Los perros, mis perros. Ellos aún están conmigo...

Sí, y siempre me inspiran alguna historia.

En este caso fue Mario, el joven y sufrido perro de la Remisería de Mariano Acha y Olazabal.

El amigo de Jorge Cocorullo. Solo les puedo contar que Mario es su amigo. Lo ama y se impuso como tarea salvarle la pata que casi pierde en un accidente.

¡Esos son amigos!

Aquí está el cuento que esa amistad me inspiró. El dibujo es inspiración de la escritora e ilustradora española Pilar Ribas Maura, gracias Pilar!

A las orillas del lago

Dedicado muy especialmente al amigo del verdadero Mario, Jorge Cocorullo.

Era la segunda vez que el indio Reyes iba a su casa y como en la primera, no emitió palabra. Mamá insistió en que volviera y esa plácida tarde de enero le mandó la lancha para que lo crucen de la isla.

Un indio curandero. Era lo que le faltaba.

Inspeccionó su pierna de la misma forma que cuando sucedió el accidente, fue unos días antes de que lo llevasen a Buenos Aires para la operación. Sin un solo gesto, totalmente enfrascado en lo que hacía, palpó desde los dedos del pie hasta la ingle.

Aquella primera vez se fue sin decirle palabra. Murmuró algo mirando a su madre y partió.

Su rabia, el dolor, la angustia que nunca demostró desde la caída y la poca fe en alguien que ejercía la medicina como una magia, le impidió hacer preguntas.

Si eso la contentaba, allá ella.

Ya ni recordaba los meses que pasó internado, ni el tiempo de rehabilitación. Así llamaban a eso que habían logrado. Después el regreso al sur, a la casa del lago. Esa fue desde siempre su casa, su lugar y se sentía más tranquilo ahora que había regresado.

Su cuarto ya no estaba en el primer piso, todo había sido mudado a la sala de atrás, la sala con vista al lago, todos sus libros estaban en los estantes de cedro claro embutidos en las paredes, sus fotos en el cerro Catedral, sobre los esquís, colgaban distantes, en la pared del fondo.

Seguramente el húngaro se había dedicado a dejar esa sala más confortable. También de acuerdo a sus nuevas necesidades. Una puerta de dos hojas reemplazaba la ventana, pasando por ella se salía directamente a la plataforma natural de piedra. La escarpa al lago era abrupta por lo que una baranda de troncos estaba desde añares formando un balcón de protección, los anchos escalones que antes llevaban hasta la orilla del agua habían sido reemplazados por una rampa en suave pendiente.

Desde el mirador se podía ver a un lado y otro como se extendía la selva de coihues y cipreses. El bosque de ñires bajaba hasta las piedras que formaban la playa a lo largo de todo el Nahuel Huapí.

Siempre que el nombre llegaba a su mente volvían desde la niñez las palabras de su madre cuando lo arropaba, le deseaba buenas noches y él le pedía:

-¿Y la bendición india?

Ella con los brazos abiertos, la bata desplegada con efecto de túnica sacerdotal decía muy seriamente:

Bajo tu protección, lago Nahuel Huapí deposito a mi amado hijo Mario. Que tu ojo oscuro y profundo vigile y proteja su vida.

Ambos juntaban las manos en dirección a la ventana y después reían felices y la madre apagaba la luz y lo dejaba.

Ahora estaba de regreso, pasaba la mayor parte del tiempo sentado en la silla de ruedas. La pierna estaba entera, pero sin fuerza, le habían enseñado a usarla y lo había logrado sin festejar, como los médicos, los adelantos. Aunque podía mantenerse unos minutos de pie, sin tenerse de ningún lado esa pierna no avanza acompañando a la otra, podía usar el andador que su madre se había empeñado en traer, pero no pensaba recibir a nadie en esas condiciones, prefería la silla. Igual más de la mitad de los que vinieron los primeros días fueron despedidos amablemente con alguna buena excusa. Y no volvieron.

Solía charlar con Ivor, el húngaro oficiaba de jardinero, casero, chofer, cocinero, leñador, de todo. Charlaban diariamente mientras éste acomodaba los leños o los abrigos en la percha de troncos que él había construido. Hablaban sobre el aserradero, la casa y los arreglos por hacer aquí y allá y si venía Ramón, a él lo recibía siempre. Era el único capaz de disfrutar de sus prolongados silencios mientras jugaban una partida de ajedrez.

Hoy había vuelto el indio curandero. Su cuerpo áspero como de tronco de coihué, en su cara de miles de años, con el mentón terminando en una barbita en punta, los ojos eran dos líneas oblicuas. Impresionaban en esa oscuridad curtida por tantos soles, esos ojos que brillaban como dos lucecitas vivas y alertas. 

Además entró por donde quiso, Mario no lo esperaba y estaba de pie apoyado en el andador ojeando un libro para leer.

La presencia oscura en la puerta ventana lo sobresaltó y no pudo dejar de observar esos ojos vivaces en una cara tan vieja, pensó que había oído que uno de sus numerosos hijos ya tenía nietos y por un momento se imaginó que el viejo, eterno, pasaba los cien años.

Éste, silencioso, le dio una rápida mirada y le hizo un gesto para que se acostara.

Recién ahí miró hacia abajo y vio su pierna doblada, no la sentía, no tenía sensibilidad en esa pierna, el pie se le torcía y se apoyaba de cualquier forma.

Estuvo a punto de hacer un gesto y despedirlo, pero pensó en su madre y, por ella,  recorrió apoyándose en el andador los metros que lo separaban de su cama y se recostó.

Las manos duras y fibrosas hicieron su inspección mientras los ojos negros llegaban hasta el alma de Mario, después se tocó la frente con dos dedos en señal de saludo y se marchó.

Mario miró hacia la puerta del cuarto donde su madre, esperaba, quizá, algún comentario. Por la puerta ventana Ivor se asomó para avisar que cruzaba a la isla, pero que el indio tenía intenciones de volver con algo para el señor Mario.

No le hizo ningún comentario a su madre, dejó que lo ayudara a volver a la silla, salió al mirador. Si el viejo volvía prefería esperarlo afuera.

Sintió el motor de la lancha cuando regresaba y unos ladridos. Tal cual imaginó el viejo llegó por la orilla del lago y subió el terraplén, un perro lo seguía. Llegaba con bríos, moviendo alegremente la cola y ladrando; era un perro mediano, de raza ovejera, pero de la criolla, muy parecido a los collies, pero más menudo y más corto, había muchos en la Patagonia y sobre todo en las poblaciones mapuches.  Cuando se detuvo al lado del indio Reyes pudo mirarlo mejor, observó que el animal tenía una de las manos como al revés, dada vuelta, parecía de goma, bastante hinchada y la punta manchada en sangre. Debía haberse lastimado al arrastrarla entre las piedras de la costa.

Era muy triste ver un animal en esas condiciones. Y no entendía su presencia allí, frente a él. ¿Para qué lo traía?.

Como si le leyera el pensamiento, el viejo habló:

-Dijeron que necesita unos clavos, hay que operarlo y enderezarle la mano. Usted, patrón, puede pagar eso. Así que el perro es suyo. Cúrelo como se curó usted. Y el perro le enseñará cómo se cura él.

Saludó, como siempre, tocándose la visera con dos dedos, se dio media vuelta y partió. Ya casi desaparecía su cabeza cuando Mario reaccionó y le gritó:

-¿Cómo se llama, Don?

-Le decimos Mario -respondió el viejo.

Cuando el húngaro regresó con la lancha pasó por la habitación a poner unos leños y miró el perro. La madre tejía sentada al lado de su hijo en un oscuro butacón. Mario aprovechó:

- Ivor, ¿le dijo el viejo de dónde sacó el perro?.

El hombre se detuvo en la puerta unos minutos y relató en voz baja:

-Dice que encontró al cachorro todo quebrado el otro año, el mismo día que el señor tuvo el accidente y que por eso le puso su nombre, que lo arregló hasta donde pudo, pero que lo que queda necesita de médicos cristianos, que cortan, acomodan y cosen.

Mario volvió la vista hacia la negrura de afuera donde se adivinaban las cumbres del Dormilón y de las Tres Hermanas.

Enseguida giró la cabeza y pidió:

-Lléveselo y dele algo de comer, por favor. Mañana vemos.

Ivor quedó un momento indeciso, chasqueó los labios, también los dedos, chistó al perro. El animal continuó echado al costado de la silla y frente al ventanal.

Alzó la cabeza un momento, pero no hizo ningún ademán de levantarse e ir.

A Mario le resultaba gracioso darse cuenta que el húngaro evitaba usar su nombre para llamar al perro. Así que con un humor que ya no creía tener dijo en voz alta hablándole al perro:

-Andá, Mario, te van a dar de cenar.

El animal se levantó y siguió al hombre.

-Qué ridículo resulta todo, - pensó mientras observaba con tristeza como el animal arrastraba la mano derecha, era como si se apoyara en la muñeca y sus dedos con las gruesas uñas bastante gastadas ya, araran el suelo.

Dirigió sus ojos de nuevo hacia afuera donde las sombras ya desdibujaban todo.

-Si se queda, podemos cambiarle el nombre –sugirió la madre mirándolo con disimulo y volviendo al tejido.

-No, no dejá.... si le pusieron Mario así se seguirá llamando. Por lo menos él se levanta y va.

Los días que siguieron fueron monótonos y grises. Llovió días y días. El cielo amanecía espeso, plomizo y el agua comenzaba a caer. Era un baño permanente de gotas casi invisibles. El lago era una sábana blanca, opaca y quieta.

Mario aprovechaba para leer, el otro Mario dormitaba a su lado, en cuanto Ivor abría la puerta ventana para entrar o salir, aprovechaba para correr bajo la lluvia, siempre dinámico y jovial.

No seguía al húngaro, iba y venía por el mirador o bajaba por la rampa hasta el lago. Regresaba alegre a mirar a Mario, a sacudirse el agua y a girar sobre sí mismo alentándolo a que él también saliera a la lluvia.

Después se echaba a su lado y pasaba un largo rato lavándose con la lengua la mano cada vez más lastimada, más sangrante. Sin embargo si la puerta volvía a abrirse repetía entusiasmado, el paseo y la alegría.

Lamentaba quitarle ese gusto, pero Mario optó por pedirle a Ivor que entrase lo menos posible por la puerta que daba al lago para evitar que el perro se lastimase más. Y agregó:

-Avíseme cuando vaya con el jeep al pueblo, vamos a llevarlo al veterinario.

Una tarde estaba jugando una de sus partidas con Ramón cuando el húngaro le avisó que iba a aprovechar que ya no llovía y que el cielo estaba bastante despejado para ir por algunas cosas hasta Bariloche.

Ramón se levantó, guardó las piezas y el tablero ordenadamente mientras Mario se colocaba una chaqueta y se adelantaba hasta la entrada y  llegaba al jeep. Con alguna dificultad se acomodó en el asiento. El amigo siempre evitaba estar presente, no quería que Mario se sintiese mal por no poder manejar su pierna. Cuando salió ayudó a Ivor a plegar la silla y acomodarla detrás. La llevaban aunque sabían que sería innecesaria. Mario no se bajaba en el pueblo. La vez anterior permaneció sentado y esperó a que terminasen con las compras, saludó a los que lo reconocían pero en ningún momento mostró intenciones de bajarse.

El perro había salido siguiendo a Mario y atendió todos los movimientos. Quedó parado con las orejas tiesas sobre sus tres patas buenas y apoyando levemente la doblada que se veía bastante hinchada.

Desde el jeep, Mario lo llamó:

-¡Vamos!.

El perro avanzó levemente, lo miró más atento moviendo rítmicamente el rabo, pero no se movió.

Ramón también lo chistó y el húngaro chasqueó los dedos.

Mario volvió a llamarlo:

-¡Vení, vamos!

El animal se ponía cada vez más eufórico, pero se quedaba en su sitio.

Entonces Mario, con la voz un tanto burlona observó:

-No lo estoy llamando por su nombre, eso pasa:

-Mario, ¡vení! –dijo.

Ahí el perro se mandó una carrera mientras empezaba a ladrar de alegría y con un salto muy bien calculado cayó en el piso del jeep exactamente a los pies de Mario. Le hizo innumerables ladridos de festejo y hasta lo lamió.

Mario hizo una mueca de mal humor aunque en el fondo reconocía que el perro y el nombre lo divertían bastante. Lo tranquilizó pasándole la mano en la cabeza y miró a Ivor dándole a entender que podían partir.

Fueron a la veterinaria de San Carlos de Bariloche, el profesional no conocía a Mario y tampoco a Ivor, sí a Ramón ya que algunas veces se había ocupado de sus perros y de vacunar el ganado.

Se quedó esperando en el jeep.

El médico salió al rato acompañado de Ramón que siguió su camino con el húngaro a hacer las compras mientras Mario escuchaba al médico.

-Me dijeron que el perro es suyo, lástima. No creo que haya otra salida que amputarle la mano y desde la axila. ¿Cómo fue el accidente?

Mario frente a la palabra amputar emitió leve pero prolongado gruñido que el otro interpretó cómo una ambigua respuesta y entonces continuó:

-La cadera, las costillas y todo lo demás que se rompió, está curado, pero esa pata...-movió la cabeza pensando y prosiguió:

-Se rompió el radial o se lo aplastó. Mire, en julio viene al Catedral un profesor de Buenos Aires, puedo escribirle y anticiparle el caso. Él suele decir que para amputar siempre hay tiempo...

Cuando escuchó la frase Mario consiguió dejar de gruñir y habló:

-Páseme los datos, el perro va a viajar a Buenos Aires.

El veterinario lo miró con bastante asombro. Hizo un gesto para que esperase y volvió a entrar echándole una mirada a Mario que en ese momento se las arreglaba para levantar la pata y orinarle la puerta del consultorio.

Cuando salió traía una receta con datos escritos, una caja amarilla y una tira de comprimidos:

-Estos son antibióticos, que tome uno cada doce horas. Tiene que bajarle la infección y vamos a darle vitamina B, quiero ver cómo reacciona el nervio, puede mejorar un poco mientras llega a la consulta.

Mario extendió la mano en agradecimiento.

Cuando hizo intención de sacar la billetera el veterinario le aclaró que ya Ivor le había dejado los datos para enviar la cuenta y agregó mientras regresaba:

-Suerte entonces. Es una lástima que esté cojo, es un lindo animal.

La palabra heló la sangre de Mario. Nunca en todos los meses que sucedieron al accidente, nunca, ni a él mismo le vino esa palabra a la mente. Al perro lo habían llamado cojo. Y él también estaba cojo.

Comprendió en una fracción de segundo que no tenía una invalidez, una discapacidad, ¡cuántos sinónimos usaron los médicos con él!.

Qué directo y contundente había sido este médico con el otro Mario. Está cojo.

Volvieron en silencio a la casa. Ramón los acompañó con la excusa de quedarse a cenar ya que seguramente la lluvia había pasado.

Fue en medio de la cena cuando le pidió a su madre que comprase pasajes para Buenos Aires e hiciese una cita con el veterinario:

-Llevaremos a Mario y supongo que además es tiempo que a mí me vea el ortopedista.

Ramón festejó la noticia y se volvió a Mario perro diciéndole:

-¿Qué suerte que tenés, viejo! Vas a Buenos Aires, a vos te llevan... a mí, ni me invitan.

-No sabía que te gustaría venir. De verdad me serías de gran ayuda -dijo Mario.

-Entonces, tres mayores y un perro, -corrigió riéndose y mirando a la mamá.

Espontáneamente los tres brindaron.

Quizá los días no tienen la misma dimensión para aquellos que sufren dolor. Mario no precisaba cuántos días estuvieron y cuánto sufrieron.

El regreso fue diferente, el perro traía una férula de metal, tipo una muleta e instrucciones para que el veterinario de Bariloche le sacara uno por uno, en diferentes fechas, los clavos con que le fijaron el tarso.

Él traía una bota de yeso sobre la operación que le realizaron para alargarle los tendones que, tirantes, doblaban su pierna y el pié hacia adentro.

A los dos les habían dicho:

-Esto va a quedar muy bien.

Él, que entendía, siguió incrédulo. El perro que no entendía, estaba contento y eufórico ahora que regresaba.

Pasaron pesadamente los meses, el invierno en pleno estaba en la montaña, la nieve brillaba, pálida, en las alturas; en el lago morían los azules y los verdes, una sábana gris se estiraba ahora de una orilla a la otra, lisa, opaca. El mal humor estaba arraigado dentro del alma de Mario mientras que el perro demostraba su alegría con fuertes ladridos cada vez que salía al mirador o bajaba hasta el agua.

La muleta lo ayudaba bastante a correr así que ahora iba en carrera y se lo oía ladrar alegremente a las olitas que llegaban a la orilla.

Después a ambos les retiraron todo, la bota de yeso a él  y los clavos de la pata al perro.

Mario lo miró atentamente mientras el animal se reconocía su mano, fija, sin la articulación, pero derecha. Las almohadillas se apoyaban nuevamente en el suelo. Se mantenía seguro.

Mario miró su pie calzado con el grueso zapato. A diferencia del perro, él no confiaba en sus propias fuerzas y siguió un tiempo más, usando la silla.

Con la primera nevada fuerte el mirador quedó envuelto en un aire helado. Esa tarde lo tentó el paisaje blanco y salió apoyado en una muleta liviana y metálica que calzaba en el antebrazo. Permaneció de pie mirando las montañas hacia el lado de Chile donde se perdían unas pocas nubes. Escuchaba a Mario ladrar, luego solo el silencio y el viento frío subían de la costa. Cuando la noche cayó de pleno decidió entrar en busca del hogar encendido y de su madre.

Tuvo que llamar al perro. Usaba sin reparo su propio nombre para hacerlo y éste respondía siempre al primer llamado. Primero un ladrido y enseguida lo vio llegar corriendo por la rampa con ese nuevo andar que tenía, un tanto duro, pero erguido. Pensó:

-Ya no es un perro cojo. Camina extraño, pero está sobre sus cuatro patas.

Entraron. Ahora usaba uno de los butacones oscuros colocados cerca de la gran estufa. Ardía un grueso leño y el chisporrotear de las llamas era plácido y cálido. A su lado se echó el perro, frente al fuego, haciéndole compañía. Bajó la vista y lo miró con curiosidad, muy quieto el animal le devolvió la mirada después se observó la pata. Mario también se la miró, estaba muy mojada. Se agachó a tocársela en el momento que entraba su madre con unas bebidas.

-Tiene la mano helada, el muy tonto se ha metido en el lago -dijo.

-¿En serio?. ¿Está muy mojado?.

Mario se quedó unos instantes, agachado, palpando al perro.

-No, mamá. Está seco. Solo tiene mojada y helada la mano.

Después dijo como preguntándose a sí mismo:

-¿Metió la pata en el lago?

Cuando se levantaron para pasar a la mesa ya la pata estaba seca y caliente así que el suceso pasó al olvido hasta el otro día.

Esa tarde, cuando los ladridos dejaron de oírse, Mario empezó a descender por la rampa ayudado por la muleta. Abajo en la orilla estaba el perro. El resplandor de un sol casi muerto desaparecía detrás de las cumbres. Estaba parado con tres de sus patas sobre las piedras, la cuarta, la operada, desaparecía dentro del pozo que formaban los guijarros grandes de la costa. Las últimas olas llenaban constantemente con agua helada el agujero y cubrían la mano del perro, después el agua se filtraba y la mano quedaba a la vista, a los pocos segundos se repetían el movimiento y el lago cubría nuevamente con sus aguas la mano del perro.

Mario observó la escena en silencio, cuando el pozo dejaba de ser útil porque el flujo y reflujo de las aguas impedía que se llenase, el animal se movía cuidadosamente entre los guijarros de la costa buscando otro sitio propicio. Miraba atentamente el juego del agua hasta que encontraba otro pozo y metía su pata dejando que el agua helada se la cubriese.

Esa tarde fue Ramón el que lo sacó de la observación. Gritó su nombre desde arriba y tanto él como el perro se dieron por aludidos.

Subieron, el perro no se apuraba, lo seguía detrás con su mano fija, mojada y también helada, seguramente.

Mientras jugaban la partida de ajedrez Mario observó como el perro acercaba la mano al calor del hogar para que se le secara y entonces contó lo que había visto que hacía abajo.

Después de escuchar el relato, Ramón giró la cabeza y miró al perro, pero Ivor que entraba con una bandeja y había escuchado las palabras dijo mientras apoyaba todo sobre una mesita:

- ...el perro es suyo. Cúrelo como se curó usted. Y el perro le enseñará cómo se cura él.

Mario y Ramón dejaron de mirar al perro y le prestaron atención. Fue Mario quién habló:

-No entiendo a qué se refiere, Ivor.

-Fue lo que dijo el viejo Reyes cuando le regaló el perro, ¿recuerda?.

Mario recordó. Ramón, que seguramente también conocía la historia, siguió en silencio.

Y fue Mario el que volvió a hablar.

-A ver, eres mi amigo y no vas a engañarme: ¿Cuál de los dos está mejor, cuál de los dos Marios sigue siendo un cojo, un rengo...?

Ramón lo miró a los ojos y guardó silencio, Ivor quedó clavado sobre sus pies. El perro se levantó y caminó hacia la mesita. Los tres lo observaron. Salvo una imperceptible rigidez en la mano el perro caminaba bien.

Ramón no respondió. Lo quería demasiado, no tenía, no encontraba palabras para responder semejante pregunta.

Fue la madre quien, desde la puerta donde se había quedado escuchando dio la respuesta:

- El perro no, seguramente es el que mejor está.

El ovejero al escucharla fue a su encuentro, dio un corto ladrido de saludo y ella después de colgar el abrigo que traía con algunos copos brillantes encima, se agachó a saludarlo y le acarició la pata.

En la misma posición siguió hablando, parecía que con el perro:

-Quizá era por ti cuando rogaba: Bajo tu protección, lago Nahuel Huapí deposito a mi amado hijo Mario. Que tu ojo oscuro y profundo vigile y proteja su vida.

Levantó los ojos, miró fijamente a su hijo y siguió:

-Como iba a saber yo que no confiabas en mis palabras.

Esa noche la cena fue silenciosa, Ramón se retiró temprano por los problemas que traía el camino con nieve. Después de levantar la mesa Ivor colocó en la estufa una gran cantidad de leña. La noche iba a ser sumamente fría.

La madre se dio una vuelta más tarde. Mario, acostado, leía. Traía dos tazas de chocolate caliente, le alcanzó una y bebieron en silencio. Observaban dormir al perro, estirado sobre la alfombra oscura, frente al fuego.

Cuando con las tazas vacías su madre se iba deseándole buenas noches, Mario dijo:

-Pensé que ya no recordabas esas palabras.

Ella le envió un beso, sonrió y salió.

El resto del invierno con nevada o sin ella, Ivor tuvo una tarea especial todas las tardes. Era una tarea que le agradaba y que muchas veces lo hacía sonreír.

Los dos Marios juntos, alegres y movedizos pasaban largo rato en la orilla del lago buscando un pozo donde sumergir, uno la pata y el otro, su pié descalzo. Era más fácil para el perro encontrar un lugar. Mario debía a veces correr alguna piedra para que todo el pie y parte de la pantorrilla quedaran bajo el agua. Ahí participaba el húngaro ayudando a correr los gruesos guijarros. Cuando el joven aprendió de nuevo a sentir el frío en su pierna y daba por terminada la sesión del día, él le alcanzaba la toalla, la media y el calzado.

Después se sentaban ante el fuego a darle calor a lo mismo que minutos antes le habían dado frío. Mario aprendió a sentir de nuevo la pierna.

En el verano siguiente la selva de coihues y cipreses los recibió a ambos, los vio pasear, siempre juntos. El perro corría adelante y Mario caminaba atrás, pero sin apoyo.

Durante muchas tardes siguieron realizando la búsqueda de pozos donde helar aquello que estaba despertándose.

Así llegó el invierno, y una tarde fría pero soleada, la noche anterior había nevado copiosamente, esa tarde un viejo mapuche apoyando en un cayado sus manos oscuras y el mentón terminado en una barbita en punta observó complacido desde la lejana cumbre de la montaña a un esquiador solitario que acompañado por un perro, aprendía de nuevo, tenazmente, a usar los esquís en las heladas pistas.

María Mercedes MacLean

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