Entre excitados
por la primera noche, poco cansados en realidad, el sueño solo llego
tarde, después de dar vueltas por ahí y de escucharme, con
mi insufrible acento mexicano, contar cuentos de “El llano en llamas”.
Esa noche, Mona demostró su valía como compañera de
viaje, pues aparte de que servia como estufita (aunque allá frío
no hace), se batía con caballos, iguanas y potenciales ladrones
(quedamos un poco tocados) que se acercaban al quiosco. Lo único
fue que se metió en cuanto charco y barrial encontró, amén
de su apetito por la bosta de vaca.
Al día siguiente, en pie tempranito, bañada en el río, compra de agua, despedida a los deportistas y hágale mijo, a ver si comenzábamos la trepada del Cañón sin que nos fuera a matar el sol en la cuesta. Salimos del pueblo unos dos kilómetros y tocó tomar la decisión entre si ir por el camino corto y parado o el largo y tendido. Sabedores que igual íbamos a sufrir, tomamos el primero, el cual contiene pintadas en las piedras algunas señales de caminantes profesionales que indican por donde es el camino. |
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