TAMBIÉN TIENEN WEB EN EL CIELO
Por Susana García, de Barcelona
Después de la ruptura con mi novio, con quien había compartido una relación de cinco años y con quien había vivido varios meses en un pequeño apartamento del centro, pasé una temporada francamente difícil. Sé que fue difícil para los dos, pero él tenía muy claro que ya no me quería y yo, en cambio, aún estaba enamorada de él. Pero nuestra relación se rompió y cada uno tomó su camino. Hacía poco que yo había pasado por una operación -me habían extirpado un quiste de los ovarios- y entre una cosa y otra me sentí muy deprimida. Mis amigas, con las que nunca había perdido el contacto, estaban casadas o viviendo con sus parejas, y me quedé un poco "compuesta y sin novio". Fue una época de soledad, en la que me sentí abandonada y triste.
Una tarde, paseando sin rumbo fijo por la calle, pasé frente a un local que me llamó la atención. El rótulo del local rezaba: "Internet: navegar y jugar en la red". Me sentí atraída y entré. Era un establecimiento grande, profusamente iluminado, en el que se alineaban diez o doce mesas con un ordenador sobre cada una. Una chica de unos veintitantos años, sentada tras el mostrador de la recepción, me dio las buenas tardes.
- Hola -respondí a su saludo- Sólo quería echar un vistazo.
- Si quieres, puedes probar a navegar durante media hora -me comentó- ¿Conoces Internet?
- Vagamente -le respondí- Pero me ha llamado la atención el rótulo de la entrada. ¿Cuánto cuesta media hora?
- Quinientas pesetas. Si no conoces Internet y no has navegado nunca puede enseñarte uno de los monitores por el mismo precio.
- Vale ¿puedo hacerlo ahora? -No tenía nada que hacer y volver a mi triste apartamento no me apetecía nada en ese momento.
- Si, por supuesto -llamó por un intercomunicador y habló brevemente con alguien- Ahora vendrá uno de los monitores y te enseñará a navegar... ¿Media hora?
- Que sea una -le dije.
- Estupendo. Por cierto, la casa invita a una consumición -me dio un ticket- Con este ticket vas a la barra y te darán una bebida, sin alcohol, claro.
Fui hasta una pequeña barra que había al fondo del local, pedí una pepsi y esperé apoyada en el mostrador hasta que llegó un chico moreno, con el pelo largo, que se dirigió directamente hacia mí.
- Hola -me saludó- soy Miguel. Cuando te parezca comenzamos y te enseño como funciona ésto de Internet.
Nos sentamos juntos frente a una de las consolas y él conectó la línea, explicándome paso a paso lo que debía hacer. Una página, llena de colores, dibujos y botones, apareció enseguida frente a nosotros. La hora me pasó volando pero fue muy instructiva y aprendí con facilidad el funcionamiento. Hice muchas preguntas, a las que Miguel me respondió solícitamente, y descubrí un nuevo mundo del que no tenía ni idea que pudiera existir.
Volví otra vez el siguiente sábado. Había bastante gente pero aún quedaba alguna consola libre. Me conecté durante una hora, esta vez sin necesidad de monitor, y disfruté de mi viaje, descubriendo nuevos sitios. Mi afición por la escritura me llevó a buscar páginas que estuvieran relacionadas con el tema y descubrí varios lugares donde, además de poder leer cuentos que la gente escribía, también podía publicar los míos propios.
Y así, acabé enganchada a este nuevo vicio. Dos veces por semana, pasaba una horita navegando, intensamente concentrada en lo que hacía. Conseguí mi propio correo electrónico, uno de esos que ofrecen gratuitos, y comencé a contactar con gente que compartía mi afición. En unos meses había hecho unas cuantas amistades, había conseguido publicar unos pocos de mis cuentos en diferentes páginas y me sentía parte integrante de una familia que me ayudó mucho a salir de mi tristeza. Incluso quedé con algunas personas que conocí para ir a tomar algo y charlar.
Pero esta historia, realmente, comenzó un sábado por la tarde, cinco meses después de mi primera conexión. Un chico, que dijo llamarse Enrique, dejó un mensaje en mi correo, comentando que había leído uno de mis cuentos y le había gustado mucho. Le contesté, dándole las gracias por sus comentarios y así comenzó una relación por correo que duraría todo un año.
Era un chico encantador, con un gran sentido del humor y que escribía unos cuentos muy divertidos y simpáticos. Intercambiamos cuentos, ideas, opiniones... y también hablamos de nuestra vida, de nuestros sueños y de nuestras esperanzas. Creo que fue él quien más influyó en mi recuperación. Me daba ánimos, me animaba a hacer cosas y siempre tenía una palabra de simpática para mí. Yo esperaba con impaciencia sus mensajes. Creo que, sin siquiera habernos visto, me enamoré de él. Me enamoré de su simpatía, de su alegría, de sus ganas de vivir, de su sentido del humor, de sus chistes y sus historias.
Un año después de su primer mensaje me escribió diciéndome que estaba planeando venir por mi ciudad. Quizá podríamos conocernos en persona. Me pareció una idea fantástica. Vendría a pasar una semana, por motivos de trabajo, y esperaba que pudiéramos quedar para charlar e ir a tomar algo. Por supuesto, yo estaba encantada e incluso le ofrecí que se quedara en mi casa durante su estancia. Me dijo que no, que ya tenía alojamiento, que se quedaría en casa de unos primos.
El día que él llegaba, le fui a buscar al aeropuerto. No tenía ni idea de como era él. Me había comentado que le era imposible enviarme una foto suya, aunque no me dijo el porqué. Yo si le envié una mía, para que, por lo menos él, pudiera reconocerme entre tantas personas.
El aeropuerto estaba, como siempre, atestado de pasajeros, gente que caminaba arriba y abajo con carritos cargados de maletas, turistas apresurados, niños que corrían por los pasillos sin hacer caso de los avisos de sus padres... Su avión llegó con algo de retraso y me entretuve, sentada en un incómodo asiento de color rojo, leyendo una revista que compré en el quiosco del vestíbulo. Cuando supe que su avión acababa de llegar, me puse muy nerviosa, me levanté y fui hacía la puerta de la que se suponía saldría. Esperé allí, esperando que él me reconociera, porque yo no tenía ni idea de como era él físicamente.
Un rato más tarde comenzaron a desfilar los pasajeros de su vuelo. Muchos eran familias y se les notaba a la legua que eran turistas, de vacaciones en mi ciudad. Y entre ellos, salió un chico, vestido con un polo azul y unos vaqueros gastados, que miró a izquierda y derecha. Luego, reconociéndome, me sonrió y se dirigió hacia mí. Imaginad como estaba yo, temblando como un flan. Pero Enrique me abrazó, me plantó dos sonoros besos en mis mejillas y, cogiéndome del brazo, me sacó del bullicioso aeropuerto. Cogimos el autobús que llevaba del aeropuerto al centro de la ciudad y, allí, sentados, finalmente pudimos hablar con tranquilidad.
- Tenía unas ganas locas de conocerte -me dijo, sonriendo ampliamente.
- Yo también -le dije, bastante cohibida.
Poco a poco le cogí confianza y, para cuando llegamos a la parada final, ya parecía que nos conocíamos de toda la vida. Él era tal y como parecía en sus mensajes, abierto, simpático, alegre. Físicamente era un chico normal, alto, delgado y algo desgarbado, con el cabello muy moreno, los ojos claros y brillantes, y aquella sonrisa que me robaba el corazón. Sus ojos eran tan profundos y a la vez alegres, que casi me perdía en ellos cuando me miraba.
Durante aquella semana descubrí lo que es estar realmente enamorada. No había conocido nunca a nadie como él. Si había pensado que estaba enamorada de mi ex-novio cuando cortamos, ahora me pareció que había estado ciega, tomando por amor lo que era cariño. Enrique me llevó a las más elevadas alturas, donde solo él y yo importábamos, donde todo era perfecto, donde un segundo sin él era como una eternidad sola. Si había estado enamorada platónicamente de él durante nuestra relación epistolar, ahora estaba enamorada de él en cuerpo y alma. Me entregué a él con total abandono, disfrutando de cada minuto, de cada momento, de cada palabra, de cada gesto. Si una no ha estado enamorada de verdad, no puede saber qué es estarlo como yo lo estaba. Es algo sublime, algo transcendental, es un sentimiento casi inexplicable.
Pero la semana llegó a su fin y Enrique tenía que marcharse de nuevo a su ciudad. Le acompañé al aeropuerto, triste y acongojada, y, en la sala de espera, lloré como nunca lo había hecho, sobre su hombro. Él me consolaba, diciéndome que no me olvidaría, que trataría de volver en cuanto le fuera posible, que me quería... Pero a mi no me valía nada de éso. Se marchaba y éso era una catástrofe para mí.
Seguí llorando, enjuagándome las lágrimas con un pañuelo de papel arrugado, y le vi desaparecer tras las puertas de embarque. Ésa fue la última vez que le vi.
Estuve esperando sus mensajes en mi correo pero nunca llegaron. Desapareció de mi vida y volví a deprimirme. Ya no me interesaba nada, todo me parecía falto de color, de vida y de alegría. Continué navegando dos veces por semana, siempre esperando encontrar un mensaje suyo en mi correo, un mensaje que nunca llegó.
Un día, visitando una página de cine, encontré la dirección de una persona que tenía el mismo nombre que el de su hermano, del que me había hablado largo y tendido y al que parecía tener un gran cariño. Le mandé un mensaje, preguntándole si era hermano de Enrique Saiz, sin dar demasiados datos, solo comentando que nos habíamos estado carteando. Su respuesta no tardó en llegar y me dejó sorprendida y confusa. Su nota decía lo siguiente:
"Hola Celia, recibí tu mensaje y me llevé una sorpresa enorme. Si, efectivamente Enrique era mi hermano pero murió en un accidente de coche hace dos años. Siento que nadie te haya notificado la noticia, pero fue un golpe muy duro y a nadie se le ocurrió mirar en su correo electrónico para decírselo a los amigos..."
El mensaje me dejó aturdida. No era posible. Él había venido a Barcelona, había estado conmigo. Yo no lo había soñado. Quizá yo me había equivocado y aquel chico no tenía nada que ver con Enrique. Con el mensaje de su hermano en la pantalla, busqué los de Enrique, que guardaba impresos en una carpeta de color azul. Cogí el último, fechado hacía dos meses, y lo volví a leer. Era aquel en el que me comunicaba la fecha y hora de su llegada. Me fije en su dirección de correo: kike@heaven.anggu.Di. Y entonces, lo supe... Supe que él era mi ángel de la guarda. Nunca más me he vuelto a sentir sola, porque sé que él está aquí, aunque yo no le vea. Me enseñó que es el amor de verdad y nunca se lo podré agradecer lo suficiente.
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