Ignacio Manuel Altamirano

Tomando como base la vida y la obra de este ilustre mexicano, bien podría trazarse toda una teoría de las posibilidades intelectuales de nuestra raza indígena. Fue tan grande su actividad en tantos órdenes de la cultura, de tanta trascendencia su labor, tan austero su desinterés, que con razón la historia lo coloca entre nuestros prohombres y la literatura nacional lo consagra como uno de los más auténticos logrados valores.

Indio por los cuatro costados, a los 14 años aún no hablaba español. Un feliz azar de su existencia familiar le hizo entrar en la Escuela del lugar, y en virtud de su talento sobresaliente fue enviado al Instituto Literario de Toluca (1849), donde a la sazón fungía como Director ese otro patricio que fue Ignacio Ramírez.

Bajo su dirección sentó el joven Altamirano las bases de una sólida cultura: latín, francés, español, filosofía. Y a partir de entonces comienza su prodigiosa actividad: va por mil lugares distintos desempeñando diversas tareas, maestro de primeras letras, dramaturgo, etc. Regresa al fin a la capital para seguir la carrera de abogado. Las revoluciones de 54 y 57 le hacen interrumpir sus estudios, y más tarde, la Reforma, la Intervención Francesa y el Imperio de Maximiliano le encuentran con las armas en la mano peleando en los ejércitos del sur. Con razón dice González Peña que su "formación literaria casi parece un milagro".

Su palabra, que fue el arma mejor templada de la Reforma en el Congreso de la Unión, supo con toda oportunidad del término de la batalla y del principio de reconstrucción que sigue a toda lucha armada. Funda una revista ("El Renacimiento") dedicada a resucitar a las letras mexicanas. su actividad es entonces múltiple y de gran provecho: es maestro de dos generaciones, escribe en los diarios, hace crítica literaria, revive al Liceo Hidalgo, ocupa algunos puestos públicos y, sobre todo señala la lírica mexicana el camino a seguir, enseñándole los modelos eternos de Grecia y Roma. Se afirma que con su ejemplo "desencrespó", "tranquilizó", "equilibró" a la poesía romántica mexicana. Funge como Cónsul General de México en España (1889) y más tarde pasa a Francia con el mismo cargo.

Una semana después de su muerte tres generaciones de intelectuales mexicanos celebraron una solemne velada fúnebre en su honor. Hoy, sus restos descansan en la Rotonda de los Hombres Ilustres.

Altamirano, como todo talento cultivado a la sombra de los grandes autores clásicos, jamás descuidó el sentido de la proporción y del buen gusto. Si tuvo el sentimiento de lo romántico, poseyó en cambio el principio formal de los clásicos, lo que ya en sí es un freno capaz de desvirtuar en buena parte los excesos de la sensibilidad .

Una de sus mayores preocupaciones la constituyó el dar vida a la literatura nacional y, al buscar la cristalización de ese imperativo, se halló con que lo único que podía dar tono propio a nuestras letras era el paisaje, pintado por él con sencillez rayana en simplicidad y con gracia que evocaba a Tíbulo y a Cátulo. Su prosa, igualmente buscaba expresar lo más claramente posible las ideas que bullían en su cabeza. Urbina califica de "Túnicas griegas" las cualidades de precisión y claridad con que Altamirano dotaba a sus escritos.