Los tipos folclóricos de Pepino /
de Carlos López Dzur
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Pedro el Bujarrón

Cerca del viejo parquecito, entonces llamado El Parque de Rabell en Pueblo Nuevo, a una esquina extrema de la casa con balcón, de Tito Vargas, funcionó el barecito, donde Pedro merodeaba. Desde 1920, estuvo abierto como un pocito alegre de ron caña. Y Pedro y su vecino, Billi Torres, iban jovenzuelos a examinar el área. Billi, excediéndose siempre por su gusto de alcoholes. Pedro, mesurado y tranquilo.

No muy lejos del bar, también cerca del parque, la casa de La Coja, quien sentada y bien pintadas su boca y sus pestañas, reunía a las bochinchosas de mi Pueblo; edificaba los chismes como altares y exhibía sus tetas y hembritud exuberante, excepto la pata coja. Un poco más abajo, el bar de María Songo, casa de citas y bailes. Y ella, negra esplendorosa, que sabía mover como un molino, con salero y ritmo, todo lo que Dios le dio por nalgatorio. Este fue, por igual, el vecindario de la juvenil y hermosa Mistelina, quien de niña se bañaba en pantaletas, calenturienta precoz, a la vista del muchacherío.

Y Pedro Torres, alto, blanco, con los ojos azules, gentil, cordial, aprendiendo a vivir, con 19 años. Y sus amigos, desde entonces, siguiéndole los pasos, porque es un joven bueno y comedido. Estudia, observa y tiene sueños. Piensa, ya que ha iniciado una vida en Estados Unidos que un día regresará, lleno de plata. Venderá joyería, zapatos, prestará dinero, ayudará a los más pobres. El ama estos lugares pueblerinos y pasa frente al balconcillo de La Coja cuando están las muchachas en el comadreo, examinando quién va y quién viene. El ya ha oído cómo lo colman de elogios, aún las chismosas. «¡Pedrito sí es bien parecido!» El se volverá a Nueva York, mas ese comentario será un grato recuerdo. Quiere llevarlo consigo.

De la ruralía de Guacio llegó, estableciéndose en el sector Cayey, un nuevo vecino para Pedro y su hermana. Uno que, distinto a Billi Torres y David Traverso, no siente ningún deseo de andar con ellos. Uno que los mira de reojo y no les siente simpatía a ninguno.

El vecindario entre las callecitas de Cayey y Miramar es una meca de artesanos, capital si se quiere de carboneros, cocineras, ebanistas, reposteros, muebleros, cargadores, quincalleros, gente que dejó el campo y se enfrenta a esta racha de pobreza que la Depresión ha traído, además del desastre del temporal San Felipe. «Se acabaron las fincas de café y los platanales», había sido el lamento desde 1928.

Rondando el sector de Tito Nieves, María Songo y La Coja en Pueblo Nuevo, a veces se topan con Ché Pelao, quien les mira torvamente. Se siente acomplejado porque es prieto y tiene el pelo negro ensortijado. En adición, El Pelao está adquiriendo el oficio de carbonero. Ha escuchado que Pedro habla el inglés y, en secreto, sin decirlo, lo ha envidiado. Dijo: «¡Por sus ojos azules, el pendejo ya se siente americano!» Ha entendido que Pedro ahorra sus centavos y volverá al Norte a fin de trabajar mucho más y culminar sus sueños. Ha visto que David se enternece al presentir su ausencia. Con Pedro, David halló al amigo más fraterno, orientador y tierno.

Por su parte, siendo un recién llegado al casco urbano, Ché Pelao se aburre y busca la peñita de ron en Pueblo Nuevo y, al ver que se van sus vecinos, nunca dice: «¿Me les uno? ¿Vamos juntos a bailar con María Songo?» Se va tras ellos, a distancia, como ladrón que los persigue en secreto.

Los mismos Guillo y Carlos El Soco, pirotécnicos de la misma negrada que mancomuna a Cayey con Pueblo Nuevo, han observado que Ché Pelao no sabe preguntar lo que conviene. No disimula si algo lo disgusta. Se mete donde no lo llaman y pide vela en todo entierro, siendo tan torpe de palabra como de actos.

Con él se ha identificado a un buscapleitos.

De Pedro se sabía que tenía un presunto cortejo. Es David; no fue dato que Pedro, o David Traverso, pregonaran. No era tan obvio, pero, Ché Pelao se había enterado. Hoy David no se personó con Pedro. Se quedó estudiando en su casa. Pedro es el mentor y corrigirá la monografía que lo tiene ocupado.

Sus vidas fueron tan privadas, como la de Gabriela, «la quincallera», hermana de Pedro, de quien se dijo, por juzgársela alta, blanca, grandullona, con ojos verdi-azulinos, modales cuasi-varoniles, macharrangos: «Tendrá miedo por algo el hombre que se junte contigo, ¿eh?». Sí, faltaba marido a la mujer y Cheo Pelao dijo que parecía machúa y vestiría santos, si no ocurre un milagro, pero: «¿y qué coños te importa a tí, so pendejo?», respondía ella. Lo dijo al mismo Ché Pelao, rumbo a su casa de la Calle Cayey, yendo hacia el Cuartel de la villa.

Nunca antes dieron una reprimenda verbal tan rotunda a Ché Pelao. Gabriela lo tildó de entrometido, lo apellidó pendejo y se fue a sus anchas hacia su casa. La desazón lo tenía hirviendo de coraje, sin desquite y por aburrirse y no hallar a quien dar parte de este cuento, terminó en la barrita, cerca al Parque Rabell Cabrero, el ex-Alcalde, donde está Pedro, quien cortésmente contesta los saludos.

Sean los que sean sus estilos refinados y sus amigos, la honradez lo distingue. No bebe al fiado. Trabaja, paga, no mendiga y, por eso sonó a provocación lo que Ché Pelao dijo, siendo testigos Genito López, Pablo Palomo, Rogelio el Camarón, Don Perucho y los hermanos Quiles:

«Tú que tienes suerte con los hombres, consíguele a la ojizarca uno que le sirva aunque sea para velar la quincalla».

«¿De qué habla usted? ...porque no me suena a nada bueno...»

«No te vengas haciendo gente. Que yo sé que tú eres del otro la'o. Si no pato, pato y medio y bujarrón».

«Lo que sea o no sea es asunto mío; pero, si me acusas de serlo, me lo va a tener que probar. Y lo peor de ésto es que te voy a comer el culo pues estás tratando de ofender».

«Eres un maricón y un pato desgraciao y lo sostengo».

«Cállate, Ché Pelao. Deja al cliente tranquilo», intervino el bartender.

«Mire, me está faltando el respeto... y ni con usted ni con su familia, yo me meto. No creo que yo merezca éso».

Necio en no irse y con una mirada descarada, hizo que Pedro Rivera se despidiera cortésmente, aconsejado por su propia prudencia.

«¿Vas a la casa? ¿O a travesarte con tu marido?», azuzó Ché Pelao, al no ver al compañero de Pedro e interpretar que le huía.

«Ya le dije que yo no merezco que me falte el respeto y es la última vez que se lo digo».

«Si tarda mucho es cobarde», dijo Ché para picar su orgullo y su coraje.

«¡Vámonos fuera de aquí, al parquecito Rabell y entonces resolvamos ésto al pelao!»

«En éso es que soy bueno», dijo Ché.

Y pasaron frente a la esquina de La Coja. Esta vez Ché Pelao quiso que las muchachas lo vieran. Allí anunció que iba a comerse a un bujarrón de Cayey a puño limpio y que se trata de Pedro que lo trae harto. Rafael Seguí preguntó de qué se trata; mas no fue necesario. Se estuvo vaciando el barecito y todos cruzaban hacia el parque como quien espera el espectáculo más grato.

No tardaron en hallarse Pedro y Ché Pelao ante el gentío. De veras que estos muchachuelos sí quisieron golpearse. Nadie se atrevió a separarlos.

«¡Es pelea de honor la que sostengo!», dijo, tan ausente de su parsimoniosa tolerancia, Pedro el blanco.

Se azotarían como fieras.

Se rompieron los huesos sin que ninguno diera muestras de vencer ni rendirse. Se rompieron las almas casi literalmente, pues corrían los ríos de sangre y el sudor en sus frentes. No se supo si es mejor el blanco o el trigueño. Fue una feria en oropel de jinquetazos. Un salvajismo que mezcló la decadencia del pasado y el ánimo de un huracán en ciernes.

Cayeron, cada uno, por su lado después de aquel intenso bombardeo de golpes y patadas. Aquella noche la estrella fueron los puños ejemplares, sin guantes, sin manoplas, dedos de manos hinchadas, apretada dureza desnuda de los dedos, apretada y doliente violencia de nudillos.

Al fin de tan histórica trifulca, Ché Pelao se cuidó de referir siquiera a don Pedro como antes, pato / bujarrón y, menos insinuar que era cobarde. «Tirarse al pelao», brincar a puño pelao, es mucho más honor que el mero cocoteo. Y Rafael Seguí vio la sangre a chorros de aquellos energúmenos y apuntó la fecha en su recuerdo. 1930. Y Billi Torres, otras veces borracho en otros bares del tiempo, declamaba sobre el valor y el honor con un tono lorquiano de la muerte. Elogiaba los puños de Pedro Torres, su amigo, no del boquirroto Ché Pelao.

Genito López, a veces triste, rememorando a Pedrito, decía: «¡Que no quiero verla, que no quiero ver la sangre [de Ignacio Sánchez Mejías, el torero], del bujarrón sobre la arena [el parque]!

En la barrita de Richard, frente a colmado de El Veterano, a menudo podía verse a Pedro, alias el Bujarrón, ya viejo. Se daba sus traguitos, siempre prudente, respetuoso, bien vestido. Se perfeccionaba en nostalgia el hombre bueno. Vivió mucho tiempo en Nueva York antes de regresar a San Sebastián del Pepino.

Allí volvió a hallarse con los viejos amigos. No se jactaba de aquellas cosas triviales, juveniles; mas no pierde el hábito de algunos licorcitos: recordar versos con Billi Torres, Victor Oppenheimer, Rafa Seguí. Hay que saludar a las nuevas generaciones que del ’30 imaginaron al presente, con más ilusión, examinaron las viejas querencias, expusieron los nuevos desafíos hasta ese ’60 que parece que enciende las nuevas luchas de la patria y los retos del Tercer Mundo. La izquierda, aunque en combate desigual, se asoma.

Pedro ha cumplido, posiblemente, sus ilusiones propias de progreso. Es prestamista privado. Vende joyería, ayuda al prójimo. Autocontrol es virtud que siempre ha tenido. Ha vuelto, más autodidacto, el hombre de honor, afable, valiente y duro como sus puños…Seguro que está solo, sin mujer, todavía; mas sabe ir, sin escándalo, donde sea bien amado.

Y fue bien recibido. De Corea y Vietnam siguen llegando veteranos, a todos los saluda y los comprende. Algo ha cambiado. La esquina favorita ahora es frente a Gonzalo. Para darse a los recobros de memorias y anécdotas de pueblo, le hablaron otra vez de Ché Pelao. «Ese no cambia». Es un chota, anti-independentista. «¡Es otro Lolo Pulla, traicionero! El Pelao maldice a Albizu Campos al que culpa de una nube en el ojo de Maneco, su hijo.

Ahora es chófer de carros públicos. A quien ofenda la nación, se refiere a los Estados Unidos, ha prometido: «Le rompo el alma, a puño pela’o». Recordaron la tunda que se dieron Pedro y él en Pueblo Nuevo, cerquita de la casa de La Coja y el balcón de Tito Vargas.

Pedro oyó a los que le dijeron valiente:

«¡Qué bueno fuíste para los golpes. ¡Qué lección de sangre díste a Ché Pela’o!»

«¡Lo callaste aunque fuese por un día!»

«¡Cubriste con su sangre al desgracIado!»

Pedro meditó un segundo sobre la memorable golpiza que se dieron.

No esperan la respuesta que él adujo:

«¿Qué pasa, Pedro?»

«¡Esa noche es el único recuerdo triste que tengo de Pepino!»

07-02-2005

Del libro en preparación
Cuentos para esoteristas y otras menudencias
de Carlos López Dzur

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