«El Gringo», ex-ratero, hermano de Cuco «El Puma», Rogelio «El Camarón», Felicia, Cuca y «Papiro», vivía al lado de la casa en que vivió «La Carlita», a sotta voce orgullo de El Pepino, ícono glorificador del sensual Pueblo Nuevo. Son hijos de Don Fundador Cubero, quien como Juan, fue socialista en tiempos del poder de La Mogolla. Cada uno de los hijos de Don Funda forjó su historia, dibujó disparates en la memoria pueblerina... y salieron coloraos; sí, parecían gringos, ya que fueron grandullones, con genética esbelta, energía y buenos músculos.
En su punto de belleza, desde adolescentes, Cuca y Felicia exhibieron su esencia: ardientes, vivarachas, llamativas. Y Millán Matos, el proxoneta, les puso el ojo y se las llevó a sus bares de tugurio, donde los jíbaros galanes, después de la zafra o las cosechas de viandas y frutos en sus campos, paraban en la casa de «Ja», por los rumbos de Rabo 'el Buey, y le alquilaban bicicletas de su agencia. Harán lo que se espera, en esos años de boleros mata-penas, melodiosos y velloneras que se ubican en esquinas para, desde temprano, en el tránsito vespertino hasta la madrugada, llamar al trago y al cachondeo tropicaloso.
«¡A tirar el plante entonces!», farfulló un cliente, corta-cañas, después que a Ja rentó la bicicleta.
A ver a esas dos putas admirables: las hijas de Don Funda, concidieron.
«Echar mi billarcito es lo que me place!»
«Bailar con Felicia Camarona es lo que quiero», dijo el otro.
En fin, sus encantos tiene, por igual. Cuca Cubero... porque su propaganda, vox pópuli, alega que es la más linda de todas. Tan linda es que a buscarla, con Millán, viene Forito y Santos Méndez y la llevan a sus lugares, como si fueran baalas. Casi divina se juzga la hermosura de Las Camaronas, por lo que, en las Ninfalias, del paraíso del Amusement Center ellas son vestales, centro de las miradas apetentes.
Papiro fue un muchacho estudioso, serio, aplicado. Su inteligencia consolidaría las sobriedades del buen comportamiento. Al crecer, viendo el pueblo, su familia y su némesis, emigró a Pennsylvania y se olvidó de Pepino.
No así Rogelio, el primero de los camarones.
Tenía las manos largas. Ojos de lince velón. Por endijas de las chozas de madera de Pueblo Nuevo al Guayabal, de Stalingrado a Tablastilla, metía sus ojos salaces; se ligaba a los maridos en faenas, a las hijas que crecen, año con año, dormidas sobre catres, moviéndose, semidesarropadas, nerviosas por el frío o el calor de la noche... Un día serán hembras, dignas de que un pingo les rompa las cobijas y les visite muy hondo, vulva adentro y las ponga a gemir en despatarres. Es un espión, perseguidor de pantaletas. Se las roba de los cordeles. O mete manos hurtadoras en las tinas de lavado. Las saca del fondo jabonoso de algún baño cuando cree que ninguno lo observa. O cuando ve que alguna lavandera da por terminada su faena y cuelga muchos trapos a secarse.
Un tendido de pantaletas es un tesoro. Una tentación [para juegos retrercheros] de sus psiquis.
Es un fetichista consumado. A la copa del corpiño la muerde, sin lograrlo. A las pantaletas las huele, las besa y, en alucinaciones, se las ingenia para vestir a sus amantes. En su imaginación varonil, quisiera ser como Elvis Prestley o, al menos, como Rubirosa. Es que El Puma, con deleite, fuma la yerba marihuana. Vive desde el alma jocunda; pero su carne sube a un carro acelerado. Y lo lleva hasta las nubes donde el placer juega su billar y él siempre gana y autoriza, por ello, a que limpien sus raíces y cimientos de carencias y violencias.
Rogelio se conoce los callejones donde hay bares y ventorrillos. Es, en la fondita, de Tito Vargas donde come su platillo de cuajito, morcillitas y modongo y, a veces, se atraganta. En el barecillo, con Don Pita, el consejero, es donde él espera que avance la noche, ya que irá hasta el Casco del Pueblo y buscará una tienda con vitrina.
Donde haya maniquíes femeninos, con bustos que le quepan en el puño, verá a entes casi en pañales o en falditas. Ante estos figurones o angelones se hará unas pajas en caliente. Serán puñetas enervantes por la abundancia líquido-jariosa de su impulsión y erotismo. Dejará el semen chispoteado contra el cristal de la vitrina y volverá a Pueblo Nuevo, sonriendo. Las puñetas puede que se lo coman en vida; pero, son más fáciles de adquirir que la droga, o el alcohol, o las mariposas en la noche.
Este es un titerón con palomilla. Bebe y jode cuanto puede; pero cuida su predio y tolera los valores que le enseñara su padre desde los tiempos en que Chilín Echeandía cuidaba la lealtad del voto por la Unión Republicana y La Mogolla, etapa que presidió el buenaso de Don Nito Cortés, alcalde socialista del Pepino.
Don Funda y Chilín anduvieron con la Banda de los Siete Puñales, negros pistoleros de Tras Talleres, Santurce, pero profesionales. Extorsionaban a punta de revólver. A los valientes, boquirrotos, los neutralizaba el miedo. Con los siete puñales, a muchos liberales se dieron sus matariles y golpizas.
El padre educa como puede al familión que tiene, aunque de hembrotas, como sus hijas, sabe poco. Espera que se casen bien, que ganen sus billetes, si es que no son tan tontarronas como El Puma pajiolero.
Con tal escuela, se explica el por qué El Gringo, el más chico de los varones, cayó preso. Está en la Correccional de Menores. Siempre fue bochinchoso, travieso, amigo de garatas y abusos. Arrasaba los carritos de los ventorrilleros. Robaría frutas y, cuando chico, aún no adolescente, la artesa de los dulceros. Se enfrascaba a los puños cuando era provocado. La impaciencia la tuvo, a flor de orejas, por terquedad de no querer oir a quien lo surte de imploros, o de buenos consejos.
Lleva unos meses de penitencia en la Correcional después que asaltó la Farmacia Rabell frente a la Plaza de Recreo. Como La Providencia de Gerardo Pérez, es uno de los establecimientos más viejos en su ramo. El saldo de su robo fue poco, centavería y menudencia que apenas sirvió para una sola noche de disfrute. El y otros rateros se fueron a La Plaza. Habían comprado unos dulces y cada cual un helado. Sobró muy poco y El Gringo dijo: «Pal' carajo. El resto es mío; mía la idea».
Haya sido mucho o poco, fue a don Chucho Rabell a quien robaron. Y él viene, como dijo Don Funda, de la cepa de santos. Rabell, padre, fue Padre Espiritual de Pueblo Nuevo. El fabricó el primer parque. Cuando fue el Alcalde, don Narciso dio cimientos a la luz del progreso. Fue tipo y figura de Prometeo.
«Robar a él es como robar a la madre», oyó que Fey Méndez, el Alcalde, le dijo.
«Rabell Cabrero fue santo», realegó Don Fundador, quien una navidad quiso que El Gringo saliera de la cárcel. Tenía nostalgia de su muchachito, al quien sólo le adujo como tara, «es que es travieso; se ha criado sin su madre».
Dos meses más y El Gringo salió libre, por gestiones de Fey e imploraciones de Cubero, padre. El prometió, ante el Alcalde y Fundador Cubero, que trabajaría en la limpieza, higiene y embellecimiento citadino. Trabajar en lo que sea es mejor que la cárcel.
«Trabajarás para la Alcaldía; pero, un robo más que cometas y yo te mando hasta Oso Grande», lo advirtió Méndez Cabrero.
Ha cumplido bien. Del primer cheque, sin que nadie lo pidiera, El Gringo repuso lo robado. Fue donde Chucho Rabell con el dinero y don Funda vio a su hijo arrepentido y lloraba al decirlo:
«¡Don Narciso fue santo! Dio el parquecito a Pueblo Nuevo, nos hizo unas calles...»
Se refirió al hijo del médico catalán, que llevó su mismo nombre, al viudo de Consuelo Fernández, madre de nueve hijos!. En 1906, el Gobernador William H. Hunt lo nombró Alcalde del Pepino.
Cuando don Fundador Cubero le conoció, se aprendió las palabras que hoy dijo a su hijo. Don Narciso Rabell Cabrero es prócer de la Patria y el primer Padre-Fundador del Pepino moderno. Ante el propietario robado, lo declaró:
... que sin él no se tendría acueducto ni planta eléctrica ni buenas calles... y tú robaste a su hijo, cuyo ancestro es santo y de prosapia...
Y El Gringo lloró y quería arrodillarse ante Don Chucho como si éste fuera un sacerdote «de los buenos».
No lo permitió Rabell Fernández y, pocas semanas después de este incidente, al que pasara por la calle, frente a la Farmacia, con la cuadrillas de Sanidad, lo llamó.
«¡Gringo, te llamó don Chucho», gritaron.
El viejito blanco, canoso, se apostó en la puerta de la vieja botica.
Una caja, empapelada de azul, sostiene con sus manos.
«¿Qué se le ofrece, señor Rabell?», lo saludó El Gringo.
Don Chucho no esperó reacción ni más palabras. Puso la caja en manos del muchacho.
«Un obsequio que te doy. Lo tienes merecido».
Con el mismo dinero que Gringo Cubero devolviera, le compró unos zapatos.
Este gesto cambió la vida del ex-ratero para siempre.
Ha sido ejemplar su comportamiento.
Es buena persona y honra regenerada de los Cuberos.
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Del libro en preparación
Leyendas históricas y cuentos coloraos
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