Artículos sobre cerámica y ceramistas

El arte de Jorge Wilmot y Ken Edwards:
La resucitación de Tonalá

Igual que ahora, hace 30 años los turistas salían de Tonalá, un pueblecito a 20 kilómetros de Guadalajara, cargados de animalitos y cacharros de cerámica. Pero la tradición de la noble alfarería, que en aquel rincón de Jalisco se remonta a tiempos prehispánicos, parecía definitivamente sepultada bajo el trajinar de los mercachifles: para ver piezas de auténtico valor hechas en Tonalá había que ir a los museos, y en el polvoriento pueblecito, cuyo lujo mayor era un único teléfono, lo que fabricaban y vendían los artesanos apenas superaba la categoría del mexican curios.
De lo cual nada sabía Jorge Wilmot, un muchacho oriundo de Sabinas Hidalgo, Coah., y criado en Monterrey, N.L., quien por entonces aprendía cerámica con un maestro germano-brasileño en la Selva Negra, Alemania. Menos aún sospechaba el estudiante mexicano que en pocos años le tocaría a él atizar el rescoldo para darle nueva vida al arte que los de Tonalá ya no lograban recordar.

De China con amor
Durante el virreinato, Tonalá produjo piezas admirables de alfarería suntuaria, como urnas estofadas, pintadas y finalmente trabajadas con oro y plata. Con frecuencia, los complejos motivos de la decoración de estas piezas parecían de origen persa y tal vez lo eran, llegados a Jalisco tras viajar por siglos en las alforjas de griegos, romanos, árabes y españoles. Algunas técnicas, como ciertos métodos de bruñido, parecían más remotas todavía, y quizá provenían -por conducto de los persas- de la antigua China, donde hace ya 2000 años cayeron en el olvido.
Claro que estos antecedentes los ignoraba Wilmot hace tres décadas. El joven era un oficinista puntual y respetuoso de las jerarquías que, sin embargo, cultivaba pasiones secretas, como una curiosidad por el arte que no suele darse con facilidad en el clima riguroso de Monterrey.
A través de la esposa de un amigo, aficionada a la cerámica, conoció los rudimentos de esa artesanía, y aprendió tan rápidamente que en poco tiempo superó la etapa de hacer objetos de loza esmaltada con óxidos de plomo y cocida a baja temperatura, que es lo que generalmente hacen los aficionados y era lo único posible con los medios disponibles entonces en Monterrey.
Para superar la limitación Wilmot renunció a su escritorio y se metió a trabajar en una fábrica de sanitarios, donde había lo necesario para elaborar semiporcelana. Pero pronto se convenció de que ni aun con lo hornos industriales que había en la fábrica podría nunca poner en práctica lo que aprendía en los libros extranjeros que consumía con voracidad. Entonces decidió irse a Europa, y como los ceramistas son una santa mafia internacional, un amigo de un amigo de un amigo lo conectó con el maestro de la Selva Negra.

Alquimia
Cerca del taller del germano-brasileño había una fábrica de ladrillos refractarios, y allí le permitieron al aprendiz mexicano hacer experimentos con hornos capaces de alcanzar temperaturas de más de 1100 grados. Fue una época de júbilo perpetuo para Wilmot. Leía libros como los del inglés Bernard Leach, algo así como el sumo pontífice de los ceramistas modernos, y de inmediato comprobaba en la práctica que las viejas recetas, como matizar los esmaltes con cenizas de pino o de hiedra (secretos que el tratadista había aprendido en Japón) sí funcionaban y, combinadas con los recursos modernos, producían resultados aún más fascinantes que en versión original.
En total el ceramista mexicano vagó 4 años por Europa, desde Italia hasta Suecia, donde se avino a trabajar como peón en talleres de artesanos  para poder espiar secretos que los ancianos maestros guardaban con tanto celo como si fueran joyas de la corona real. Y en 1957 regresó a México para hundirse en un laberinto de frustraciones, igual que suele sucederle a los médicos que estudian alguna rara especialidad en los hospitales más modernos del mundo para luego venir a trabajar en clínicas rurales donde no hay ni agua potable.
"Llegué y descubrí que ser ceramista era en cierto sentido secundario, ya que primero había que ser ingeniero, electricista y mecánico para construir con las propias manos todo lo que era imposible comprar ya hecho" -dice el ahora sesentón y dos  veces viudo Wilmot. Pero no le importó, porque fue precisamente entonces cuando descubrió Tonalá.

Fuego en los hornos
Primero vio algunas piezas en museos que le hicieron pensar que los del pueblecito jaliciense tenían o habían tenido algún contacto subterráneo con los chinos de hace dos milenios.  Después fue a Tonalá y halló que unos pocos artesanos del pueblo, como Amado y Simeón Galván (tío y sobrino) practicaban todavía algunas técnicas de increíble refinamiento en contraste con los burdos usos en que se había hundido la alfarería de la región.
Tonalá no era, ni es ahora, el lugar más atractivo del mundo, pero Wilmot decidió quedarse y empezó a trabajar con Simeón Galván, que al principio aceptó el trato solamente para divertirse con las chifladuras del fuereño y que después se convirtió en el principal ejecutor del renacimiento de una tradición tan marchita que ya casi ni respiraba.
Como las coincidencias casi siempre suceden el momento oportuno, Wilmot no trabajó solo en la empresa de resucitar la alfarería de Tonalá.
Por alguna razón que los antropólogos deberían estudiar, en la década de los 60 en el pueblecito empezaron a surgir cada vez mejores artesanos, más curiosos e innovadores: y la aldea se convirtió en un foco que atrajo a otros ceramistas nacionales y extranjeros igualmente deseosos de aprovechas el fuego que se reavivaba en los hornos. Uno de los más notables: el norteamericano Ken Edwards, un hippie barbón y corpulento que sufría la propensión a contraer amistar con toreros, que empezó a coleccionar cacharros de barro -cuanto más chuecos, mejor- porque estaba harto de la civilización del plástico y que acabó dirigiendo en Tonalá un taller artesanal que se parece a él: grande, desordenado, anárquico y del cual con frecuencia salen obras de sorprendente belleza.
Edwards y Wilmot trabajaron juntos un par de años pero luego se separaron por sus estilos personales eran poco conciliables: el mexicano parece sajón y el sajón, mexicano, y con cierta distancia de por medio se respetan mejor.
Wilmot se construyó en Tonalá una casa mezcla de convento y espacio escultórico, y dirige un taller donde 25 artesanos muy seleccionados y disciplinados realizan piezas exclusivas que, con gran frecuencia, acaban figurando en colecciones norteamericanas o europeas. El ceramista es poco dado a hacerle concesiones al paladar popular y no teme que lo llamen elitista. Como una especie de sacerdote de un culto que pocos recuerdan, cree que su misión es dedicar los mejores recursos actuales a la tarea de rescatar tradiciones más valiosas que los gustos; y no para adaptarlas a los tiempos modernos sino para darle oportunidad a los modernos de recuperar  un equilibrio que los antiguos llamaban sabiduría.
 
Este artículo se publicó en la revista Contenido, en México, D.F., en julio de 1984. Hasta donde sabemos, Ken Edwards sigue haciendo una enorme producción, aunque sus temas no han variado gran cosa con los años. En realidad, ha caído un poco de nuestra gracia. Más: los conocimos a ambos en aquel viaje a Tonalá, y desde el inicio sentimos más respeto por Wilmot que por Edwards; este último tiene una visión bastante comercial, y su contribución siempre caminó por ese rumbo. Es el consentido de los turistas, porque sus obras son muy decorativas. Wilmot, en cambio, hizo muchas búsquedas, algunas muy poco exitosas en términos de ventas, pero mantuvo el apego a su obra creativa. En varias ocasiones se le vieron obras y esmaltes muy poco comerciales, con esmaltes oscuros y nada de flores ni pajaritos. Nos dijo que no había que confiar mucho en los artesanos populares, y que había que llevarlos con las riendas cortas, porque a la menor distracción le hacían ojitos picaros o graciosos a los animales y a las figuras. Es decir, no quería hacer ninguna concesión a la cursilería ni al bajo gusto de los consumidores. Al parecer se ha retirado de la cerámica y cerró su taller. En 1996 hubo una exposición con sus obras en el museo Franz Mayer, en el D.F. En las tiendas Fonart, que antes vendían mucha de su producción, ya no hay nada. De casualidad, en una venta de bodega, encontramos unos saldos de platos, muy austeros pero impresionantes, con un esmalte gris que oxida rojizo, sin ningún dibujo. Compramos cuatro. Para reconocer las piezas de Wilmot hay que encontrar una pequeña "w" en la base del plato.
 

 

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