MONDADIENTES MALDITO

A duras penas logré abrirme paso entre la multitud que poblaba el vagón del Metro y, a base de codos, como aprendí en el equipo de baloncesto de la facultad, pude desplegar las páginas del periódico recién adquirido, en busca de sucesos, pasatiempos y ofertas de empleo. Años atrás concedía otra valoración a la prensa y solía leer las secciones nacional e internacional, las editoriales y la economía. Pero cuando uno madura se va dando cuenta de lo que es realmente importante en la vida. Así aquel día leí en primer lugar los sucesos, uno de los cuales llamó poderosamente mi atención: "Misteriosa desaparición en el Hospital Central".

Leí con interés, pues mi madre estaba ingresada en dicho hospital.

"Hace dos días que no se tienen noticias del doctor Capilla. Fue visto en el hospital, por última vez, el pasado jueves. La operación de búsqueda del reputado médico no ha dado fruto alguno hasta el momento".

¡Caramba! Si se trataba del doctor Capilla, el que atiende a mamá. Es cierto, ayer no la visitó a la hora acostumbrada.

Experimenté una agradable sensación de protagonismo. Yo, un tipo anónimo, insociable y de segundas filas, me convertía en persona interconectada con la actualidad y la noticia, con el mundo real, el mundo publicable en donde moran los luminosos. Una misteriosa jugada del destino.

Pero tras mi absurdo engorde vanidoso, pensé en mamá. La pobre. Que mala suerte tenía. Con lo que está pasando y encima ahora desaparece el médico que lleva su caso. Su situación es auténticamente patética: precisa someterse en breve a una operación quirúrgica y para ello, debido a su alarmante obesidad, es menester que pierda treinta kilos de peso. Así los riesgos para su salud se reducen a la mitad. Ahora lleva un severísimo régimen adelgazante, consistente en no probar bocado durante veintiún días. Únicamente el té sin azúcar se le permite. Pobrecilla.

Cuando llegué al hospital, mamá se deleitaba en la contemplación televisiva de un serial venezolano por lo que no reparó en mi presencia hasta media hora después, una vez concluido el episodio.

- ¡Anda! Pero si estás aquí.

- Acabo de llegar -mentí, por no contrariarla.

- ¿Cómo está todo en casa? ¿Regaste las macetas?

- Si, mamá, lo tengo todo en perfecto estado. Y he cerrado el gas antes de salir. ¿Y tú? ¿Qué tal te encuentras? ¿Qué te ha dicho el med...? Oye, por cierto, he leído en el periódico que ha desaparecido el doctor Capilla.

- Sí, menudo revuelo se ha armado. Están como locos buscándolo o tratando de averiguar que ha sido de él.

- ¿Y tú? ¿Cómo te sientes? ¿Has vuelto a sufrir alucinaciones nocturnas?

- No, gracias a Dios no me ha vuelto a ocurrir. Parece que ya he superado mis traumas gastronómicos-oníricos.

- Debe ser terrible soñar, noche tras noche, con la comida. Creo que yo no lo aguantaría, tienes una voluntad férrea. Te admiro.

- No es para tanto. La dureza de los primeros días es terrible, pero con el tiempo te conviertes en un "artista del hambre", como los de Kafka, y aborreces la comida. Creo que actualmente me encuentro en esta fase del proceso. Fíjate hasta que punto cuanto digo es cierto que ayer, al ver en televisión el programa de cocina de Arguiñano, no se me cayeron las babas, como hasta hace poco me acontecía.

- No sabes lo que me alegro, mamá. Recuerda cuán importante es que pierdas treinta kilos antes de la operación. Los riesgos, ya sabes. En fin, paciencia y a seguir luchando. Debo marcharme, pero mañana volveré a visitarte.

- Tráeme alguna lectura que me ayude a conllevar ésto. Recibo escasas visitas y estoy harta de seriales y concursos de la tele.

- ¡Cuenta con ello! Traeré alguna novela interesante.

Al besarla para despedirme percibí su desagradable halitosis. ¡Pobre mamá!

Mientras cenaba en un económico restaurante chino recordé los exquisitos platos que mamá cocinaba antes de ser ingresada. Lástima, cuánto sufre sin poder comer y tragando infusiones sin azúcar. Olvidé preguntarle qué tal lo pasó anoche viendo la película de Ferreri "La gran boufet".

Ya en la cama, tras rezar mis oraciones, me dio la vena teológica y comencé a cavilar. Por qué es Dios tan injusto. Mamá es una santa, se entrega a los demás, es un conjunto de virtudes, una mujer incapaz de odiar. ¿Por qué ha de ser ella quien sufra tan cruel enfermedad? Con la cantidad de perversos que pasean por la calle tan obscenamente sanos y, en cambio, el hospital se encuentra repleto de personas virtuosas. ¿Cómo consiente Dios semejante dislate? Creo que mi humilde capacidad cognoscitiva es insuficiente para comprender las esotéricas razones del Todopoderoso. En todo caso, continuaré confiando en su Infinita Sabiduría. Mañana, a primera hora, visitaré a mamá. Veamos: "¡Viven!". ¿De qué trataba esa novela?. ¡Ah, sí! Ya recuerdo. Aquí se narran las aventuras de los supervivientes de un avión que se estrelló en los Andes y que hubieron de recurrir a la antropofagia para mantenerse con vida. Sí, está entretenida. Se la llevaré.

No pude conciliar el sueño y decidí retomar la lectura de la prensa que abandoné por la mañana. Nunca debí hacerlo. Comencé a leer pero, impulsado por un terrible presentimiento, me dirigí velozmente a la calle y tomé un taxi.

- Al Hospital Central ¡Rápido!

Llegados al recinto, aboné al taxista y corrí precipitadamente hacia la puerta. El vigilante ya me conocía, porque fuimos compañeros de facultad. Me dejó pasar sin problemas y sin rechazar el billete que ubiqué en el bolsillo de su camisa.

Avancé sigilosamente por los pasillos de la sexta planta. Todos dormían. Faltaba un cuarto para las tres de la madrugada. Entré en la habitación de mamá con extremado sigilo, sin producir ruido alguno. Tal y como sospeché, encontré la cama vacía. De puntillas me dirigí a la mesilla y, del cajón, cogí una horquilla del pelo. En un instante forcé la puerta del cuarto de baño, que abrí de una fuerte patada.

Aún hoy recuerdo la escena con nitidez: mamá sorprendida in fraganti. Aquel no era su rostro. Qué salvaje expresión. Me miraba felinamente mientras devoraba crudo el hígado del doctor Capilla

Por Óscar Maif de Málaga

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