendida por un indulto, como tantas veces veía en las películas. No lo sé, pero lo que puedo afirmar es que de pronto el señor Urbieta se convirtió en mi amigo. Una persona que llegaba a decirme: "Espera, te ayudaré con ese peso que traes en la espalda". Debo haber expresado muchísimo con la mirada, porque ese hombre al que jamás había apreciado un rasgo de ese tipo, ahora sonreía complacido, y no hacía nada por ocultarlo. Salí de su oficina "volando", y me fui a la Redacción para sonarle a la chamba. La única recomendación que condicionaba la ayuda, era “que nadie sepa que lo estoy ayudando". Me fui a la Droguería Levy esa misma tarde, con permiso de Ramón Hernández y llegué a media noche con las medicinas. Por primera vez en mi existencia, supe que mi papá era una responsabilidad propia y que yo podía buscarle el modo para disminuir sus problemas de salud...al menos consiguiendo las medicinas. No recuerdo con exactitud las veces que bajé con el señor Urbieta, pero siempre se mostraba preocupado por la salud de mi papá. Era un interés que yo consideraba genuino, viniendo de una persona tan ocupada y, sobre todo, con tan escasa expresividad. Confieso que, durante un tiempo, esta situación me pareció normal completamente, en un marco de buena fe y mejor disposición de parte mía hacia el periódico, y del señor Urbieta, como gerente, hacia mi desempeño. Gracias a los buenos oficios de aquel hombre de apariencia fría y lejana, mi padre pudo recuperar durante algún tiempo su decaída salud. Drenaba los líquidos con facilidad y su corazón operaba casi normalmente. Pero, como todas las cosas en la vida, ocurrió lo que alguna vez temí. Bajé con la receta, rumbo a la oficina del señor Urbieta, y para mi sorpresa y temor, no estaba. En su lugar, con una mirada más dura, implacable y agresiva, se había instalado José Othón Alvarez del Castillo. Era, ni más ni menos, que hijo del dueño de "El Informador", un hombre de pocas pulgas y peor carácter. José Othón era bajo, blanco y calvo; fumaba en ocasiones con desesperación y tenía fama de neurasténico y agresivo. En esas etapas de crisis, deambulaba por todo lo largo de la Redacción, hasta que se marchaba a otro departamento. Una vez que entré no pude menos que enfrentar la situación y decir a lo que iba. Creí que, pese a todo, el hombre aquel autorizaría la receta. Sin embargo, sucedió lo contrario. Montó en cólera. Y, levantando la voz y la mano al mismo tiempo, me increpó: "¡Cómo cree usted que el periódico va a pagarle esto!..." Entonces cometí un segundo error. Le dije: -Como ya he venido y el señor Urbieta me ha firmado, creí que usted lo haría. "¡Pues está muy equivocado!. Yo no autorizaré estos gastos. Sentí que me habían golpeado en una parte interior hasta donde estaba el punto central de la dignidad. José Othón me había hecho descender la autoestima al más bajo nivel. Mientras hablaba, sentí que mis orejas se calentaban de vergüenza y furia, que el corazón aceleraba su ritmo al grado de golpearme como un tambor dentro del pecho. Luego me entraron ganas de llorar, y si no lo hice, fue por puro amor propio, a pesar de la vapuleada que recibía de aquel hombre al que, en esos momentos, odié más que a nadie en el mundo. Un rencor destructivo, sordo se adueño de mí. Apenas escuché cuando me dijo: "Vaya a hablar con José Luis sobre esto". Su voz me llegó como si saliera de una profunda caverna cuya resonancia producía un eco extraño. Salí de aquella oficina, desintegrado, pensando en el futuro inmediato que aguardaba a mi papá, nuevamente desprotegido. De las cosas amargas que la vida me había deparado hasta esa fecha, la enfermedad de mi papá era lo más conflictivo y directo, porque ahora debía enfrentar la responsabilidad de buscarle solución. Creí haberla encontrado, pero José Othón se encargó de recordar mi condición de trabajador subordinado a la voluntad de una firma. El señor Urbieta, ausente, era ya una figura lejana que dejaba de tener significado en aquellos momentos. Mientras yo volvía a la Redacción, aquella tarde, iba pensando en qué injusticia tan grande de los que tienen todo a la mano para resolver sus necesidades, mientras que los fregados debíamos mendigar un apoyo. Me presenté con José Luis Alvarez del Castillo, güero, bajito, con entradas sobre las sienes. Estaba con algunas notas de la plana local. Hasta parecía periodista. Ni siquiera me invitó a sentarme. Se echó hacia atrás en su silla giratoria y empezó a regañarme por haber acudido con el señor Urbieta. No lo hizo en forma agresiva, sino que intentó ponerle un toque sentencioso y paternalista, que al fin de cuentas me exasperó como si vaciaran plomo derretido en el cerebro. "Vete con Pedro Antonio Torres para que internes a tu papá en el Hospital Civil. Ahí recibirá atención. Pedro tiene relaciones ahí, porque es la fuente que cubre". ¡Ya verás que no, José Luis. Mi papá no tiene por qué ir al Hospital Civil, si yo tengo Seguro Social. De pronto me había acordado que, según la ley, yo podía llevar a mi padre al Seguro, al Sanatorio Ayala, que estaba entonces por la calle San Felipe, al poniente. "Mira, Ramón, si no te damos el Seguro es porque se te descontaría una cantidad muy alta de su sueldo, y eso no te conviene. Recibirías muy poco en tu raya semanal". Para entonces, empezaba a experimentar una sensación de lejanía entre mi realidad inmediata y yo mismo. Parecía que estaba desde una altura, observando el juego verbal en que José Luis quería envolverme, para que diera marcha atrás en mi pretensión de obtener lo que yo peleaba con desesperación en esos momentos. José Luis titubeaba incómodo ante la situación escabrosa que se le iba encima, y no encontraba la manera de darle una salida decorosa para su rango de jefe de aquel departamento. Si José‚ Othón le había ordenado resolver mi caso, no parecía la persona más adecuada. Le dije con toda claridad: "No le hace si no recibo un centavo de paga en mi sobre. Aunque me cueste lo que sea, aunque no raye nada, lo que me importa es que mi padre tenga atención médica". "No podemos darte el Seguro, mejor búscale con Pedro Antonio". Aquello se estaba convirtiendo en un círculo sin salida para nadie. Miré su rostro. Sudaba y procuraba mantener la calma, pero ya me había exaltado y empecé a levantar la voz. Quiso calmarme, pero mi respuesta fue: -¡Cómo quieres que me calme! si tengo a mi papá enfermo y tú me sales con que no puedes. Claro que sí puedes; lo único que tienes que hacer es que en Contabilidad me registren en el Seguro. Ni que fuera cosa de otro mundo". Empecé‚ a sentir un calor extraño en la cabeza, una onda expansiva que me decía: -¡Ahórcalo!...mátalo!. Era una voz que salía de mí, de alguna región desconectada sobre la que no poseía ya control. Tenía la mirada fija en su cuello. Sólo era cuestión de hacerlo, entre aquella vorágine de ideas confusas. Se rompió aquel encuentro con la voz de José Luis que me dijo: "Voy a ver qué arreglo". Y se arregló, por fortuna para todos. A menos de una semana de aquel encuentro, me llamó el señor Rodríguez, de Contabilidad para hacerme entrega de la credencial de afiliación. El documento, para mi sorpresa, tenía fecha de registro...trece meses antes. Fue así como entregaron a los demás compañeros un derecho que se había reservado El Informador por presuntas órdenes "superiores". Dizque por un coraje de su propietario, cuando "les metieron el Seguro a fuerzas", nunca otorgaron a los empleados ese beneficio. En lo personal, no lo agradecí, pues consideré‚ que lo había ganado en batalla, y gracias a eso, logré que mi padre prolongara su existencia casi cuatro años más, a través del Seguro Social. Fue una experiencia humana desgastante, pero enriquecedora, que me permitió identificar la grandeza de corazón de un hombre que me tendió la mano cuando más falta me hacía, en contra de los autócratas procedimientos de gente insensible y sin conciencia. Por eso, al visitar una vez a los ex compañeros de "El Informador", hace algunos años, comentando sobre el señor Urbieta, me dijo Luis René Navarro: "El ya murió, hace poco, pero si usted es creyente, lo que puede hacer es mandarle decir unas misas. El se lo agradecería más que cualquier otra cosa". Esa fue una deuda con ese gran ser humano a quien tanto le debo...y que finalmente cubrí, como una obligación póstuma -con él, por él y ante él y... por mí, para sentirme bien.
|