COSAS DE HOMBRES Y MUJERES

Francisco Rodríguez de Cáceres

Llueve. Y eso es lo curioso, que llueva en esa cálida California de hermosas playas y atractivas mujeres en un 16 de septiembre. La acción se desarrolla en un año cualquiera, en un chalet cualquiera, en una urbanización cualquiera. Eso no importa; lo que realmente importa, es que llueve.

- ¿Te vas a quedar ahí todo el día? Cuanto antes te marches, mejor.

- Déjame tranquilo. Me iré; de eso no cabe duda. Pero no lo haré hasta que amaine la lluvia. Después de quince años de matrimonio deberías saber que odio mojarme bajo la lluvia.

- ¡Ja! No me recuerdes que me hemos estado casado. No me recuerdes que aún eres mi esposo. No me recuerdes que una vez te quise. Por favor, no me recuerdes nada, y vete en cuanto esa maldita lluvia deje de caer.

Mark se sienta en ese cómodo sofá de piel, no muy lejos de esa maleta que le recuerda que todo ha acabado. Debería sentir algo mientras observa cómo esas aún bonitas piernas de la mujer con la que ha compartido su vida durante tantos años, suben esas escaleras en forma de caracol que conducen a una segunda planta. Pero para su propio asombro, no siente nada especial. Como mucho, curiosidad. ¿Qué estará haciendo Lisa arriba? Si no tiene nada importante que hacer, estará deseando venir al salón, su parte preferida de la casa. Seguramente le gustaría quedarse sola en casa, para poder bajar, y encontrarse a gusto.

No ha sido una buena semana precisamente: riñas, enfrentamientos, llantos, súplicas, insultos. Una semana movidita. Ni Mark ni Lisa pensaron nunca que llegarían tan lejos. Pero una vez se casaron, y se mudaron a ese chalet, parecía que nada les apartaría al uno del otro. "Hasta que la muerte os separe", les dijo el cura. Puede que en este justo momento ya estuviesen muertos. Ellos, quizás no, pero sí ese amor que los unió desde los tiempos del Instituto. Muchas veces habían comentado entre ellos que era verdaderamente extraño ver a una pareja que empiece a salir en la adolescencia, y que ese amor perdure durante toda la vida. Y ellos lo comentaban como si ya hubieran triunfado, por encima de todos esos inconvenientes que siempre acechan a una relación. Pero nadie está libre de inesperados contratiempos.

- Eres un gusano. Me has engañado durante mucho tiempo. Pero no se puede engañar a una persona durante toda la vida. Trabajo, trabajo, trabajo. ¡Ja! Ahora ya sé a qué llamas "quedarte trabajando en tu despacho". ¿Con cuántas mujeres has estado mientras yo te esperaba en casa? ¿Dos, tres, cuatro, mil? Eres un maldito gusano.

- Sólo ella, cariño. Fue un desliz.

- No me llames cariño... - le grita ella.

Y en ese momento le lanza un bote de refresco, que él tiene que esquivar, bajando la cabeza.

- ...si no quieres que acabe contigo. Te mataré, juro que te mataré. Y no llames desliz a una relación de tres años y medio. Lo sabía todo el mundo. Todos menos yo.

"Es como en las películas", pensaba Mark. Solo que en las películas a los actores les pagan por fingir; y en ese momento nadie fingía.

Quizás la cosa no hubiera sido tan dramática si ellos hubieran mantenido una relación más alocada durante todos esos años. Pero no fue así. Mark y Lisa, Lisa y Mark... En verdad siempre fueron una pareja de tortolitos. Nunca se cruzó nadie más entre ellos, entre otras cosas, porque ninguno lo permitió.

Apenas tuvieron broncas, y solían estar de acuerdo en casi todo, y tenían la virtud de amoldarse el uno al otro, sin que eso representase ningún esfuerzo para ellos. Y envueltos en esa monotonía, en esa paz interior, en ese "hogar, dulce hogar" donde ambos disfrutaban en un silencio que los envolvía, mientras Mark solía leer el periódico y Lisa cosía, tejieron esa común felicidad que poco a poco empezaba a resbalar en una balsa altamente peligrosa. Por supuesto, pasaron momentos malos. Y el peor de ellos fue cuando Lisa abortó. Y no una vez, sino dos. Pero nunca se mantuvieron más unidos que cuando les comunicó el doctor que ella no podría tener niños. Eso no pudo con ellos, ni la etapa en la que Mark perdió su trabajo, y no encontraba otro. ¿Qué podría con ellos? Se conocían desde toda la vida.

Desde la guardería. Sus madres coincidían cuando iban a recogerlos, y mientras ellos se pegaban por el camino, ellas se intercambiaban sus patrones de labores.

- Te repito que esa historia acabó. Yo no soy perfecto. Nadie es perfecto. Pero te quiero a ti. Te quiero como nunca.

- "Te quiero como nunca, te quiero como nunca"- le imitaba ella con una actitud neurótica- Pero eso no te impidió acostarte con ella. Me querías a mí, y mientras yo estaba preocupada, tú estabas en su cama, tranquilamente, sin importarte nada ni nadie. ¡No te perdonaré jamás! Y ahora es el único momento en que me alegro de no haber tenido un hijo contigo. De esa manera no tendré que volver a verte. Ya nada nos une. Tú ya no eres nadie.

Y otra vez más, ella subía escaleras arriba, llorando, intentando que él no pudiese ver cómo esas lágrimas la delataban. En el cerebro de Mark, miles de pensamientos se atropellaban, y a veces pasaba de uno a otro en milésimas de segundos, como si ni siquiera tuviese capacidad de controlar esas ráfagas mentales. Por un lado, la escena de una mujer a la que siempre había visto relajada y tranquila, ahora en un desconocido estado de nerviosismo, le desencajaba todos sus esquemas. Y por otro lado, esos inevitables sentimientos de culpabilidad, y un poco más difusamente, la sensación de que ya no podía hacer nada, le mantenían en un nada envidiable estado de ánimo.

Había rogado perdón, se había puesto de rodilla, había prometido amor eterno. Todo. Y nada. Ya no había solución. Él reconocía ser el responsable de esa ruptura, de ese nerviosismo que se había apoderado de ella, de que ambos llevaran varios días sin dormir, de esa incertidumbre de "¿qué será de nuestras vidas a partir de ahora?". Había sido malo, había contrariado las indicaciones del cura, de su filosofía, de sus conceptos, de sus ideas conservadoras. Pero cuando más deprimido estaba, siempre pensaba lo mismo: ¿Y qué? El Titanic también se hundió, y cayó el Muro de Berlín, y ardió el Coloso en llamas. ¡Y qué diablos! Torres más altas habían caído. Pero, ¿por qué no podían seguir juntos? ¿Acaso no era esta otra prueba más del amor que en teoría se tenían? Todo había pasado ya. Por lo tanto, ¿qué era lo que los desunía? Él la hubiera perdonado.

- ¿Que tú me hubieras perdonado? No me hagas reír. Eso lo dices ahora, porque sabes que eres tú quien se ha equivocado. Tú no me hubieras perdonado. Lo sé. Lo vi en tus ojos cada vez que Bill Owen hablaba conmigo. No quitabas ojo.

- No me hables ahora de ese estúpido. Bill Owen, Bill Owen, Bill Owen. Por favor. ¿Crees que es momento de hablar de ese baboso? Claro que te miraba; él siempre fue a por ti, y no le importaba que salieras conmigo. Ni siquiera dejó de pretenderte cuando nos casamos. Bill Owen, por favor... - y en esos momentos Mark subía sus manos con las palmas hacia arriba, como si estuviera implorando a un dios -.

- No me hubieras perdonado. Por eso nunca acepté sus proposiciones, y me mantuve alejada de él. Pero él me atraía. ¿O acaso te crees que eres el único que sentía esa curiosidad de probar otra experiencia? Claro que me atraía, e incluso me planteé tener una aventura con él, pero lo descarté casi inmediatamente, porque pensé en ti. Pensé que tú eras la persona que yo había escogido para vivir durante toda la vida, y no quería perderte. Y le rechacé. Y cuando lo rechacé, tenía claro que tú nunca me traicionarías, pero si llegara ese momento, yo no te perdonaría.

La escena empezaba a ser tan rutinaria como su anterior vida de perfectos casados, sólo que en esos momentos discutían; ella le lanzaba algo con la peor de las intenciones (cosa que dejaba perplejo a Mark, teniendo en cuenta que siempre la había conceptuado como una "mosquita muerta"), y a continuación se subía al piso de arriba, y él, se quedaba a dormir en el sofá del comedor. Tras casi una semana de continuas tensiones, habían decidido que lo mejor era separarse definitivamente. Al fin y al cabo, no podrían seguir así toda la vida. No tenía ningún sentido, y cuando vieron que se habían estancado en cotidianas trifulcas, decidieron que cada cual viviera su vida, y por el momento ella se quedaría en el chalet. Ese querido y adorable chalet fue una herencia de los padres de Mark, y llegado a este punto, Lisa puso de manifiesto la intención de abandonar la casa, puesto que no era su casa. Pero evidentemente, él no aceptó que la que aún era su mujer cogiese las maletas, y se marchase casi furtivamente, pues otenía a donde ir. Sus padres, al igual que los de Mark, habían muerto, y su única hermana se había traslado a España hacía ya varios años. Así pues, decidieron que mientras ella buscaba tranquilamente un apartamento, cosa que le podría llevar entre dos semanas y un mes, él dormiría en casa de George, un amigo de toda la vida. La cosa iba bastante avanzada. Habían incluso, tratado los temas económicos, y no parecía que fuese a haber ningún problema por parte de ninguno de ellos. Mark había amasado una pequeña fortuna gracias a un negocio de muebles que él mismo había creado de la nada. Y no tenían hijos. A decir verdad, dinero no les faltaría a ninguno de los dos.

Pero nunca hablaban de dinero. Es cierto que Mark trabajaba duro para ganarlo, pero no le volvía loco. Y a ella tampoco. Y al final esa imposibilidad de tener un hijo tampoco les preocupaba. Ni que ya tenían una edad de jóvenes abueletes, rondando ambos los 40. Nada les preocupaba. Sí. A él sí había algo que le había obsesionado últimamente: el hecho de que sólo se había acostado con su mujer. Parecería una tontería, pero a él le estaba dejando una espina en el corazón que se le empezaba a clavar día a día. ¿De qué hablaría con sus compañeros una vez rotos los iniciales protocolos? ¿Durante cuánto tiempo tendría que callar mientras los demás alardeaban de sus aventuras? Desgraciadamente tenía que encontrar un cierto equilibrio dentro de ese silencio, pues aunque no podía hablar demasiado, teniendo en cuenta que no tenía nada que contar, tampoco podía estar demasiado callado, pues sería una forma evidente de demostrar que aparte de su mujer, nada de nada. Era curioso, se decía a sí mismo: "no me preocupó esetema siendo un adolescente, y lo hace ahora. Y ni siquiera puedo alegar "la crisis de los cincuenta", teniendo en cuenta que aún estoy a un decenio de esa fecha". Sin duda alguna, tuvo incidencia el hecho de que paulatinamente él empezase a salir por las tardes, después de la jornada laboral. Al principio lo hacía como una especie de camaradería con sus empleados, pues había caído en el hecho de que durante años se mantuvo frío y distante con ellos, (aunque siempre intentó ser justo), y pensó que era el momento de confraternizar con los que durante algunos años le habían ayudado a mantener ese negocio. Pero seguramente su subconsciente, sí, ese endiablo y retorcido subconsciente, mucho más inteligente y puñetero que el consciente, le indicó que por algún lado debería rellenar esa carencia que la falta de hijos había creado en su espíritu. Y sin darse cuenta, pasó de salir con sus obreros a sus amigos de toda la vida, gente con un nivel socioeconómico más alto, con más vida, y por lo tanto más peligrosos parsu estabilidad matrimonial. Es cierto que solo estuvo con esa mujer, Diana; y no la culpa de nada, pues de no haber sido ella, hubiera sido otra. Ni siquiera le tiene resentimiento por haber telefoneado a su casa, en un acto de loco despecho. Lisa cogió el teléfono. Y lo mantuvo fijamente en sus manos, observando a Mark, sin hablar. Y él, lo comprendió al instante. Pero no es el momento de albergar sentimientos de venganza, ni nada parecido. Es, simplemente, el momento de irse.

Y ese comedor, es el mismo, y el sofá, y los cuadros, y la pequeña televisión; y todo sigue como siempre. Y lo más significativo no es la pena, ni la tristeza, ni la sensación de que el final ha llegado. Lo más importante es, que llueve.

- ¿No te importa que me quede unos minutos más? De aquí a nada dejará de llover. La casa de George está a dos manzanas de aquí. No voy a llamar un taxi para ir allí, pero si me voy andando con la que está cayendo, me voy a calar.

- A mí no me des explicaciones. Esta es tu casa, te puedes ir cuando quieras, pero no tardes demasiado, no vaya a ser que me vaya yo antes que tú.

Mark estaba de pie, observando cómo esa maldita lluvia le estaba privando de la posibilidad de irse en ese justo instante. Cuando arreglaron el chalet, decidieron que mantendrían esos grandes ventanales de la entrada. "Nos darán mucha luz", pensaron, Pero en ese momento, hubiera preferido que no estuviesen allí, y conformarse con escuchar esos rítmicos sonidos que los goterones producían al chocar con el techo.

Y cuando ella ya le había dado la espalda para dirigirse una vez más a ese segundo piso, él le dijo:

- Pese a todo, me alegro de haberte conocido.

- Yo no estoy tan segura de pensar lo mismo, le dijo Lisa fríamente, y a continuación le volvió a dar la espalda.

Y durante una hora más, Mark continuaba observando el exterior de la calle, de pie, inmóvil, ausente. Esta vez todos los recuerdos se habían apoderado de él, y esa relativa tranquilidad con la que se había tomado todo el asunto también le estaba dando la espalda. Podría intentarlo una vez más, subir, y llorarle, arrodillado. Pero no surtiría efecto. El se había equivocado, pero no podía estar cometiendo errores cada día. Y en esos momentos, pensando que ella ya estaba dormida, sintió un cierto apego a esa postura que desde hacía una hora mantenía. Pensaba que necesitaba estar allí, de pie, muerto, durante un poco más de tiempo. ¡Tiempo! ¡Eso es desgraciadamente lo único que le sobraba! Tiempo... Así pues, sin proponérselo, empezó a repasar su vida. Los momentos buenos, los malos, los amigos, su familia, sus partidas de mus, la única borrachera de su vida, su primer coche; e incluso pudo saborear esa rica paella que se comió en España, una de las veces que fue a visitar a su cuñada. Y es que la vida pasa volndo. Dentro de nada será un viejecillo. Seguramente tomará por costumbre seguir mirando a la calle, algo en lo que nunca había reparado, pero a lo que estaba cogiendo cierto gustillo. Y estaba recordando su noche de boda, cuando él le comentó a ella que serían muy felices en ese mismo chalet, con su chimenea y dos hermosos niños alrededor. ¡No pasa nada! Al fin y al cabo, le queda la chimenea. Pero poco a poco empezó a sentirse angustiado. Deseaba irse ya, olvidarse un poco de todo, sentarse en el parque de Washington Street, y tomarse un helado de plátano, su preferido. Pero, ¿cuándo narices va a dejar de llover?

- ¿Aún estás aquí? Pensé que ya te habías ido.

- Perdona, no tardo mucho, le responde él, sorprendido pues le cogió de sorpresa, aunque relajado al comprobar que ella estaba algo más tranquila.

- Voy a por un vaso de leche fría. ¿Quieres otro?

- De acuerdo, le respondió vagamente, aún absorto en la imagen que esa noche le ofrecía a través de esos amplios ventanales.

De pronto, se dio cuenta, que a él, la leche siempre le gustó caliente. Era una manía. Si estaba fría, prefería no beberla.

- Perdona car... (iba a decir "cariño", pero gracias a Dios no acabó la frase), ¿te importa calentarme la le...?

Y en ese justo momento apareció ella con dos vasos, uno de ellos desprendiendo un casi transparente humo. Ella no dijo nada; se limitó a darle su vaso de leche caliente mientras le miraba a los ojos. Durante varios segundos, ella pareció quedarse también embobada mirando hacia el exterior. Y cuando ese corto pero inoportuno silencio empezaba a hacerse demasiado embarazoso, ella comentó:

- Nunca te gustó la lluvia. Yo siempre me reía de ello. ¿Te acuerdas? Tú siempre salías corriendo hacia tu casa, aunque aún no hubiéramos terminado de jugar en la calle, y ya te tenía tu madre preparada tu toalla. Ni siquiera te importaba que yo me burlara de ti mientras ella te secaba, y te decía: "ven aquí que te seque, no quiero que se me constipe mi niño". Fue una gran mujer tu madre.

- Sí. Lo fue. La mejor de todas las que conocí.

¿Recuerdas? Ella siempre decía: "Lisa es para mi hijo. Ellos se casarán, y tendrán hijos". La primera vez que se lo escuché, tú y yo no tendríamos más de siete años, ocho a lo sumo. "Adán y Eva" nos llamaba.

Mark no la miraba. Ni ella él. Parecía como si hablaran con ese maldito ventanal. Pero sorprendentemente ambos estaban relajados. Hablaban pausados, sin prisa.

- ¿No te da la sensación de que estamos castigados, mirando a la pared, porque nos hemos vuelto a tirar bolas de papel? se atrevió a preguntar él.

- Claro, advirtió ella. Pero no mires hacia atrás, o la señorita Sara se enfadará aún más. No levantes la cabeza, o no nos dejará salir al patio, decía en un tono de confidencialidad.

- De acuerdo. Pero tú tampoco. Ya sabes que tiene mal genio.

- Por supuesto.

Y sin darse cuenta, los dos trataban de erguir sus cuellos. Y en un acto de espontánea sincronía estiraron sus brazos en forma de cruz, como si realmente estuvieran castigados No podían permitir que su profesora se enfadara aún más, y les obligara a quedarse en el aula, sin salir al patio.

- ¿Qué vas a hacer cuando salgamos de clase?

- Voy a ir con los otros chicos al parque. Vamos a jugar al balón.

- ¿Puedo ir con vosotros?

- No. Tú eres una chica, y las chicas no juegan al balón.

- Pero yo no soy una chica cualquiera (enfadada). Soy más fuerte que todas ellas, y además, tú eres un gallina, y te da miedo la lluvia.

- No me da miedo la lluvia.

- Mentira. Te he visto llorar cuando te mojas. Eres un gallina.

- Eso no es verdad. No me llames eso.

- Gallina, cobardica. Y si no me dejas ir contigo, se lo diré a tus amigos, y ellos también te llamarán "gallina".

- De acuerdo. Puedes venir con nosotros. Pero con una condición.

- ¿Cuál?

- Que me des un beso.

- No puedo. Tengo 8 años. Y las niñas con 8 años no pueden besar a los chicos. Me lo ha dicho mi madre.

- Pero yo soy tu novio. Yo soy Adán, y tú eres Eva. Así que puedes besarme.

- ¿Seguro?

- Seguro.

En ese momento, ambos bajan los brazos, y Lisa se vuelve hacia Mark. Durante todo ese rato han estado a escasos centímetros de distancia, aunque sin mirarse el uno al otro. Clava sus ojos tiernamente en los de él. Pone sus manos en su cuello, y suavemente le besa los labios durante unos segundos. Y mientras sus tímidas pero pausadas lágrimas mojan su pijama, le dice:

- Cuídate.

- Tú también.

Y una vez más, sube las escaleras.

Y en ese momento, son dos las cosas más importantes. Una, es que Mark, también llora, y otra es, que llueve. Y una vez se ha secado esas ridículas lágrimas, recupera la compostura y piensa que es buen momento para sentarse en el sofá. Quizás echen una buena película, y puede que durante una hora y media se le olvide que su mujer le quiere, que él le quiere a ella... y que George le espera. Quizás no esté en el piso, y haya salido a cenar con su novia. Pero Mark ya tiene las llaves. Y como dijo Lisa, es su piso. Verá la película y entonces, se marchará, aunque caigan rayos y truenos, aunq...

- No deberías haber venido. Te esperan todos en el pueblo. El sheriff te la tiene jurada. Y los hermanos Dalton no te perdonarán jamás.

- Al diablo con el sheriff y con los hermanos Dalton. He venido a por ti y no me ir...

Pero el pistolero bueno no puede acabar la frase. Lisa ha apagado el televisor. ¡Una pena! Tenía buena pinta la película. Le hace gracia esa escena del comedor. Ahora la única luz que entra es la de la farola que hay junto a la casa. Se queda mirando a Mark, y piensa "sigue tan dormilón como siempre". Nunca fue capaz de ver una película entera con ella en el cine. Y además roncaba; ella simulaba silbarle como si fuera un caballo, mientras se reía, observando a los lados, medio avergonzada, medio atrevida. Y también fumaba puros, y muchas veces decía tacos, y era celoso, y era cabezón, y era pesado con sus bromas, y si le llevaban la contraria, se enfadaba muchísimo. Pero era él. Ese pequeño niño de ojos vivos que le levantaba la falda mientras se reía al tiempo que se marchaba en su bici. Ese adolescente que se volvía loco cada vez que ella le sonreía a otro chico. Ese hombrecillo que encontró su primer trabajo en el departamento de correos. "Hoy he cobrado mi primera paga. ¿Qué prefieres, que te invite al cne, o que te dé un beso?" Ella escogía lo segundo, y mientras él se recreaba en sus labios, sacaba furtivamente un anillo del bolsillo de su chaqueta, grabado con el nombre de los dos. Y en ese momento ella no decía nada; le miraba a los ojos, y a él le recorría un hormigueo por todo el cuerpo. Ese hombre que se cabreaba cada vez que iban a una cena y ella se retrasaba mientras se cambiaba de vestido una y otra vez. Pero era su hombre, y el estúpido de Bill Owen nunca le hubiera llegado a la suela de los zapatos. Ni él, ni nadie. Tenía delante de ella a su pasado. Su infancia fue la de los dos, su adolescencia fue la de los dos, su primera vez fue la de los dos. ¡Maldita sea! Hasta su respiración fue la de los dos.

Sin darse cuenta, se tumba en la alfombra que hay junto al sofá. Y le pasa la mano por su flequillo. A él siempre le gustó que le acariciara. Y él, ahora no se entera. Lleva días sin dormir, y podría quedarse sin despertarse una semana y media en ese sofá; el sofá del destierro. Y de no haber sido porque Lisa escuchó el sonido procedente del televisor, aún seguiría dormida. Pero en ese momento, es ella la que está despierta, y por eso se aprovecha. Le mira, le toca y le siente. Pero él no la ve. Y le coge la mano...

Una hora más tarde, Mark duerme en el sofá, y Lisa aún tiene agarrada su mano, mientras ella también duerme, encima de esa bonita alfombra. Lisa está soñando. Sueña que ojalá no pare de llover nunca. Mark también sueña. Sueña que ojalá no pare de llover nunca. Y la luz de esa vecina farola envuelve sus acurrucados cuerpos...

Pero eso no es lo importante. Ni que han nacido el uno para el otro. Ni que son Adán y Eva. Ni que dentro de poco tienen que levantarse para no llegar tarde a clase y que no los pueda castigar la señorita Sara. Lo más importante, es que en esa calle cualquiera, en esa urbanización cualquiera, en ese 16 de Septiembre de un año cualquiera... diluvia.

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