A UN METRO DE LA VIDA
© Por Antonio Mauro Vico, de Madrid (amauro@bigfoot.com)
Eduardo solía reírse de los que utilizaban el coche para ir a cualquier sitio. Una vez un amigo se burló de él, presumiendo de lo bonito que era su coche, mientras que a Eduardo se le veía siempre en metro. Eduardo le entregó unas llaves y cuando el otro le preguntó de qué eran le contestó: "De mi coche, pedazo de bobo. Yo también tengo uno (mas majo que el tuyo todo sea dicho) y encima sé cuando es absolutamente necesario usarlo y cuando no. ¡Hace falta estar atontado para ir al centro de la ciudad siempre en coche!". Excepto ese amigo (que se quedó muy calladito una buena temporada), todos los que Eduardo conocía usaban el metro y el autobús asiduamente. Todos sin excepción lo hacían por motivos económicos o por ahorrar tiempo. Eduardo pensaba de forma distinta: ahorraba tiempo, ahorraba dinero, eliminaba los riesgos y los nervios del tráfico, y además tenía ocasión de contemplar la vida.
Pensaba que no hay forma mejor de conocer la vida de una ciudad que viajar en Metro. Eduardo adoraba sentarse en el centro de un vagón con un buen libro entre las manos. La verdad es que casi nunca leía en casa, ya que no era igual de emocionante. Solía levantar la vista de las páginas de vez en cuando y buscar a alguien entre la gente que se pareciese a ese personaje del libro. Otras veces simplemente miraba a los que iban entrando y saliendo, fijándose en cada cara e intentando adivinar como sería su existencia. A veces algún anciano le hablaba, y descubría anécdotas fascinantes y la vida llena de emociones que había llevado esa persona, que necesitaba buscar en la calle a alguien que le escuchase, quizá porque carecía de algún ser querido que le prestara atención. Un hombre de 96 años y aún en plena forma, le narró la historia de un juego de mesa apasionante que se jugaba hacía más de 80 años, pero que ya era imposible de encontrar en ninguna tienda ni tampoco nadie que lo conociera excepto él.
Las anécdotas estaban a la orden del día casi en cada estación. Una vez fue como media hora hablando con alguien a quién no recordaba, pero que tenía que conocer forzosamente, ya que le preguntaba si había visto a ciertos amigos que sí conocía. Transcurrió todo el viaje hablando con él sin saber de qué, despidiéndose luego con un "ya nos veremos donde siempre ¿eh?", sin llegar a descubrir donde estaría ese "donde siempre".
No sabía por qué, pero todo lo curioso que le había ocurrido había tenido lugar en uno de aquellos vagones a tantos metros de profundidad. Parecía que la vida se encontraba concentrada en ese reducido espacio y era posible contemplar juntas la alegría y la tristeza, la salud y la enfermedad, el bien y el mal. Era como si fuese un espectador de un peque½o teatro que siempre tenía el mismo escenario pero una función distinta y actores nuevos en cada ocasión. Le encantaba imaginar la vida de aquellos "actores", y siempre la inventaba a partir de los sus objetos personales, sus posturas y sus rostros. Él mismo habría sido un personaje difícil de "ubicar", ya que podía vérsele vestido de distintas maneras según la ocasión y llevando una bolsa "todo en uno" con todo lo que podía necesitar tanto en su viaje por el submundo como en su destino exterior: ropa de deporte, libros, chocolatinas, papeles y todo lo que pudiera meter en esa bolsa enorme.
Hace poco, descubrió algo que llamó su atención. En un rincón del vagón había una cartera. Había visto algunas vacías después de haber sido robadas y abandonadas, pero esta estaba repleta. La cogió dudoso, pues temía que creyeran que la estaba robando o algo así. Al observarla mas de cerca pudo comprobar que estaba repleta. Pensó en entregarla en las taquillas al salir, o a alguien de seguridad, pero con la cantidad de carnets, tarjetas y recuerdos que contenía aquella cartera decidió asegurarse personalmente de que llegara a su dueño sana y salva.
Al llegar a casa comenzó la labor detectivesca. La cartera contenía varios carnets, entre el DNI y los de bibliotecas, clubs y asociaciones comerciales. También incluía tarjetas de crédito, muchas fotos, tiquets de compra y notitas personales. Su dueña era una tal Laura, muy mona ella (según dedujo por las fotos) y con mucho mundo a cuestas, ya que los tiquets de compra, que llevaba posiblemente como recuerdo, eran de países lejanos. También tenía tarjetas de agencias de modelos (era guapa, pero... ¿modelo?) y carnets de tiendas de artículos de belleza y ropa femenina. Lo malo era que en ningún lugar aparecía su teléfono, y la guía telefónica ofrecía números en los que nadie contestaba. Preocupado por la chica cuando descubriera la pérdida de tantas cosas valiosas, decidió llamar a las centrales de las tarjetas de crédito para intentar obtener su número, pero lo único que consiguió es que las tarjetas fueran canceladas de inmediato. Finalmente decidió dejar su propio teléfono en un contestador que había en uo de aquellos números que aparecían en la guía telefónica. Acertó, ya que a la mañana siguiente el padre de la chica le llamó mostrándose agradecido, y días mas tarde la propia Laura para quedar con él y recuperar su cartera. El lugar del encuentro estaba claro: el metro.
Cuando apareció en el andén, Eduardo sabía que era ella. De tantas personas anónimas que atravesaban ese lugar, ella le era familiar. Sabía gran parte de su vida por esa cartera, además de su edad, dirección, teléfono y demás datos personales. Sabía que tenia una casa en un pueblecito, que si aun no era modelo esperaba serlo pronto y que adoraba viajar. Sabía que era sensible porque guardaba muchos recuerdos inútiles pero valiosos y también que quería mucho a sus amigos y a su familia, ya que llevaba fotos de todos.
Cuando ella le mostró su agradecimiento y se fue por el largo pasillo, él se montó en el tren para continuar su trayecto, sabiendo que ahora, por fin, el metro le había dejado satisfacer su curiosidad.
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