Ellos aún están conmigo

Sí, mis dos queridos amigos han partido...primero el inolvidable Gaspy y después la vieja Celle-Ci

Rara e incomprensible como todas las enfermedades, una muy cruel se llevó a Gaspy, Cel fue desmejorando día a día, enflaqueciendo y sin dolor, pero sin esperanza partió a los 9 meses en busca de su amiguito.

Aún con nosotros está Belchi, la perrita peruana que fue la mamá del rey.

Ella y los otros inspiraron este cuento... 

 

MI AMIGA BELCHI

 

            Fue un largo y caluroso 21 de noviembre.

            Debía tomar una decisión a pesar de los problemas que se habían presentado. Pero no quedaba otra. En la casi humana mirada de Belcha había leído su desesperación y su miedo.

            Además recordaba con precisión la promesa que le había hecho mientras las nubes, gruesas, grises y viajeras, le desdibujaban el pico nevado de la montaña más alta de América:

-No te abandonaré nunca. Te hago ascender los Andes, te llevo a un país lejano, pero, te juro: no te abandonaré.

            Y la perrita peruana, nacida en Lima en casa de Haydeé, la esposa de su hijo había llegado a Buenos Aires. Aquí adquirió el nombre de Belcha, que quiere decir Negra aunque, cariñosamente, era Belchi para todos.

            Los años pasaron y Belchi pasó períodos de vivir en su casa y otros en la casa de la nueva pareja, pero la vida cambió, las circunstancias también, los recursos,  todo había tenido sus cambios aunque la promesa seguía en pie y debía cumplirla.

            Eso sí, mientras continuase con la apariencia de una perrita pequinesa tenía que tomar algunas precauciones antes de volver a llevarla a vivir con ella. Estaba Celle-ci, como siempre, y por supuesto Gaspar, viviendo ahora el hechizo que, sin duda, le estaba dirigido a ella.

            Mucha fuerza requería estabilizar a su compañero y amigo. Pero Belcha quería estar allí, con su hijo, entonces era importante cumplir el mandato, la solicitud, el ruego.

Cel, más inmune como vieja hechicera que era, superaba todas las cosas. Pero el dulce Gaspy no estaba preparado aún para rechazar hechizos o encantamientos. Quizá eso era lo que tenía. Por momentos estaba mejor, vivía controlándolo, pero el equilibrio no era pleno y algo, siempre, impedía que estuviese bien.

            Era como si ella sola no pudiese rechazar y neutralizar lo que interfería.

Belcha le había suplicado hoy con una mirada entre alerta y desesperada que debía llevarla a su casa y eso pasaba a ser prioridad.

            Calculó que debía tomarse unos quince días para que el traspaso fuese correcto y sin mayores riesgos.

Un buen baño, después las vacunas y la pipeta para las pulgas. Alvaro y Haydeé se dedicaron a acondicionarla.

Recién así podría llevarla a su casa, y si los bajaba por separado, los curiosos vecinos no advertirían que ahora eran dos los perros negros que habitaban el departamento. De esa forma podría darles sus saludables paseos.

            Cuando cargó con ella en Lima, sabía que más allá del cariño de Alvaro y Haydeé una etapa de la vida de Belcha, la pequeña, estaba exclusivamente bajo su cuidado y atención. No lo había olvidado.

            Había intuido que ya habían sido amigas en otras épocas, ahora tenía que transcurrir esta instancia para que, cumplido los ritos necesarios, la pequeña y oscura maga de los aymará retornarse a la Puerta del Sol y como en otros tiempos volviese a elevarse sobre los altos picos nevados a la grupa de negros cóndores que transportaban con placer y orgullo a la frágil, pero poderosa hechicera.

            En agradecimiento a esa amistad eterna Belcha le había entregado a su propio hijo: Gaspar.

            Después pasó a vivir casi permanentemente al lado de aquellos que más amaba, aquí, en Buenos Aires.

            Ahora quería regresar con su amiga y ayudarla con los problemas de salud o de fuertes hechizos, que agobiaban al hijo de su carne.

            Pasados los quince días, Belcha entró en el departamento de Blanco Encalada, ese lugar que había imaginado, pero por la reciente mudanza, nunca había visitado.

Cel, noble y fiel, con su alma de vieja guardiana de hadas, la recibió con la alegría de haber sido ayer y siempre su compañera. Gaspar con el alboroto de saberla su madre, con la excitación que ponía en todas las cosas y la euforia que le daba la medicación que tomaba constantemente para evitar las peligrosas convulsiones.

            Belcha no se dio a demasiados saludos, solo los necesarios. Atenta como estaba siempre vio lo que nadie había podido ver sobre las espaldas de su hijo: un ser deforme y demoníaco subido y encadenado sobre el pequeño perrito negro. De un solo y rápido vistazo comprendió la dimensión del maleficio.

            Mercedes se sentó pensativa en el sillón frente a ellos y observó la escena. Celle-ci se echó serena a sus pies y apoyó suavemente su cabeza sobre la alfombra. Ni siquiera se impactó ante la transformación:

Belcha se alzó, gorda como estaba, sobre sus patas traseras y poco a poco se convirtió en una pequeña y diminuta duende, con las características facciones de los cholos, largos y lacios cabellos negros, ojos pequeños y achinados. La cubría una camisola de suave lana de vicuña en rústico tejido de tonalidad naranja.

            Lo más llamativo era el extraño instrumento que, agitado por su mano, pequeña y oscura, sonaba rápido y rítmico: un sonajero de viejas pezuñas de animales.

            Gaspar, permanecía cada vez más doblado por el peso del ser.

            El sonido vibrante despertó a la criatura que se agazapó sobre sí misma, quizá de miedo o preparándose a atacar, esto provocó que aplastara más al pequeño pequinés que se dejó caer sobre la alfombra a muy pocos centímetros de la cabeza de su fiel amiga, la perra vieja.

            Fijó la mirada, esa mirada tan humana que tenía, en su madre convertida ahora en una diminuta hechicera.

La música se aceleró, se hizo cada vez más rápida, extraña y rítmica, el ser diabólico se doblaba más y más.

La mano arrugada, pero fuerte de esta nueva Belcha lo tomó firmemente del cuello y lo despegó de un tirón de la espalda de su hijo echándoselo, con furia, sobre su propia espalda.

            Después, con los ojos fríos y tristes, casi inexpresivos que tienen los sufridos collas del altiplano, miró a Mercedes y dijo con voz cascada:

-Es poderoso, sólo podré contenerlo sobre mí misma. Pero él debe alejarse de aquí, el pequeño hijo de mi carne y de mi alma, tu gran amigo debe partir, es necesario. No hagas demasiado por él, cuando le llegue la hora, aunque te duela: déjalo ir. Debe volver a mis tierras, a las montañas, allí están quienes podrán curarlo y protegerlo mejor que cualquiera de nosotras. Somos amigas desde más allá del tiempo y así seguirá por siempre, por eso mi hijo debe regresar ya.

-El ha detenido con su cuerpo el mal que te enviaron. Tienes que hacer por él lo que te pido y tu promesa eterna se habrá cumplido con creces.

            Después dirigiéndose a la vieja collie dijo:

-Gracias por amarlo como lo amas. Acarició con la huesuda mano la cabeza de Cel que seguía apoyada en la alfombra y dijo más bajito aún:

-Gracias, mamita, tú tampoco me fallaste.

            Cuando Mercedes despertó de su siesta descubrió que se había dormido sentada en el sillón del living. Los tres perros dormían aún desparramados sobre la alfombra.

            Y diciembre pasó sin mayores anuncios.

            Una calurosa mañana de enero Gaspy amaneció en crisis y nada pudo impedir que se durmiera, que durmiera el sueño que inicia los viajes a horizontes lejanos.

            Hablaron de un linfoma generalizado, dijeron que había una neoplasia. Ellas sabían que otra era la causa.

            Con el suave amiguito dormido para siempre entre sus brazos y el corazón temblándole de tristeza y llanto, Mercedes viajó junto a Belchi como solo viajan las hadas o las brujas, por los cielos tranquilos y serenos.                Depositó el cuerpo aún tibio y húmedo de su compañero, justo ante la Puerta sagrada, en las altas cumbres de los Andes donde el sol, al salir, posaría en la mañana su primer rayo. Lo acomodó sentado como los reyes y con el tumi en su pecho pendiente de la cadenita de oro que reemplazaba ahora su collar rojo.

            Se mantuvo unos breves instantes suspendida en el aire un poco despidiéndose y otro poco, observando como de todos los rincones de la ciudadela sagrada, empezaban a salir en interminable procesión, cientos de duendes, enanos diminutos, envueltos en abrigados ponchos de suave lana. Tomaron apretado asiento alrededor del joven perrito dormido que, poco a poco, desdibujó su aspecto canino y comenzó a recobrar forma humana, por decirlo de alguna manera.

            Cuando se alejaban, de vuelta ya a su sexto piso escucharon a lo lejos, el sonido rítmico y rápido, esta vez de numerosos sonajeros de pezuñas y enseguida un escalofriante y gutural alarido de bestia herida de muerte.

Mercedes supo que habían acabado con el maléfico y respirando tranquila se dejó caer en su propia cama, donde a los pies, plácidamente acurrucada ya dormía Belchi.

María Mercedes MacLean (Gaspy)

Febrero 2000

  Inicial - Biblioteca  - Hijo - Nietos - Hija - El mar - Amores - Barrio - Gaspar 1