Leyendas históricas y cuentos coloraos /
Carlos López Dzur
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El ingeniero

En la mejor casa del emporio cañero La Plata vivía el Ingeniero Labiosa. Y su esposa fue una prolongación (estampa humana, exteriorización delicada) del estilo de vida burgués que hicieron suyos. Siendo fina, fue taciturna y ensimismada y no cumpliría con muchas de las demandas de socialización que el Casino del Pepino pedía; sin embargo, con su celo maternal, su independencia pragmática, su higiene moral y cuasi puritana, educó los hijos. Son modosos, corteses y simpáticos. A su hogar, se inmantó la abundancia.

Fanny Alcover era planificada y él también engordó por los celos utilitarios de su praxis. El es nervioso, apasionado. En el fondo, más caótico. Ama a esos niños. Quisiera verlos correr y saltar por los cañizales, sin machete en mano, pero bebiendo un dulce respiro de melao. Que sean traviezos; aunque ella dice: «No conviene». Ella cree en modelos ideales weberianos.

Doña Virginia, madre del Ingeniero, a veces le pregunta:

«¿Qué te inquieta? ¿Algún problema que no puedas resolver?»

No. No le dirá sobre estas cosas. Se siente proteico, cuasi rufián, anarco-sentimentaloide, como no fue su estirpe.

Cuando doña Licha de Pérez Cancio pregunta, la esposa del ingeniero tampoco expresa nada. En esas casas se habla, pero no se entiende. Un dialogo existe con seres fantasmales. Se barajan enunciados y alardes de cimientos abstractos. Se duda que existe la Vida y que ésta toma las formas de milagro, como un árbol ardiente o Gerigio, que era un perro de santos.

Rafael Labiosa es ejecutivo de una empresa en auge. La economía azucarera, base productiva del poblado, da el poder en el pueblo. Se lo pone en las manos y él goza el prestigio. No es que sea presuntuoso, pero administra La Plata y el corazón de miles de hombres, cortadores, camioneros, grueros, torneros y agricultores en toda la región del Centro-Oeste, lo buscan. Lo distinguen. A veces el ingeniero juega con el futuro desde el presente y él proyecta que La Plata molerá más de 60,000 toneladas de caña para mediados de la década y la que viene.

Doña Fanny alega que si aplicara las proyecciones a la economia de la casa y sus privacidades serían mejor pareja, mas felices. Está amargada, pero es incapaz de echar odio por los ojos o fieros por la boca. Es tan digna, mesurada, aunque no crea en el aquí y ahora, en el presente. Dialoga sobre lo futurizable y potencialmente perfectible.

Y tan fácilmente que se turnan las mujeres a dudar que está cansado y, peor aún, aburrido. A pesar de que se dedica a dar proyecciones, a discutir sobre mecánica de tornos y motores, entre tan diverso temario, él teoriza sobre el 'hoy' de la existencia.

Aduce que del futuro económico y las carreras de sus hijos no hay que preocuparse. Dinero no faltará. El provee. Se dieron el lujo del ahorro para no dar aspavientos y crear tal cimiento.

Se dijo entre jornaleros que son unos ricos amarrados. No como otros. Y él, el Ingeniero, es un gordo rabioso, prepotente, un rico de salón que, si bien se estila con dientes afilados y paladar vivaracho ante una mesa de mariscos y de buenos vinos, una vez que come, opíparamente, se lamenta. Se amarga.

Oye música clásica; pero, le pones un hechizo caribe, más negro que Benny Moré, o una musiquita de Noro Morales, y se le olvidan los modales. Es un sentimental tropicaloso.

En tiempos de política, no se le debe platicar de Pan, Tierra y Libertad. Es un republicano de la ultraderecha y dio vivas a La Colchoneta de Echeandía. Al pobre y la ramera, sólo les quiere en les letras de los tangos.

Por eso a Labiosa no siempre lo aluden por humilde. Ultimamente, cuando se interesa en el por qué es mucho el dinero que los jíbaros gastan por el sector Rabo 'el Buey, o Pueblo Nuevo, metidos por la entrada de Millán, le invitan a que visite sus bares y vea al enorme y prieto Clivillé, quien monda chinas, tan rápido con la cuchilla que parece un mago. Y si observara a Don Encarna, tío de Brunilda Clivillé, no se asuste de su dentadura mellá ni le haga fo a su aliento, porque bebe ron caña y no se jiende. Es un viejo bueno. Tampoco tenga miedo a Clivillé. Ese sí es negro, alto y fuerte, y a su hija la llama su tesoro, mas cuando vino alicaída por un divorcio, y en el trabajo pone empeño, vida y finura. Ella decoró el Bar, tiene un gusto por el neón, los espejos biselados, con marcos neoclásicos, la magia de las luces sobre las tablillas de cristal para licores y en fin, otros detalles que son las referencias de Las Vegas o el París de Edith Piaf. La vida es rosa.

Angel González 'Manidero' ama su Tablastilla, alegre y bulliciosa. En su Chevrolet '56, de color rojo fuego, se pasea por el área y asegura que no hay como La Barra de Nilda, hija de Clivillé. Este es un salón sin gaterías, digno de llevar a las pichonas y, aún recomienda a él, si es que no quiere echarse ojitos con Brunilda, dizque la dueña y jefa de ese antro, que no hay que ir al Hotel Montemar, Aguada o Ramey Fields, para los ratos de asueto y una juma deliciosa. Bajo la cuesta pueblonuevera se halla, casi frente a Don Irra, por la bifurcación, un pedazo de cielo. Su barra favorita, la de Clivillé.

No es que Rafael Labiosa se escandaliza en serio; pero, a él le gusta la hembra blanca, como ésa que eligió dentro de la élite cafetalera de Pedro Alcover. Y la verdad es que ni parece campesina. Es clásica. Su esposa parece un recorte viviente de Angie Dickinson. Esbelta, estilizada, apacible, quieta como un bolero suave de trío. O una muñeca de porcelana fina.

«No te digo que te abras las venas con Felipe Rodríguez por la primera bembona que veas en Pueblo Nuevo. Te hablo acerca de Nilda y sólo te digo que la veas en pantalones y lo bien que se entalla y que trata al cliente. Es esbelta, playera, sólo que tiene vida. Dan ganas de apropiarse de ella y comerla por entero».

«Mira, yo soy perfeccionista y exijo mucho aunque sea de un tornero. No me hables de Jaujas, Manidero».

«Vaya. Compruebe por sí mismo. Deje las dudas. Acérquese... La gallinita que llegó divorciada está enterita, sin hijos y es blanca, aunque su padre es prieto. El gringo no le hizo ná», le explica su mecánico tornero, Angel Manidero, hombre de su mayor confianza en La Plata. «Si a un gringo, capitán de aviación, de la Base Ramey, lo volvió loco, imagínese usted. John Hans por ella se meaba... imagínese ese trompito de mujer y la buena uña que hay que tener para bailarla. Ese gringo sí que tenía billetes; pero, ¿le digo una cosa? seguro que no tenía una verga más grande que la mía».

«¡Carajo, déjese ya de cuentos! ¿Cómo cree que voy a bajar a esos andurriales, sea el joyo de Millán o el de Clivillé que mienta?»

No es la primera vez que oye a Manidero presumiendo de tres novias (una en La Javilla, otra en Altosano y la tercera en Lares). Y del prospectivo sueño de enamorar a Nilda Clivillé. Angel es presumido. «Está viejita pa' mí», se justifica. Brunilda, como también le dice, ya es divorciada y tiene 34.

El, a los 24, un pichoncito.

«Un día si viene conmigo, yo hasta los presento».

Angel tiene su pinta de galán. Unico hijo, narcisista, se acicala como el propio ingeniero y le gusta echar plante, presumir sus zapatos Fleurshine, sus gabardinas. Se goza echando pique a su rival, Moncho Pirulilla, quien colecciona música de tríos. Mas si, con alguna confiancilla y sin ojeriza, el Ingeniero dará tratos a alguno, ese empleado es él. Este que le habla sus verdades o lo que llena su mundo: El joven de este tiempo, en campo y pueblo, sin gozar de su vellonera, sus tríos, sus zapatos lustrosos, su pelo embrillantinado y en pos de mujeres lindas, no dice que vive. Goza. La campesina de hoy ya no es la jíbara jincha, bobolona y con hambre, «son hembras que saben moverlo», ya no son los mismos tiempos de antes. El progreso ya existe. Esta es la década de oro del muñocismo, la Pava. El jíbaro está contento. Y el muchachón, bien criado, bonito, sin hambre, ya compite con el yankee jaquetón que viene de la Base Ramey a «bailar a las pollitas de nuestro gallinero».

«¿Qué gallinero, dónde es éso?»

«Pueblo Nuevo le dije, don Rafael, donde le llevaría para que vea a Nilda Clivillé, esa pichona que es la jefa del mejor barecito en el Pueblo».

Como algo ha faltado en la vida de Labiosa y Manidero lo sabe, le da con sonsacarlo y lo que falta si es menos perfecto que su mujer, dechado de virtudes conyugales y apariencias victorianas, aún no lo sabe. Supone que a los jíbaros que cortan la caña, si algo les abunda, son los sentimientos viscerales. Asunto suyo sea si derrochan dinero y vuelven, más fieles al trabajo, pero contentos. En bicicletas alquiladas a Ja, se regresan los jóvenes y, aún cansados, van a tirar su plante, pedaleando. Les sobra energía para exorcisar en su favor el amor ante Cuca La Camarona, Mapi y Mirtelina. Y ese mundo de ninfalias, con seres cautivantes, ¿vale la pena? ¿Lo son de veras?

Labiosa quiere verse pleno de vida y gozo, pero en su vida viene faltando la exuberancia mágica. Se lo come a veces la ira. La intuición se lo dice.

Algo falta en su vida. Le gustaría estar más esbelto. Aprovechar al máximo cada día y escuchar esa voz interior más a menudo. Quien sabe si entonces comprendería a esos cortadores de los cañaverales que a pedal vienen por olisquear lo femenino, a riesgo de tirar el dinero y cingar con hambre al prever el derroche. Alimentados de erotismo, canciones de vellonera y conjuros de humarolas, sí estarán. Fuman como chacuacos.

A los 38 años de edad, es el ingeniero quien se siente obeso y su mujer lo quiere así. Lo que ella sirve para que él coma es ya insulso y lo pone jarioso. Falta, le parece, otro tipo de alimentos. Acaba de entrar al bar de Clivillé y se siente un cerdazo. Ya no es comer lo que se le antoja. Es beber hasta que muera la noche y venga aquella mujer que, por fin, ha conocido. Nilda. Y que se acerque a escucharlo. Con sólo verla ha resuelto su tedio. Es un complejo enigma.

Ha dicho otra mentira a su mujer, pero, ya se hizo costumbre que vaya a Pueblo Nuevo. Mañana será lo mismo. Brunilda le ha dicho: «Díme Nilda» y se lo lleva a un reservadito, cerca de la barra, donde su trono es la caja, donde cobra y decide si da crédito o cambio, si niega servicio o si extiende el horario porque la noche es un éxito. El ya puede desahogarse. Lo mismo que ha contado a Angel Manidero lo dirá más dulcemente, ya sin escarnios y sin ocultaciones.

Nilda lo oye como si fuera un Cristo.

Llego y me dicen: ¡Te ves cansado! y me sugieren, come ésto, y no me cierra el saco. Aún así lo dicen y me recuerdan los compromisos, lo usual de la rutina: Que debo ir con los Abarca, Márquez Fraticelli y que no tardará en llamar Oronoz, por algo que debe consultarme.…

Se ha dedicado a mirarla en silencio. Cada vez está más enamorado. A ojo de buen cubero, dedujo que es más alta que Fanny. Tiene la piel clarita, igual que ella. Pero el sol se lo percibe en un asomo del escote y en las pequitas del rostro. El color de su pelo fue teñido con un tono amarillo. Por su mirada, semi-altiva, en languidez, la muchacha se le parece a María Félix y fuma con su estilo...

Ha llegado don Encarna, cuyo pelo es lacio y es más bajito que su hermano. Vino del Matadero y traerá «fuerza y mondongo» para vender a diez centavos la libra a la salida de la Barra. Vino más bien a cerciorarse que es cierto. El Ingeniero es cliente ya asiduo y no había que decir más. Es casi el amo del pueblo. El Gran Empleador. El verdadero poder detrás de los alcaldes. Lo que dice él es ley para los Distritos Legislativos y lo escuchan los ricos y los gobernadores.

El día que Jimmy «Meneíto» lo vio, tras una ronda de patrulla por Pueblo Nuevo, vio trazas de lápiz labial marcadas en sus comisuras y mejillas. Sí, ya se besan y el rumor de la noticia subió a los salones de Alcaldías, a las casas ricas, a las comidillas sociales. ¿Quién se extraña? El y su mujer duermen en camas separadas y, un día... las vidas se bifurcaron. Fue irremediable.

El renunció a La Plata y le dijo a la muchacha:

«¡Vámonos de Pepino! Que me divorcio y te quiero».

Y sí, tras el divorcio, se casó bien la hija de Clivillé, el ventorrillero. El la sacó del bar. Ha honrado el compromiso.

«¿Estás contento?», preguntó Clivillé.

«¡Feliz!»

«Te dí, mi tesoro, ingeniero!»

El viejo reflexiona, no ya por incrédulo, sobre su hija:

«¡Como jala un pelo de mujer!»

Por su parte, Doña Virginia, no acepta a Nilda ni a sus hijos.

«No la traigas a la casa», pidió a él. No creyó que el matrimonio de Rafael y ella se extendiera durante quince años.

A Fanny, la abandonada, le susurran como si fuese un crimen:

«¡Rafael despreció el caviar! ¡Prefirió el mondongo!»

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