Doña Margarita «Milita» Rivera, viuda de José Torres Pino, alias el Indio, supo que, en campo y pueblo, se la distingue. La comunidad la quiere y respeta. Madre ejemplar, centauresa poderosa, no sólo sus hijos, el pueblo entero, la amarán mientras viva. Las memorias de sus piedades carmelitas y misericordias se guardaron en lugares visibles. Cuando ven a los Torres-Rivera, o se acuerdan del contratista El Indio, o Don Elipidio, el Maestro, por mencionar a algunos, la bendicen.
Es muy linda esta familia que formara. Su ancestro y su progenie, su talento y prudencia. Aníbal se graduó con los primeros honores de Farmacia; Elsa, la doctora, brilló como nadie en las escuelas de Medicina, tanto en España como en Puerto Rico. Tommy, recién se graduó del Colegio de Agricultura y Artes Mecánicas. Es ingeniero. Raúl, primer hijo de su carne, también optó la carrera de ingeniería.
En fin, sólo una madre como Milita, a sus críos los anima a educarse, a ser tan ejemplares, luchadores, exitosos... El boticario Aníbal, gloria de la Facultad de Farmacia, en la Universidad de Puerto Rico, ya entendió el arquetipo quirónico. El «Negrito», como le llaman cariñosamente, lo preguntó a Toño el Loro cuando abrió en los albores del '50, su farmacia. Y aquel seudo Centauro, mandulete sabio ya por viejo, con mucho de su entusiasmo, lo explicó:
«Si lo llaman Quirón, don Aníbal, le echaron bendiciones porque el Buen Centauro sabía acerca de todo y enseñó a los héroes del Olimpo música, medicina, cacería. Dio buen consejo a todos y Zeus, o Júpiter, el gran dios, lo colocó en los cielos entre las estrellas, llamándolo Sagitario. Le estuvo agradecido».
Esta es la secuela de un balance de gozos. Ella, Rivera Bourdón, dice que Dios y la Santita de Avila (Teresa de Jesús) la bendijo. Ahora tiene sus medianas abundancias y han nacido hijos de su carne, con el matrimonio de Cheo el Indio. Ha criado hijos que no son suyos, sobrinos, niños prematuramente en orfandad y sin cariño.
Tommy fue uno de estos hermanos de crianza. Lo enseñaron, siendo el más joven en la casa, que días se turnan en la vida y son duros. En días de zozobra, pobreza y confrontación, irrumpe la Luna negra. Muere la luna blanca. «Esta es el alma y, les diré más, hijitos míos. Existe el karma», dice Doña Margarita, «entonces, hay que llenar la casa de luz», y a la tarea, como siempre ha de llamarla, «la responsabilidad, el trabajo, la herramienta, el equilibrio».
Aníbal, Hiram, Elsa, Noel «El Finito» y Carlos, hijos de sangre, la oyen como si hablara un numen. Milita está muy feliz a los 70 años de edad. Fue el momento en que confiaron a Tommy, a quien no siendo suyo, lo quiso. Será al último que instruya como a todos. Se le alimentó y dio vestido; se le pagó una carrera, la que habría gustado a El Indio si viviera: Ingeniería.
Doña Margarita se ha puesto a recordar a su marido. Era flaco y alto, le dijo a los pequeños, quienes nunca le vieron. Le adivinan por palabras que ella dice. Habría sido un matemático notable, empero, calculó líricamente toda sus obras. Tenía ojos finos y audaces para echar perspectivas y edificar cimientos. Pepino no tuvo, antes que él, un constructor tan hábil, pese a sus ojos de buen cubero.
Fumaba un cigarro de tabaco fino, confeccionado en Cuba, el Savarone.
Un día cortó en trozos unos tallos de ausubo y dio unas órdenes que parecieron vaticinios: «Que se me haga, díganlo a Vargas Labaille, un ataúd bonito». Y se murió dos días después de haberlo dicho. Después, tras recordar su entierro, dijo que ella también fue buena y servicial. Fue una Carmelita sin convento, una misionaria como la Monja de Avila. Oraba mucho por el pueblo y sus pobres.
Jíbaros jinchos, hambrientos, malvestidos, dejaron la espesura de los montes y, en tareas de amor social, la conocieron porque, en 1925, decía el Dr. Felipe J. González, al ver que salía de La Carmen, donde se surtió de mercanías, Rivera Bourdón es una centauresa, arquetipo de Quirón o Pholus. Un rayo lunar de Isis tiene por alma y ese cangrejo duro de experiencias es su hogar. Sus respuestas instintivas a la vida, al sufrimiento de otros, las sacó de precintos sagrados y los pequeños cangrejitos de su sangre fluyen, desde lo subjetivo y vivo de la carne, con virtudes afines. Como Quirón, nacido en Tesalia para educar a Aquiles, Heraclés, Apolo, dioses y héroes, es la centauresa, lectora de Santa Teresa: hospitalaria, caritatativa, amorosa.
Vivió y creció en Pepino, comunidad aún imprudente y con un pasado de conductas bestiales en remojo; pero un árbol de ash-tree a Milita le recordó su origen, su temenoi, la raíz de su vivencia sicológica. Muchos son los que sufren cuando la seguridad falta. En la Isla, como en las lejanías de Tesalia, se necesitará la estructura y disciplina. «El carácter importa, hijitos míos».
No le cuenten a ella que vio el hambre antes de que llegaran los cuerpos en pena, los estómagos tristes.
«Desde los diez años te crío, Tommy. Sé ingeniero y graduáte. Házlo por el Indio».
Y él miraba a su hermanita de crianza; otra que, como él, llegó a este hogar tan bendito.
«Lo prometo», dijo. Ella fue la adolescente más linda que Tommy había visto y calladamente la amaba.
Y él, por cercanías en el hogar, sucumbió al amor de aquel pimpollo. Ella cumplió los 17 años y él completó su carrera. Tiene 6.2" de estatura, atlético, labios rojos y bembos, pelo negro, rizoso; pero su piel es blanca, aporcelanada. Es un buen tipo, gregario, alegre. Buena gente. Por eso la muchacha, que aún no finaliza los estudios secundarios, le gusta. Se aman en secreto y ha salido preñada.
Ella está triste y no se atreve decirlo.
La centauresa no es ciega. Precomprende lo extraño y, según pasan los días, a la pequeña de la casa, a la nena de sus últimos desvelos, le pregunta:
«¿Qué te pasa?»
Al crecer su barriga, ella no tuvo más remedio que decirlo.
«Maíta, me he enamorado».
Se le rompió el corazón al saberlo.
Lo desgarrante fue saber que Tommy faltó dentro de lo que llama la cueva cálida, la ecología de su hogar y su cariño. Se portó como Hílaco, el centauro, que violara a la virgen Atalanta. Ha salido una Luna negra y no desaparece. Una energía de Urania desvela. Se ha vestido de color oscuro y sus hijos han llegado. Ahora es a la madre a quien preguntan:
«¿Qué le pasa a usted, maíta?»
Aníbal tomó la voz cantante. Lo supo todo. Reflexionó, en términos más oscuros que la noche sin luna, que las luchas contra centauros salvajes en Tesalia. Doña Milita, demasiado vieja, para airarse como un Quirón flechado en el alma más que en el cuerpo, no sabía, sin embargo, el poder que convocó su nombre.
El negrito de la botica llamó a todos los hermanos. Esta vez sólo importó la sangre. Se dañó la confianza. Un vínculo que pudo haber entre ellos.
A la madre, un recogido, le faltó el respeto.
Subieron en dos carros, como quien promete un paseo. Tendrían que ir todos. Elsa llevó a los jóvenes. Se habían prometido casamiento, formar su hogar aparte, hacer las cosas bien a fin de que «maíta sufra menos y nos perdone». En otro carro, rumbo a _____________, subieron Aníbal e Hiram, Noel y Carlos.
Cerca del Campo de Tiro, estacionaron los coches. A la doctora Elsa dijeron: «Quédate con la muchacha; pero... él que baje y venga con nosotros». Y el ingeniero Tommy acompañó a Hiram, ex-candidato a Alcalde por el Partido del Pueblo, que cofundó con Moisés Vargas y Aníbal, el boticario. A la distancia, se vio a otros hermanos que avanzaron. Uno llevó una silla y otro, una bolsa con sabe Dios qué cosas adentro.
«¿A dónde vamos? ¿Por qué tanto misterio?»
«¡Cállate y no preguntes más!»
Le dio la impresión de que iban a esconderlo; pero vio la silla en medio del paraje.
«¡Siéntate!», fue una orden seca y cortante. Haría más o menos, dos semanas que Aníbal e Hiram habían dejado de hablarle. Tal pareció que olvidaron su nombre. El comprendía el enojo, mas nunca le dijeron: «Deja la casa donde está Maíta y véte; lárgate con la virgen que manchaste».
Tendría que ser hoy, cuando él informe, que sí la llevará consigo. Está buscando casa y ya tiene ofertas de trabajo.
«¿Qué castigo crees que mereces si muriera maíta por tu culpa?», preguntó Aníbal.
«Hablo con ella cada vez que puedo. Trato de explicarle».
«¡Ya ni habla, sólo llora!», reaccionó Hiram.
«¿Cuánto crees que valen sus lágrimas», volvió a la carga Aníbal, quien se colocó una manopla en la mano.
«Mucho», balbuceó ya con miedo el ingeniero.
«Dáme un número, quiero oír números, cualquiera sea...»
E intentó levantarse de la silla; pero, dos de los presentes lo asieron por los brazos y lo resentaron en una silla que sería de suplicio y escarmiento. Y Aníbal, quien orquestó el atropello, lo golpeó con manopladas hasta que su puño quedó manchado con la sangre de su rostro.
«¡No hagan ésto! Juro que hablé con ella y me voy de la casa».
«¿Cuántos días necesitas para irte?», preguntó Hiram.
«Uno o dos, cuanto antes».
«Es mucho, afrentao», mas le adelantó dos patadas en los güevos que lo tiraron de la silla, pese al esfuerzo de quienes lo sujetaron.
En fín, que lo golpearon con saña que avanzó hasta la noche. Indicaron cifras. Precisaron que todo tiene medida, o se da en dosis como medicamento. Que la vergüenza es finita si él, tan malagradecido, desacredita a la familia de ese modo. Faltó al deber y la obediencia. Redujo al dolor moral a una mujer que fue más santa que sus rezos. Falló a las responsabilidades. Tanto que lo escupieron, le hincharon la cara a bofetones. Y falta... porque, en vez de callar, grita y maldice...
«Ojalá sufran... sientan este dolor... ay, ay... este dolor... que yo estoy sufriendo».
Lo desconyuntarían a patadas.
«¿Quién tendrá confianza, malnacido, con quien se burla de su hermana y su madre?»
Entonces, se turnaron con manoplas y palos. Le rompieron la camisa para azotar sus espaldas.
«... que Dios les mande el pago... el que se cobran...que no sea menos que este dolor», lloró antes de desmayarse.
Le dieron una patada por cada año que pasó en la casa. Le golpearon las costillas con un palo, seis cantazos, cuando estaba sin aliento en el suelo... cada año que tardó en hacer carrera, a costa de los mayores que le mantuvieron, fue cobrado con viles latigazos. Cada uno tuvo un motivo para zumbar sus golpes, invocando al Indio y la madre. De pronto creyeron que lo habían matado porque estaba en el suelo y le sangraba el cráneo. Por segunda vez, perdió el conocimiento.
Carlos y Noel se asustaron y fueron por la hermana.
«Elsa, ven un momento».
La novia tenía miedo y no sabía por qué. Ni sospechaba que estos hombres (que habían sido tan buenos, casi sus padres) cometieran semejantes salvajadas.
«¿Qué pasa?», preguntó.
«¡Quédate ahí. Esto es asunto de familia».
No bajó. Tal vez fue mejor, siendo que está sensitiva por su embarazo.
Elsa se personó a la escena. Examinó el cuerpo.
Se limitó a decirlo.
«¡Este desgraciao aún vive! ¡Dénle un macetaso en mi nombre! ... pero ya terminemos el paseo. Estoy cansada. Quiero irme a casa...»
Para finalizar la golpiza al ingeniero, azotaron el centro de su nuca mientras se hizo un esfuerzo por sentarlo.
«¡Elsa te mandó este regalo!», dijo Aníbal.
Un hebillaso en plenos cascos con un cinto.
Volvieron al carro. Hicieron señales a Elsa de que partiera primero.
Estaban demasiados salpicados de una sangre fraterna para que la adolescente les escrutara las presencias y se pusiera majadera con ellos.
La boda que preanunció el ingeniero no se efectuó. Quien lo halló, inerte y comatoso, fue Toño Lebrón y lo llevó al hospital. De la paliza, jamás se repuso. No recordó ni su nombre. Vivió con la memoria perdida y, con la tendencia a pudrirse en vida. Un golpe en el cerebro lo inutilizó física y mentalmente. Tomó muy pocos años para que muriera en Aguadilla, sin el amor de nadie.
12-3-2006
Del libro en preparación
El corazón del monstruo
Negocios
Programas de computación
Negocios / E-Commerce
Click Here!
Récord de Nacimientos
Genealogía
Fallecimientos
Récords Criminales
*