Contravenganza

Por: Mari Carmen Porras

 

--Epa, mami dónde vas tan apurada, ¿no te dieron gusto?, ¿no te gustó?, vente pues, vente que yo seguro que sí te puedo, ven...

Carolina corría por el estrecho pasillo del hotel, no había contado con este tipo de pantalones de cuero que al verla con esa cara llena de gusto y apurada, la había tomado por una puta más.

--Oye, mamita, no te vayas, quédate, qué quieres, pero escúchame, no te vayas, oye, que vengas...

Se sintió caer, trató de desprenderse del abrazo que la llevaba al piso, y de las manos que la hacían arrodillarse. No quería gritar, no quería un escándalo, sobre todo no quería a la policía. En el desespero, lanzó su codo hacia atrás, con tan buena suerte que inmediatamente se vio liberada, pero no pudo evitar que el bolso se abriera en el forcejeo.

--Pero bueno, chica, qué agresividad, tú si eres violenta, y mira, de dónde sacaste esos pantalones, y la camisa, pero si hasta unos calzoncillos te llevas, ¿y entonces?

--Deja, imbécil, qué quieres, ¿terminar como el idiota que está allá arriba, desnudo y llorando por su ropa?

--Esta jeva si es brava, ¿le quitaste todo al tipo?

--Todo. Y ya me voy, mucha conversadera.

--Espérate, dime dónde se quedó.

--Qué te importa, metido, está en el 502.

Carolina se arrepintió enseguida: ¿para qué le habría hablado siquiera? Ahora el sujeto subía por las escaleras canturreando: "Quinientos dos, el número de mi suerte". Bueno, que Carlos se las arreglara, el culpable de todo era él, para qué había decidido tirar en el cuchitril más barato de toda la Casanova. Si hubieran ido a un hotelito más decente, quizás ella no se habría atrevido a hacer lo que ya no tenía remedio. Si él se hubiera comportado como un caballero, si no hubiera sido tan torpe, tan inepto...

Al salir a la calle, los obreros de la construcción de enfrente comenzaron a gritar:

--¡Mami! ¿por qué sales sola?, ¿dónde dejaste al tipo?, ¿lo mataste?

--¡Eso qué linda, mira, y se va apuradita, tan bonita!

--Psst.... ¿Te podemos ayudar en algo?

--Pero di algo, no seas antipática.

--¿Ya no tienes lengüita, mamita, se te acabó?

¿Por qué los hombres hablarían tanto? Por alguna razón desconocida, ellos siempre pensaban que las mujeres necesitaban escuchar todas las imbecilidades que nacían en su cerebro, usualmente en paro. Se detuvo un momento frente a los trabajadores y les respondió:

--Bueno, mientras yo me siento aquí podrían meterse esas cabillas por el culo, estoy un poco triste y eso me animaría bastante la tarde.

Carolina se alejó entre gritos de "¡Coño'e tu madre!", "¡Hija de puta!", "¡Maricona de mierda!", "¡Métete tú un tractor por donde te quepa, loca de alcantarilla, loca, loca!".

"¡Loca, loca, loca!". Así la había llamado Carlos desde la ducha, cuando ella, ya en la puerta, se despidió con un "Disfruta del baño, amor. Ah, por cierto, me llevo también las toallas, así que cuidado con la gripe".

No había sido tan difícil burlarse del huevón. Pensándolo bien, no le había resultado nada complicado: el plan había surgido en cuestión de minutos. Más agotador había sido no seguir a su instinto que, desde hacía meses, le gritaba, le suplicaba que se alejaran de ese periodista pichón de poeta, que leía a Pablo Coelho y escribía relatos con "saudade". La conciencia, por su parte, parecía ya retirada de la pelea, cansada de apelar a una voluntad que, después del fracaso con Enrique, trabajaba con el lema de "A la cama a toda costa y con quien sea".

Pero hoy el instinto había despertado a la conciencia y juntos le habían hecho comprender que era necesario detener de alguna manera a Carlos, pues en cuestión de dos meses le había hablado de su fracaso con la loca Lupe, que tenía miedo a quedar embarazada y no se dejaba coger, con la puta de Patricia que tiraba en todos los rincones, con la frígida de Estela que sólo parecía estar dotada para los estudios, cogían una vez al mes y gracias.

A pesar de todo eso, luego de dos meses de "amistad sincera", Carolina y Carlos habían decidido ser novios. Esta tarde de sábado la pasarían juntos, olvidados de gente como Enrique, gente que vivía sin absolutos, sin convenciones, libre de compromisos y ataduras.

Ahora estaban almorzando y en Carolina el instinto y la conciencia quizás leían el periódico. Ella se concentraba en los ojos de Carlos, lo menos malo, perdón, lo mejor que él tenía, pero por más que trataba de evitarlo, definitivamente oía sus palabras. Por eso, su instinto y su conciencia abandonaron su distracción cuando a través de los oídos de Carolina escucharon que Carlos comentaba, como si tal cosa: "Sabes Carolina, tú no eres bonita, eso es evidente, no eres bonita. El otro día le comentaba a Juan Luis 'Carolina no es bonita' y él estuvo de acuerdo, ves, él también cree que tú no eres bonita, pero, a pesar de que no eres bonita, me siento bien contigo, porque, bueno, porque, de seguro no eres bonita, pero sí que posees una gran personalidad". Carolina todavía no comprende cómo Carlos no escuchó el doble grito de "Te lo dije" que estalló en su cabeza.

"A ver", le decía la conciencia, "a ver, dime quién puede ser lo suficientemente imbécil como para suponer que una persona tiene que soportar ese insulto". El instinto, por su parte, insistía: "Claro, yo no tengo razones, pero esos ojitos hipócritas, esos ojitos y ¡por favor!, nunca creíste realmente en su táctica de artista frustrado, en su tristeza de telenovela de las nueve, ay, por favor, sígueme aunque sea una vez. Agarra esa botella de cerveza que tienes enfrente y rómpele la cabeza, al menos tírasela, aunque sea una cachetada". Pero en un momento, la conciencia dijo que eso no era suficiente, que pensaran en las demás mujeres. ¿Acaso Lupe y las demás serían tan locas como este imbécil afirmaba?

Carolina entendió todo y por eso sonrió a Carlos y simplemente murmuró "Gracias, muchas gracias por tus hermosas y delicadas palabras". Y luego de rozar su pie contra la pierna de él, pidió que se fueran, ¿no?, había prometido toda una tarde de diversión y ya eran las dos y media. Carlos conocía un hotel muy bohemio, apropiado para el momento que ellos vivían, algo apasionado, algo clandestino. ¿Clandestino? Ninguno de los dos tenía pareja, ¿o no? Carlos dudó, no había utilizado la palabra adecuada... Cuando llegaron al hotel, Carlos no pidió ninguno de los servicios extras que ofrecía el hotel "cinco estrellas" que había escogido: teléfono, aire acondicionado y cobija.

Ya en la habitación, Carlos no permitió que Carolina se sentara. Ahí, de pie, la empujó hacia él y comenzó a besarla, metiendo toda la lengua en su boca. Ella tenía los ojos abiertos y confirmó todo el plan mentalmente. Con la excusa de la emoción, Carolina tiró a Carlos en la cama, se quitó toda la ropa, y en un momento se colocó sobre él.

"No me toques todavía, vida", le dijo, "sólo siente, huele. Cierra los ojitos, que me matas, ¡ay!, es difícil aguantar, ¿verdad?, vamos al baño que te espera una sorpresa". Carlos fue tras ella, que lo desvistió con mucha lentitud, la suficiente para que él protestara porque Carolina no se dejaba tocar. "Ahora, métete en la ducha, ya el agua está caliente, mientras yo dejo la ropa en la habitación, aquí podría mojarse".

Carolina se vistió, guardó la ropa de Carlos en su bolso, tiró las llaves de la habitación por la ventana y escuchó el reclamo de Carlos, ¿por qué tardaba tanto? Carolina le dio la única respuesta posible: "Disfruta del baño amor, ah, por cierto, me llevo también las toallas, así que cuidado con la gripe".

El paseo por el parque le había hecho bien. Pero cuando entró en su casa, lo primero que vio fue el suéter que Carlos le había prestado unas semanas antes: ¿qué estaría haciendo ahora? El tipo de los pantalones de cuero, qué cara tenía. Para olvidarse un poco de todo, prendió la televisión: Freddy Oldenburgh estaba por los lados de Sabana Grande, grabando un programa sobre los niños de la calle, cuando de un hotelucho había salido un hombre pidiendo ayuda, necesitaban a la policía. Oldenburgh ya estaba con sus cámaras dentro del hotel, tremenda primicia de sucesos y Carolina pudo enterarse de cómo llegaron hasta la habitación 502, donde se encontraba un cadáver de un hombre, desnudo y acuchillado. El recepcionista del hotel hablaba de una mujer que había entrado con el occiso y unos obreros decían que era la misma que ellos habían visto salir sola a mitad de la tarde.

Carolina cerró los ojos. Trató de escuchar a su instinto, preguntó por la conciencia. Pero ambas estaban calladas, como ella, y en el silencio, solo retumbaba la voz del empleado del hotel, que daba su descripción y al periodista, que repetía sin cesar: "¡Fuimos los primeros, fuimos los primeros, antes que la policía!".




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