SUEÑO DEL DÍA DESPUÉS (O DEL DÍA ANTES)
Por Rosa Elvira Peláez de Buenos Aires, Argentina
El invierno iba en retroceso y se alegraba. Una estación demasiado amenazante para la vejez. Más que por propios malestares, un batallón, la noche anterior le había costado quedarse dormido por el sobrecogedor trasiego del aire pasando por los pulmones del vecino de cuarto: amenazaban con desembocar en estertores de muerte, y en un geriátrico la muerte es el incómodo huésped que todos prefieren ignorar en la más confesa confabulación.
Había sido una hermosa y fresca noche de luna llena. Por lo mismo, sintió que un fardo de recuerdos le oscurecía el alma. Hacía años, otra luna semejante lo había acompañado en su primera noche solo, después de la separación de Ella, la innombrable, para la cual había inventado primero ofensas irrepetibles y luego unos versos tristes que se reproducían hasta el infinito.
Ella se le había convertido en un boomerang de nostalgia. Otros estaban locos de alegría, y él estaba cuerdo de dolor. El tiempo le resultaba una inutilidad cargosa.
Mañana, tal vez, con el sol, iba a regalarse un corto paseo por el parque. Pensando en esto olvidó la brillante luna y se durmió, y soñó con aquel rostro destejido por los rencores, mucho antes que el tiempo lo azotara, o acaso ¿qué? Ignoraba qué había sido de la innombrable, en tanto él se había castigado con un destino marchito donde la pregunta sin respuesta reflotaba a cada tanto.
Cuando pensó que el ocaso de su vida, de sus vidas, no merecía tan amargo final, decidió quitarse de encima la angustiante pregunta, y quiso buscarla para recuperar el nombre amado. Pero la enfermedad lo encerró en una trampa y lo convirtió en modelo forzado: cada día sumaba un trazo al dibujo de su muerte. Existir se redujo al cuarto del geriátrico y a unos pocos paseos por el parque, siempre auxiliado por alguien. Desde mucho antes su vida estaba reducida a mentir a los otros, para hacerles creer que él vivía. Ahora la mentira no le servía de salvoconducto. Se sentía como una vieja estación de tren abandonada en un remoto pueblo de provincia. Polvo y solo polvo llenaba sus horas.
El mismo rostro que le vació la vida, el de la innombrable, era el rostro que más había amado. Los motivos de la separación se habían desteñido después de tanto tiempo, haciendo más cruel aún el desenlace de la historia. La ausencia y el dolor habían usurpado el lugar que debió corresponder al abrazo y la alegría.
En su sueño, se veía caminando por el parque, apoyado en una enfermera, sintiendo que el sol le concedía la fantasía de aligerar angustias y temores, y aliviar su amor hecho error y hecho llanto. En un recodo del paseo, una mariposa le rozó su mano llena de tentáculos venosos; se estremeció con las palpitaciones de la hermosura. Lo había remontado a la primera vez que la piel de Ella le había servido de refugio y sus palabras lo hicieron imaginar un futuro tentador.
Fue en ese mismo instante, cuando quizá la mariposa ya habría terminado su última danza con la vida, que un golpe misterioso resonó muy dentro suyo, y le hizo pensar que detrás de un árbol cercano Ella lo miraba caminar, con el corazón también destrozado. Sintió pena de sí mismo, de sus vidas desgastadas por la equivocación, tanta pena, que no intentó comprobar si su sensación era cierta.
¿Por qué raras contorsiones queriendo hacer algo vamos hacia lo opuesto? Él hubiera querido morir en brazos de la innombrable. Pero debía conformarse con soñar que Ella le espiaba el paso después de una noche de luna llena. Hubiera dado el débil aliento que le quedaba por volver a quedar atrapado en su mirada, pero temió romper un sueño tan hermoso. No volvió la cara.
Al despertarse le comentó su sueño al vecino de difícil respiración, que se limitó a mirarlo ojeroso y a darle una sonrisa de mortaja.
Ahora, caminando por el parque, gozaba recordando su dificultad para dormirse la noche antes, porque todo había desembocado en el mejor sueño de sus últimos años. La enfermera le reprochaba que buscara un paso más largo, más firme, cuando su salud no se lo permitía, y él sonreía, si que se sentía capaz en esos momentos. Hacía largo tiempo no se sentía tan bien. Y fue cuando una mariposa le rozó la mano; supo que andaba desorientada, en danza con la muerte, como supo asimismo que la innombrable, detrás de un árbol cercano, lo miraba caminar. Quiso volverse, para descubrirla y llamarla por su nombre: llenar su pavoroso vacío, quitarse la amargura de pensar que su vida estaba equivocada. Simplemente para vivir en la llamada.
El soñaba con poder nombrarla otra vez, aunque fuese una única vez. ¡La última vez! Apenas alcanzaba a pronunciar el nombre del rostro amado, algo ocurrió. Con extrañeza, se vio a sí mismo en la cama, y comenzó a soñar de nuevo: todo estaba oscuro, silencio. Hablaba pero no escuchaba su voz.
Rosa Elvira Peláez
Buenos Aires / julio 98
COMENTARIO:
Una conocida me comentó que su tía, de 76 años, estaba al término de una enfermedad mortal, y que como último deseo había pedido acercarse, sin ser vista por él, al hombre que había sido su pareja mucho tiempo atrás, y que estaba en un geriátrico. De esa punta del ovillo nació este cuento, ese mismo día, antes de ir a dormir. Era una noche de luna llena, y me pareció una crueldad que tanta hermosura iluminara historias tan tristes como la que me habían contado.
ROSA ELVIRA PELÁEZ .- La Habana (Cuba), 1956. Licenciada de Periodismo de la Universidad de La Habana. Trayectoria profesional en revistas y diarios de la Isla, especialmente en temas relacionados con la cultura. Enviada especial a varios países de América y Europa acompañando a delegaciones culturales de Cuba. Actualmente desempeña labores como corresponsal de Radio Habana Cuba en Buenos Aires, y colabora con otros medios cubanos.
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