CRÓNICAS AEROSPACIALES
CAPÍTULO I: ESPACIO 1999 -UNA AVENTURA EN EL ESPACIO
Un gran movimiento humano se desarrollaba en la estación espacial lunar Paquito II, ubicada en la cara oscura del satélite. Los técnicos y los mecánicos corrían a un lado y al otro del inmenso hangar espacial, cargados con sus sofisticadas herramientas de trabajo. Hacía poco menos de dos horas que habían alunizado dos de los "halcones", sufriendo graves desperfectos. Los Martianos habían vuelto a atacar...
- Pásame la llave del 11 -pidió el mecánico Carlos Iribaituren a su compañero.
El otro hombre abrió la caja de herramientas y buscó por todos sus departamentos.
- No está en la caja, Iribaituren -contestó Gustavo Aníbal- Seguro que Gomera la ha vuelto a coger.
- ¡Maldita sea su estampa! -rugió Iribaituren, golpeando el fuselaje de la nave plateada con el destornillador de estrella.- Pues ya puedes irle a buscar y que la devuelva.
Mientras tanto, en aquellos mismos momentos, el comandante Heraclio Martínez y la doctora Barbara Pérez del Castillo conferenciaban en la sala de mandos.
- Comandante, creo que deberíamos hacer algo al respecto con los heridos. En la estación no tenemos las medicinas necesarias para atenderles.
- ¿No quedan aspirinas? -preguntó el comandante, mirando atentamente a la gran pantalla de la sala de control.
- No, comandante -contestó la doctora, también contemplando la misma pantalla, que permanecía mostrando un oscuro cielo salpicado de brillantes estrellas.
- Pues ¡la hemos hecho buena! -exclamó él- Ya sabe doctora que no puedo pensar bien con estos dolores de cabeza que me dan.
- Por eso mismo comandante, debería usted enviar la lanzadera con los heridos y, de paso, hacer un pedido de cosas básicas.
- Bien, doctora -el hombre, con las manos cogidas por detrás de la espalda, se giró hacia la mujer- Pues no nos demoremos más. -se dirigió a un subordinado- Llame a intendencia... y ¡Qué preparen la lanzadera! -rugió la orden al oficial que se hallaba sentado frente al panel de control, apretando botoncitos sin parar y accionando palanquitas que podían servir para cualquier cosa.
El oficial apretó varios botoncitos de colores, accionó dos palancas más y una voz se oyó a través de los altavoces de la sala de mando.
- Usted dirá, comandante -contestó la voz, que pertenecía al señor Suluk, el encargado de intendencia.
- Haga el favor de rellenar un pedido con todos los productos básicos necesarios de los que estemos bajos de existencias y pida un centenar de cajas de aspirinas.
Luego el oficial volvió a toquetear los mandos y otra voz surgió del altavoz.
- ¿Sí, mi comandante? -esta vez la voz era femenina y pertenecía a Edith Adams, la ingeniera aerospacial que se ocupaba de las naves.
- ¡Que fleten la lanzadera! Y haga el favor de incluir el pedido de productos básicos que le entregará el señor Suluk. ¡Prioridad UNO!
- ¡A las ordenes mi comandante! -respondió enérgicamente la ingeniera.
Cuando la orden de la ingeniera Adams, española de padres americanos, llegó a los hangares, los técnicos estaban valorando los desperfectos de las naves atacadas. El mecánico Iribaituren fue solicitado para que pusiera a punto la lanzadera.
- ¿Qué dice? -respondió este a su inmediato superior- Pues no creo que vaya a poder ser hoy mismo -dijo, rascándose la oreja con el destornillador- Está que se cae a trozos.
- Cumpla las órdenes inmediatamente, mecánico.
- Pero...
- ¡No hay peros que valga! Haga su trabajo.
Iribaituren miró a su compañero, Gustavo Aníbal, con cara de perplejidad. ¿Cómo pensaban esos ingenierillos que iba a poder hacer que la "bañera espacial" saliera siquiera del hangar?. Desde que había sido alcanzada por un meteorito la habían dejado que se oxidase en un rincón. Y ahora la querían lista para salir.
- Espero, señor, que nos suministren las herramientas que hemos solicitado -dijo Iribaituren a su superior, antes de que este se retirase.
- ¿Ha hecho el pedido formal en intendencia?
- Bueno, le dejé una lista de las herramientas que faltan al señor Suluk hace un par de meses.
- Entonces será mejor que vuelva a hacer la lista. Las existencias de papel higiénico se terminaron el mes pasado y es probable que su pedido se haya tenido que reciclar.
- ¡Vamos! ¡Qué se han limpiado el culo con él! -exclamó Iribaituren para sí, en voz muy baja.
- ¿Decía?
- Nada, señor.
- Bien, pues usted y su compañero hagan el favor de poner manos a la obra.
Así pues, los dos hombres se dirigieron a la zona donde se guardaba la lanzadera. Tal como sabía Iribaituren, esta estaba en las peores condiciones y algunos matojos lunáticos habían enraizado entre las juntas de la nave. El óxido estaba presente en casi todas las piezas metálicas y los retrovisores accionales colgaban como dos peras maduras de sus enclaves. Vamos, que necesitaba un lifting urgente y eso no se hacía en un momento.
- ¿Tenemos tornillos de punta de titanio? -preguntó Iribaituren a Gustavo Aníbal
- Ni uno... Se terminaron la semana pasada, cuando tuvimos que reparar el casco de aquella nave terrestre que chocó contra la puerta del hangar.
- Pues... quizá tengamos que usar aquellos viejos tornillos de punta de platino, si es que queda alguno.
- Me temo que tampoco tenemos... Solo nos quedan clavos de hierro.
- ¡Por Saturno! -exclamó Iribaituren, sintiéndose completamente impotente.
- Quizá con los clavos y un poco de pintura... -se atrevió a sugerir Gustavo Aníbal.
- ¡Cómo puedes siquiera pensarlo!
- Bueno... yo...
- Tranquilo, amigo. Haremos lo que esté en nuestra mano.
La doctora Pérez del Castillo dejó al comandante solo en su sala de control, de la que apenas asomaba la nariz, y se dirigió a la enfermería. Allí, estirados sobre dos camillas, se hallaban los tres heridos (uno de los tripulantes había muerto a su llegada). Por falta de camillas, habían tenido que atar las dos de que disponían y colocar a los heridos lo mejor posible en aquel apaño.
- ¡Doctora, doctora! -exclamó uno de los heridos, con voz ronca y dolorida- ¡Doctora!
- ¿Qué se le ofrece, buen hombre? -dijo la mujer acercándose al hombre.
- Deme algo...
- Pues no sé que... Como no quiera una chocolatina de algarroba...
- ¡Doctora, doctora! ¡No soporto el dolor!
- ¡Ay, muchacho! ¿Y quién lo soporta? Pero debes ser valiente, eres un héroe...
- ¡Doctora, no quiero ser un héroe! ¡Quiero un maldito calmante! -dijo el hombre subiendo el tono de voz.
Los otros dos heridos, que al entrar la doctora, estaban inconscientes, despertaron con los gritos que profería su compañero. Ambos comenzaron a quejarse de sus dolores. La doctora, sin perder la compostura, sacó una pequeña linternita del bolsillo de su bata blanca y examinó los ojos de los tres heridos.
- ¡Uf! ¡Qué conjuntivitis tan terrible! -exclamó la doctora. Buscó en un cajón y sacó de este una diminuta botellita blanca. Administró unas gotas en los ojos de cada herido y volvió a guardarla.
- ¡Hala, majos! Os dejo un ratito solos. ¡Sed valientes y resistid!
En el hangar, Iribaituren y Gustavo Aníbal luchaban encarnizadamente para conseguir dejar a punto la lanzadera. Era una tarea ardua y ambos sudaban a raudales, manchando con el sudor sus monos de trabajo color butano. Iribaituren clavaba concienzudamente los clavos en el fuselaje de la lanzadera, golpeándolos con el mango de unos alicates porque el martillo había salido flotando hacia el espacio el día que a alguien se le ocurrió abrir las compuertas de gravedad cero sin avisar.
-¿Crees que quedará lo suficientemente reforzado? -preguntó Gustavo Aníbal a Iribaituren, que se afanaba con los clavos.
- Vete tú a saber. Puede pasar cualquier cosa. Desde que la nave se desmonte en mitad del espacio hasta que consiga llegar a la estación terrestre más o menos entera.
- ¿Y qué pasará si no llega?
- Pues que se va a armar un follón de mil diablos.
CONTINUARÁ....
Por Genevre
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