erida Mamá:

Estoy sentado en un bar del centro y, desde mi lugar, miro la gente que se pasea en la calle, el oro perdido de la tarde reflejándose en los altos edificios, mi propia soledad. Debes recordar que hoy cumplo cincuenta años y que, como cualquier hijo de vecino, he necesitado echarme un trago. La verdad que no me importa mucho lo que la vida ha hecho de mí (ya conoces esa máscara horrible en que me he convertido) ni siquiera lo ajeno que siento los sueños que una vez tuve y que tenían que ver con la inmensidad de los ríos y el color de las tierras bajas en este país de promisión.

Ahora, cualquiera podría pensarlo, pareciera sentirme más feliz en medio de tanto decorado ridículo y de los tintes y afeites que me desfiguran, de la fatiga de las largas horas. Hay quien piensa -lo leí el otro día en el periódico-, que soy la más grande encarnación que del terror se ha elaborado en los estudios, una imagen perfecta de lo sobrenatural.

En esto he terminado, querida mamá, y no me importa puesto que carece de sentido, puesto que nada significa.

Aquí no trato con nadie y sólo amo esas estrechas calles traseras donde la basura abunda y las ratas corren y se puede estar más solo. Ahora no voy más a la iglesia los domingos y desearía emborracharme todos los días de la semana. De vez en cuando, la verdad, pienso en mis años de muchacho de barrio y en mi extraña ilusión (misión) de venir a América y cambiar de vida.

Ahora, a mis cincuenta años, qué lejos está eso y qué cerca y agobiante siento este cansancio, esta nada en que todo parece desembocar. A ratos, pienso que es el fin, pero queda esta última lucha conmigo mismo.

Mamá deberías cuidar un poco de mí.

A Juan Gustavo Cobo

Elkín Restrepo

(Colombia)

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